¡Ay, paisanos, qué caprichosos caminos trae a veces la justicia! Cuando esta Corte, tan oronda en su sitial encumbrado, se dispuso a trazar con filo de su pluma sentencia contra la reelección que no tiene fin, me da por pensar que a las mentes sabias que forjaron nuestra Constitución jamás se les ocurrió, ni por asomo, que fuera pilar del sistema republicano vedar la perpetua continuidad del mando provincial. En aquellos días, bastaba con fiar en los mecanismos del honor, el prestigio y la prudencia, sin pretender anclar las riendas del poder a la gleba de caprichos doctrinarios que hoy quieren alzarse como dogma.
Mas la Corte, con su decir solemne, parecería creer que en las honduras de la ley mora un mandato tácito, un susurro sin letras, que ordena a cada provincia expulsar de sus normas el germen de la reelección sin fin. Y yo me digo, entre un mate y un pensamiento: ¿acaso los hombres que asentaron la piedra angular de la Constitución atisbaban en su porvenir la exigencia de este cerrojo? ¿O se trata más bien de un retorcer de las palabras, de un endilgar a la norma lo que el propio antojo judicial anhela, poniéndole encima el ropaje de la “sustancia” republicana para que suene a mandato sagrado? La Corte aquí, con un ademán de sutil tahúr, parece esgrimir cánones sustantivos que, en lugar de brotar del texto o de la justa razón, salen de los latidos del pecho de los jueces, de sus querencias o sus temores. Así, imponen su preferencia sobre lo que la ley calla, transformando su propia subjetividad en fuste normativo. Y en este gesto, si me permiten decirlo, se desgrana el trigo con la cizaña, porque la toga ya no interpreta: fabrica. No lee las normas: las cincela a su medida, con la excusa de guardar los principios republicanos que ella misma, con sus cintas y adornos, ha cosido al paño de la patria.
Así lo veo yo, y así lo dejo dicho, con el canto del pájaro que no teme molestar al silencio con la verdad que siente. Si en tiempos de fundar cimientos no se exigió tal trinquete, ¿por qué ahora, con las riendas del tiempo ya tirantes, debemos forzar la ley a decir lo que nunca quiso, a cantar lo que nunca soñó? Ahí lo tienen, señores, el zarpazo subjetivo de la razón entronizada. Que cada cual juzgue si es campear en campo ajeno o sabiduría encumbrada. Yo, por mi parte, y con el sayo puesto, no puedo sino cantar a la vera del camino estas sospechas, sin pretender otra cosa que advertir de lo que nace cuando el juez ya no halla su luz en la norma, sino en el espejo de su propia sombra.
¡Miren, señores, cómo al pensar las cosas desde otro mirador, la escena luce muy distinta! Imaginen, pues, a un juez que, ceñido a la ley como el cuero al rebenque, supiera resistir el canto de sirenas de sus propias preferencias. Un juez originalista y minimalista, dicen que le llaman, uno que no se arrebata a la primera brisa ni retoza al sol de su propia convicción sin antes leer, con el rigor de la siembra, la letra de la Constitución. Ese, apuesto mi poncho, no habría rozado con su pluma la norma que permite la reelección indefinida, siempre que ésta no se erigiera en una afrenta manifiesta a la Carta Magna. Tal magistrado, entrenado en la dura faena de la contención, no tomaría la lanza para batirse contra una disposición que, en su gabela original, ni por asomo exige el bisturí de la inconstitucionalidad. No daría el paso al frente sin que el sol del mediodía iluminase con fuerza evidente el yerro normativo. Y menos aún se lanzaría a la aventura declarativa si la situación, en su médula, no mostrase que es preciso para salvaguardar el orden republicano.
