Nuestra sociedad está enferma. Si tuviera políticos, tendría opciones de recuperar su destino, que es esa y no otra la raíz de su enfermedad. Triste agonía de la política que intenta ser sustituida por un amontonamiento de investigaciones sociales que terminan careciendo de sentido. En las encuestas, los analistas ocupan el lugar del médico que interroga al enfermo sobre cómo percibe sus síntomas y cuál imagina será la vía de recuperación. Las sociedades bien estructuradas están conducidas por minorías que se hacen cargo de su organización y del lugar que ocupan en el mundo. Normalmente, se trata de élites cuya razón de ser es aceptada por la totalidad de los habitantes. Si las sociedades son exitosas, si saben dar trabajo y distribuir la riqueza, el lugar de esas élites queda fuera de discusión. No es nuestro caso. Soportamos una penosa realidad que nos conduce a arrastrar una decadencia y un empobrecimiento que llevan ya cinco décadas. Así como los logros consolidan el lugar de las dirigencias, los fracasos las cuestionan y fracturan. Perón solía decir que en el caso de que fracasen las élites, se suele dar la imposición de la voluntad de los pueblos.
Estamos transitando el más absurdo proyecto de degradación social, la irracional destrucción del Estado y la priorización de las necesidades de los grandes grupos económicos sobre la capacidad productiva y distributiva de un pueblo. Interrogar a los sufridos habitantes sobre la percepción de los fracasos anteriores o presentes termina resultando una perversa manera de observar los síntomas del enfermo sin hacerse cargo de la responsabilidad de los favorecidos por los virus. Privatizar a los sectores que dan pérdida es un invento que ni siquiera asume el capitalismo y cuyo único sentido es transformar los necesarios subsidios en fuentes de voluminosos retornos. La privatización del ferrocarril es una de las más claras muestras de este latrocinio disfrazado de demencia o supuesta ideología. En los años cincuenta, ya existía un tren que llegaba a Mar del Plata en tres horas treinta, y doce servicios diarios nos unían a sus playas. Hoy no fabricamos locomotoras ni vagones, destruimos trabajo nacional, fuimos quizás el único país en ensayar semejante demencia y estamos más endeudados que antes, cuando ni siquiera lo estábamos.
La lógica es simple: el Estado, en sociedades racionales, está conducido por políticos que asumen la responsabilidad de hacerse cargo del destino colectivo. Los que se fueron transitaron un estruendoso fracaso disfrazado de sueños progresistas; los que nos gobiernan no se cansan de favorecer a los poderosos e incrementar la miseria de los necesitados basados en el espejismo de que la solidez de la moneda devolverá en algún momento la magia de la justicia social, sin emplear esta expresión, propia de un espacio político que menosprecian y detestan, naturalmente.
Las encuestas son patéticas, no se cansan de preguntarles a los fieles, a los ciudadanos, como absurdas iglesias de ateos, sobre cuántos esperan todavía lo imposible y cuántos ya dejaron de hacerlo. Pocas veces la dirigencia de un pueblo se refugió en tan perverso interrogante. La política debe ofrecer soluciones a los ciudadanos y no interrogarlos como si solo quisieran saber hasta dónde resisten, cual conejillos de indias, la opresión de los poderosos. El debate de la ficha limpia y la despreciable preocupación de los grupos económicos por ella, deja al desnudo que se quiere hacer responsable solo a algunos individuos, que de sobra lo merecen, por el trágico saqueo que ejerce la concentración económica. Pero, como en aquella película de María Luisa Bemberg, “De eso no se habla”. Si los precios de los combustibles son libres y los salarios y las jubilaciones, fijos, no necesitamos más datos para saber a qué nivel de degradación nos quieren arrastrar. El país de Macri, con su endeudamiento exuberante, parecía estar pensado para un cuarenta por ciento de beneficiarios, oprimiendo a un 60 por ciento de caídos. El actual imagina que el anterior se quedó corto y sueña con una relación ochenta/veinte donde la concentración económica quede libre para explotar alegremente sus derechos a la mano de obra y remunerar como se les ocurra a los dependientes que necesiten. Estamos viviendo en el peor momento del desarrollo de nuestra patria, donde los personajes más perversos y tránsfugas se han quedado con la propiedad absoluta del poder.
Favorecer a los fuertes y olvidar a los débiles y necesitados es la atroz expresión de una horrible dictadura: la de los enriquecidos y sus empleados. Llamar a esto “democracia” es lisa y llanamente degradar su contenido.