La tecnología nos ha simplificado la vida de maneras que parecían inimaginables hace unas décadas. Desde el GPS, que nos indica el camino más eficiente, hasta la Thermomix, que prepara comidas gourmet con solo presionar un botón, estas herramientas nos permiten resolver problemas cotidianos en tiempo récord. Sin embargo, esta comodidad tiene un costo: nuestra capacidad de pensar, reflexionar y crear podría verse comprometida si no ejercitamos estas habilidades de manera consciente.
Pensemos en el GPS: al depender de él, dejamos de recordar recorridos, interpretar mapas o explorar rutas alternativas. El celular, por otro lado, ha hecho que olvidemos números telefónicos que antes eran parte de nuestra memoria. De manera similar, si una inteligencia artificial como ChatGPT genera ideas por nosotros, corremos el riesgo de olvidar cómo estructurar nuestras ideas desde cero. Pero esto no significa que debamos rechazar la tecnología. En lugar de eso, necesitamos encontrar un equilibrio: aprovechar estas herramientas como apoyo, pero sin dejar de razonar, cuestionar y crear.
Y aquí entra en juego la escuela. En un contexto educativo que por lo general se enfoca en aprobar más que en aprender, la IA puede convertirse tanto en un atajo como en una oportunidad. Todo depende del enfoque.
Cuando la escuela se reduce a “jugar a la escuelita”, es decir, cuando el estudiante y el docente ponen foco en el aprobar, y no en el aprender, se crean las condiciones perfectas para que los estudiantes vean en herramientas como la IA un medio para evitar el esfuerzo. Sin embargo, la inteligencia artificial no tiene por qué ser el enemigo del aprendizaje; puede ser una aliada poderosa si se utiliza con intención… y ética.
Para lograrlo, los docentes tienen un rol fundamental. Necesitan establecer reglas claras sobre qué es negociable y qué no, tanto en términos de uso de tecnología como en valores como la honestidad académica. El plagio, por ejemplo, debe abordarse no solo como una transgresión de normas, sino como una pérdida de oportunidades para el crecimiento intelectual. Es decir, el uso de la IA no debe ser un sustituto del esfuerzo, sino una herramienta para potenciar la creatividad, la investigación y el pensamiento crítico.
Una pregunta clave que los docentes deben plantearse es: ¿para qué sirve realmente una herramienta como ChatGPT? Su potencial no reside en generar respuestas automáticas, ni funcionar como un buscador, sino en abrir nuevas formas de aprender. Imaginemos una clase sobre la vida y los logros de Thomas Edison. Los estudiantes podrían utilizar ChatGPT para simular una conversación con el inventor, haciendo preguntas como:
- ¿Cuál fue el desafío más difícil que enfrentaste durante tus experimentos con la bombita eléctrica y cómo lo superaste?
- Tu laboratorio fue un símbolo de innovación en su época. ¿Qué consejos podés ofrecer a los estudiantes de hoy que buscan crear entornos propicios para la creatividad y el descubrimiento?
- A lo largo de tu carrera, presentaste numerosas patentes en diversos campos. ¿Cómo lograste mantener un enfoque tan amplio y exitoso en términos de innovación?
Esta interacción no solo genera interés, sino que también estimula habilidades de investigación. Los estudiantes podrían verificar la precisión de las respuestas obtenidas, practicando así el análisis crítico y aprendiendo a distinguir información válida de la que no lo es. La IA, entonces, se transforma en un catalizador del aprendizaje, no en un sustituto del esfuerzo.
El verdadero desafío no radica en regular el uso de la IA, sino en replantear el propósito del aprendizaje. Si seguimos viendo las calificaciones como el objetivo principal de la educación, las herramientas tecnológicas serán percibidas como atajos para aprobar. En cambio, si priorizamos el desarrollo del pensamiento crítico, la creatividad y la curiosidad, la tecnología puede ser un apoyo valioso en este proceso.
Esto implica enseñarles a los estudiantes que el aprendizaje no es un destino, sino un camino. La IA puede ser un recurso en ese camino, pero no debe reemplazar a la reflexión, la experimentación ni el error, que son pilares fundamentales del crecimiento intelectual.
La IA no debe reemplazar “la cabeza” del alumno. Enseñarles a usar la tecnología de manera ética y responsable también es enseñarles a respetar su propio desarrollo cognitivo.
El peligro no está en la tecnología en sí, sino en cómo la usamos. Si todo lo delegamos a las máquinas, perdemos la oportunidad de ejercitar nuestra mente. Y, como cualquier músculo, el cerebro necesita ejercicio para mantenerse en forma. Pensar menos no es pensar mejor. Por eso, es fundamental que los espacios educativos fomenten tanto la reflexión como la acción. La tecnología puede ser una aliada para simplificar tareas mecánicas y dejar más tiempo para lo verdaderamente importante: cuestionar, innovar y construir.
El aula no debería ser un lugar donde los estudiantes simplemente reproduzcan información o cumplan con tareas. Debería ser un laboratorio de ideas, donde la tecnología sea una herramienta más, no la protagonista. Y eso requiere que los docentes también se formen en el uso crítico de estas herramientas, para que puedan guiar a sus estudiantes de manera efectiva.
La inteligencia artificial está aquí para quedarse, y el aula no es una excepción. En lugar de temerle o prohibirla, debemos aprender a integrarla de manera consciente. Esto implica enseñarles a los estudiantes a usarla como un apoyo, no como un sustituto, y a valorar el proceso de aprendizaje por encima del resultado inmediato.