¡Si no ha mediado el descalabro, si el gobernador en su poltrona aún no ha sido inhabilitado por aquel mal que se presume, ¿para qué blandir el acero de la Corte? Ese juez, señores, sabría que el oficio de interpretar la Constitución no es arar en el cielo. No querría tornar la Carta en un poema a la subjetividad ni buscar dentro de sus propios latidos la razón para derribar la norma. Sería un hombre de paciencia, de mirada aguda y prudencia campesina, que entiende que las cosas han de moverse con la parsimonia de un asado bien hecho: ni poco fuego que crudo deje el bocado, ni tanta brasa que se lo haga carbón. No haría brotar el mandato sagrado de una república asfixiada por la reelección sin límite si el texto originario, cuando fue labrado, no lo exigió con voces claras.
Un juez así, con sus manos callosas de tanto apelar a la mesura, se guardaría la declaración de inconstitucionalidad hasta no hallar el nudo grueso que impida pasar el peine de la letra constitucional. Y si no fuera necesario —puesto que la norma no ha lastimado el tejido político al punto del estallido—, dejaría que los pueblos y las provincias rieguen con el tiempo su propio devenir institucional, sin el hacha filosa de un fallo voluntarioso. Porque sabe, y lo sabe bien, que la Constitución no es guitarra para que cada cual le toque la tonada que más le agrada, sino un canto cuya melodía está escrita desde antaño, y el juez no debe alterarla por antojos, sino afinar el oído para oírla fielmente.
Miren, paisanos, cómo la polvareda no baja! Si ya antes les contaba que el mero texto y la gabela sustantiva se tironean como potros indomables, ahora debo agregar las voces de otro corral, que exhiben ante nuestros ojos un tapiz aún más enredado. Así, se nos presentan, de un lado, esos “cánones sustantivos” con su pretensión de impregnar el texto legal de valores y principios de justicia; del otro, el textualismo cerrado, que no quiere que nadie le sople al oído más que la palabra escrita; y, entre medio, surgen el contextualismo y el purposivismo, hijos de otros tiempos, dispuestos a pintar el paisaje con las tonalidades del entorno social, histórico y cultural.
Los sabios de Harvard, con su pluma iluminada, nos recuerdan que el textualismo estricto se retuerce como víbora en la mano cuando pretende ser compatibilizado con cánones que introducen valores más allá de la letra. “¿Cómo casar el rigor textual con el polen de la moral y el bien común? –se preguntan– Si el texto es claro, ¿con qué derecho el juez lo reinterpreta para ajustarlo a cánones sustantivos que andan por fuera de esa literalidad?” Así, se agrieta la doctrina, y uno no puede evitar pensar en un juez originalista y minimalista, de esos que jamás habrían declarado inconstitucional una norma sin ver la evidencia tan diáfana como el sol al mediodía. Con mayor razón, ese juez, tan parco como prudente, no se atrevería a incorporar cánones sustantivos sin necesidad, ni menos se sentiría tentado a retorcer el sentido de las palabras para encajarlas en el armazón moral que él mismo suponga pertinente.
Pero no termina allí la cosa. Brota en esta querella el contextualismo, pregonando con voz de viento sureño que las palabras, solas, no caminan, sino que se hincan en la tierra del tiempo, del uso social y los propósitos del legislador. Y por si fuera poco, se alza el juez Breyer, con su puñadito de maíz pragmático, diciéndonos que el derecho vive en la llanura del presente, no en el potrero congelado de antaño. Hay que considerar, nos dice el hombre, el entorno, las consecuencias y la evolución de la sociedad, tal como un gaucho considera el clima, el suelo y la pampa antes de echar las semillas. Pero ¿no puede esto, se preguntarán ustedes, dar lugar a que el jinete de la interpretación desboque su montura y, con la excusa del propósito, se aleje del camino trazado, llegando a sitios que el texto jamás dibujó? Ahí entra a tallar el fantasma del “interpretive creep”, ese merodeo silencioso por el cual las palabras se van ensanchando, perdiendo el contorno, y uno termina llamando “abrigo” a la manta más extraña sin haberlo querido.
