Un dolor opresivo, aunque a la vez dulce, me baja por la espalda y desemboca en las piernas toscas, pesadas. La cabeza medio aletargada y una sensación punzante en ese lugar impreciso que hay detrás de los ojos, los párpados cayendo como dos láminas sobre las pupilas somnolientas. “Es lunes”, dice mi esposa. “Levantate”, brama mientras tira de las sábanas, implacable. Mis hijas ya me están esperando como dos soldaditos bien obedientes junto a la puerta, listas para ir a la escuela. Me mojo el pelo, le doy un sorbo al café (me quemo el labio, pero no grito: aún estoy demasiado dormido para eso).
Regreso a casa con paso cansino y todavía oigo en mi mente el reproche falseado de la maestra, que “no pueden seguir llegando a esta hora”, que “si nos poneríamos (sic) más estrictos, se quedarían libres”. Mientras me desplomo en la cama, me debato entre mirar una película, leer un libro o simplemente dormir (quizás, pienso, logre hacer las tres cosas a la vez, aunque no necesariamente en el mismo orden). Me decido por lo primero. Estiro mi mano hacia el aparato que aún llamamos teléfono, aunque sirva para todo menos para hablar por teléfono, y dejo que el algoritmo (¿o será acaso el Algoritmo?) elija por mí. Como si hubiera logrado intuir mi agotamiento en las pulsaciones cadenciosas, el oráculo escupe la respuesta en letras refulgentes que parecieran salirse de la pantalla. Es un clásico, un film de ritmo acompasado: El graduado, con Dustin Hoffman representando a Benjamin Braddok, un joven algo torpe e inexperto que intenta lidiar con las presiones propias de la clase acomodada norteamericana en los sesenta.
“Qué cara de boludo que tiene Hoffman”, es lo primero que pienso -con el perdón de los beatos- mientras las imágenes transcurren frente a mí. El semblante de piedra, la mirada inexpresiva, indecisa, de un joven aniñado que no se atreve a romper con las ligaduras que lo atan al hogar paterno. Así, pienso de nuevo, se debe haber visto la cara del patriarca Isaac (esta sí que no me la perdonan los beatos), un muchacho hondamente afectado por la conducta embrutecida de un padre que intenta practicar sobre su cuerpo inerme el primer filicidio de la historia.
Por si faltaran reminiscencias bíblicas, déjenme seguir espoileando la película: Hoffman -o acaso Braddok- será seducido por una mujer tenaz y de apetencias voraces. Como Iosef (José) el hebreo, sometido según el relato del Génesis a la tentación de encamarse con la esposa de su amo egipcio, también el personaje de la película vacilará: ¿qué hombre no se amedrentaría ante el cuerpo maduro, los senos en flor, el humo del cigarrillo dándoles un tinte brumoso, metálico, a los labios de Anna Maria Louisa Italiano? ¿Quién podría escaparle a la mezcla de pavor y deseo que despierta el cuerpo recio de la esposa de un noble egipcio o de la mujer del socio de su padre?
La elección de Hoffman para hacer el papel de Benjamin Braddok no puede haber sido casual: los ojos algo caídos, como los de mi madre, destilan un pavor atávico propio de lo mosaico; la nariz prominente, el septum ligeramente desviado que culmina en un remate aguileño (estocada magistral del dios hebreo), evocan el típico perfil ashquenazí que con orgullo porta mi padre. En todo caso, el judío Hoffman representa mucho más que evocaciones de figuras arquetípicas. Encarna la quintaesencia de lo judío: la alteridad. La estrella de Hollywood es la máxima manifestación del Otro, del paria, el díscolo, el que no encaja en el orden preestablecido.
Quizás por eso solo puede ser Hoffman quien hacia el final del film blanda la aparatosa cruz de la iglesia presbiteriana donde su amada está a punto de entregarse a los brazos de un hombre cualquiera, con una mirada cualquiera, con una nariz cualquiera: un hombre abstracto, sin historia, sin pasiones, sin triunfos ni derrotas. El instrumento ritual en manos del joven Braddok se torna un puñal con el que amedrenta a quienes se interponen en su camino y así, triunfante, huye sin rumbo cierto junto a su enamorada. Hoffman, el Otro, el judío, vuelve a morir sobre una cruz para renacer como un hombre nuevo. Es quien, aunque de manera torpe, decide irrumpir desde los márgenes para remover por completo los cimientos de la realidad.
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Hace ya mucho tiempo los judíos asistimos a una circunstancia inaudita en la que nuestros textos y nuestro folclor son reproducidos en productos de consumo cultural de gran éxito y difusión desde plataformas audiovisuales, en películas, series, libros, e incluso, recientemente, desde el mismo estrato del discurso oficial. Cual cruz que se desempotra de su sitio, nuestro acervo, antes circunscrito al pequeño cenáculo de la comunidad religiosa, ha sido desplazado del reducto de lo privado y expuesto en la palestra de lo público. Si esto es bueno o malo para los judíos, pregunta que se habría hecho mi abuela ante esta situación, no lo sé.
Lo único que sé es que siento una gran añoranza por esos tiempos en los que el lugar que ocupaba el judío era inequívoco: paria, excluido, silenciado, reo de la cruz de otros. Pues aquel a quien se le niega un espacio en la construcción de la realidad cotidiana va en busca de la conquista de otros órdenes de la existencia para trascender. Como el bíblico Iosef, se sumerge en la dimensión de los sueños; como el arquetípico Hoffman, alberga aspiraciones utópicas que, aunque a primera vista parezcan pueriles e inconducentes, pueden aunque sea por unos instantes librarnos del yugo opresivo de una cotidianidad insuficiente.
¿Es posible soñar con un mundo más humano, incluso desde el lugar de lo mainstream y ya no desde los márgenes? ¿Es posible sentir el dolor del doliente o reconocerse en la extranjería del extranjero cuando uno goza de una posición de aceptación? Esto no se lo preguntaría mi abuela. Me lo pregunto yo. La sociedad necesita (necesitó siempre) del judío en tanto manifestación última de la alteridad, pero también del soñador. Si el judío no aprende a soñar de nuevo, bajo las nuevas condiciones que le presenta la realidad, qué nos quedará a nosotros, los simples mortales que han aprendido a vivir demasiado despiertos en un presente que se agota en sí mismo.