Ya ven, no es fácil labrar una doctrina recta. El purposivismo, que busca el sentido tras la ley, pone en la balanza las metas del legislador, pero corre el riesgo de que, en su afán por hallar el espíritu, el juez termine soplando en la tinaja vacía de sus propias preferencias. La Constitución o las leyes, al cabo, pueden así ser maleadas, estiradas cual tiento blando, con tal de encajar en la “intención” que el intérprete crea adivinar. Y esto, mis amigos, inquieta tanto como un trueno lejano, porque la legitimidad del juez no es la del legislador. Si el tribunal, con su pluma, termina añadiendo renglones que nunca fueron escritos, ¿no estaría tomando el arado del Congreso, usurpándole el papel? Pero tampoco es cosa de rechazar toda evolución y flexibilidad. La ley no vive en un frasco sellado. Las voces del pasado –Marshall y sus herederos– nos enseñan que el texto constitucional es un norte, un compás, no un dogal que asfixie la posibilidad de adaptarse. Una interpretación plenamente textualista puede llegar a resultados absurdos, y una puramente sustantiva o contextual, a abusos. En la mesura está la virtud. El “intencionalismo del proceso legal” busca ese equilibrio, aceptando que el legislador es un hombre razonable que escribió sus normas con cierto objetivo, pero sin permitir que el intérprete se vaya tan lejos que las palabras pierdan su aura primigenia.
En fin, señores, la lucha entre el texto, la moral, el contexto y el propósito no es baladí. El juez prudente, ese originalista minimalista que recordamos, miraría todo este bullicio con ojos de hombre de campo: sabiendo que la ley ha de obedecerse en sus palabras, pero también consciente de que el texto vive inserto en la vida del hombre. Con cuidado, con tiento y sin caer en la soberbia de creerse legislador, el juez ha de andar este sendero, evitando que el “interpretive creep” desdibuje las fronteras y que la moral subjetiva empuje a la ley a cantarle tonadas que jamás imaginó. Como el buen gaucho, sabrá que las palabras del legislador no son bóveda cerrada ni grito en el vacío, pero tampoco masa informe que cada cual amasa a gusto. Y así, entre el rigor del texto y el latido del entorno, ha de discurrir la jurisprudencia, si pretende no traicionar la Constitución ni embrollar el orden republicano.
Vean, el textualismo, en su forma más añeja, se ataba a la literalidad como el yuyo a la tierra, sin prestar demasiado oído al entorno. Pero el textualismo moderno, más sabio con los años, ha aprendido que las palabras no nacen huérfanas ni viven en un jarrón de vidrio, sino que respiran en un contexto. ¡Claro que sí! Donde antes se veía un vocablo tieso, ahora se considera su función, su lugar en la oración, su relación con las otras palabras.
Así, el textualista contemporáneo no cede a las historias legislativas ni a las intenciones secretas del legislador, pero tampoco cierra los ojos a la semántica, a los diccionarios ni a los cánones semánticos que clarifican el sentido de una frase. En fin, procura no dejar que el juez, con su propia voluntad, añada lo que no esté en la norma, pero tampoco quiere leerla de un modo tan tozudo que se pierda el sentido original.
Piensen en la disputa sobre la reelección indefinida. Un construccionista estricto—esos que calcan el texto como si fuera un grabado y no admiten ni una brisa que mueva las letras—tal vez diría: “Si el texto no prohíbe la reelección sin término, ¿quién soy yo para limitarla?”. Sin embargo, un textualista moderno, dispuesto a entender el alcance semántico de las palabras en su contexto institucional, podría afirmar: “Veamos qué propósito se lee en la Constitución, no escarbando en intenciones ocultas ni en anhelos de moral externa, sino atendiendo a cómo se emplearon las palabras, qué significaba entonces el entramado republicano, cuál es el campo semántico de los términos que aluden a la organización del poder”. Así, sin adentrarse en el mundo nebuloso de las voluntades personales o la historia legislativa no promulgada, podría razonar que la perpetuidad en un cargo tal vez contraría el espíritu explícito del texto que, con su orden, apunta a la alternancia y el control del poder.
Un textualista moderno entiende que las palabras no son bloques de granito aislados. El originalismo, por su parte, busca el significado que el texto tenía al ser promulgado, considerando las costumbres y el habla de entonces. Ninguno pide ignorar el contexto semántico. Ambos rechazan el “hiperliteralismo” que conduce a injusticias. El textualista quiere ser fiel a la letra promulgada, pero con un oído atento a la resonancia que esas palabras tenían en su época y a su organización interna. Por ello, si el texto—como en el caso de la reelección indefinida—permite cierta continuidad en el poder, el textualista no lo vetará a menos que el entramado semántico de la Constitución indique, de modo claro, que tal perpetuación contradice principios igualmente plasmados en la letra. Y si ha de leerse un propósito, que sea el que mana del texto mismo y su contexto lingüístico, no de la mente antojadiza del juez.
La gran enseñanza de Scalia, nos dice la experiencia, es no confundir textualismo con construccionismo estricto. Mientras el segundo encadena el sentido al diente de la palabra suelta, el primero lee la oración completa y comprende la función de las palabras en su entorno. Es como el gaucho que, antes de juzgar una cosecha, se fija no sólo en un grano, sino en el conjunto de la parva. Por eso, cuando miramos el tema de la reelección indefinida, conviene no caer en construccionismos estrictos ni en cánones sustantivos inventados por el juez para enderezar el rumbo hacia su moral personal. El textualista moderno, con su criterio, busca el sentido del texto en el texto mismo, auxiliado por diccionarios y cánones semánticos. No se lanza a la aventura de la moral externa ni cierra los ojos a la función de las palabras. Del mismo modo, no confunde el dogal de la interpretación rígida con la soga flexible pero firme que permite leer la Constitución atendiendo a su coherencia interna.
Así, sin desechar la semántica ni desentenderse de la lógica del lenguaje, se puede encontrar un camino equilibrado. Un camino que, en la cuestión de la reelección indefinida, permite distinguir entre los silencios del constituyente y la voz del texto promulgado. Y en esa senda, el juez consciente sabrá no entonar su propia tonada, sino guiarse por la música que las palabras, bien entendidas, nos ofrecen desde el pasado para la pampa del presente.
Al fin de cuentas, paisanos, la querella entre el texto y las intenciones, entre la letra y el canon sustantivo, evidencia que la interpretación jurídica no es un sendero llano, sino un monte pedregoso. La tentación de moldear la ley al gusto subjetivo —así sea en nombre de grandes principios— es tan peligrosa como la sequedad de una lectura meramente literal, que con sus anteojeras ignora los matices del contexto y la función del lenguaje. El textualismo moderno, al buscar un equilibrio entre la letra y su entorno semántico, ofrece una senda más sensata: sin perder de vista el significado original de las palabras, ni permitir que el juez imponga su propia cosecha de valores allí donde el texto calla.
En el campo de la reelección indefinida, esta cautela es todavía más urgente, pues se trata de la vida institucional de la república misma. Dejar que la subjetividad del juez plante su bandera en el territorio vacío de la norma es tan nocivo como encadenar la Constitución a la rigidez mecánica de un construccionismo inflexible. Como en la pampa, donde el gaucho debe sopesar el cielo, el suelo y el ganado antes de obrar, el juez debería medir no sólo el filo de las palabras, sino el eco que hacen en el horizonte legal. La prudencia, la moderación y la fidelidad al texto, bien entendida, deberían ser las riendas que guíen al intérprete, sin caer en el artificio de fabricar derechos o anatemas donde la Constitución no los dispuso. De otro modo, en vez de justicia, sólo tendremos el soplo caprichoso del viento judicial sobre la llanura de la ley.