
Me preocupan nuestros jóvenes, lo digo como psicólogo y como padre. Creo que no los estamos acompañando como ellos necesitan, sin darnos cuenta estamos dejándolos un poquito solos. Los adolescentes de hoy no son distintos a los de hace 30 años, pero sí cambió el contexto y la forma de entenderlos.
Estos jóvenes son el resultado de una generación de padres y madres amorosamente tibios con enormes dificultades para poner límites por ser hijos de los “padres de cejas levantadas” (sólo mirando el semblante con ese ademán ya sabían lo que tenían que hacer). Ahora ellos ya tienen hijos y sufren el sentimiento de culpa por haber sido criados de esa manera, lo que los empuja a ser mucho más flexibles, contemplativos y con una distorsión en cuanto a los límites.
El límite es amor, cuidado, no castigo ni penitencia. Cuando esto falta los estamos dejando desvalidos para entrar al mundo de los adultos y eso deriva en trastornos de ansiedad, depresiones, consumo de alcohol y sustancias, tecnología en exceso, pantallas, apuestas online, shots de dopamina, sexualidad temprana, ideación suicida y suicidios consumados.
Quiero decir como idea principal que los tiempos cambiaron, pero la esencia es la misma. Nuestros jóvenes nos necesitan firmes y amorosos. La ropa de grandes todavía no les va, la de pequeños ya está en el ropero y precisan exactamente lo mismo que los jóvenes de hace décadas, herramientas claves para salir al mundo adulto. Gestión de emociones, umbral de frustración, sentido de la responsabilidad, capacidad de decisión y amor propio en cantidad suficiente, ni excesivo ni deficitario.
El adolescente se siente inmortal. El adolescente por definición no mide riesgos, por eso vive muchas veces al filo de la cornisa. No dimensiona su accionar: alcohol, sustancias psicoactivas para demostrar a sus pares que es “vivo”, hipererotización precoz, etc. Lo que principalmente hace el adolescente es desafiar, ese es su “trabajo”. Los hijos vienen al mundo a ponernos en jaque, esa es su función y la nuestra es cuidarlos.
El ser humano se debate siempre entre principio de placer y principio de realidad. Esto es, lo que deseamos y lo que tenemos que hacer. Las cosas no son como queremos y la adultez es parte de eso. Tenemos que elegir, si seguimos funcionando como una sociedad infantil o damos el paso y crecemos. Digo, si la conciencia moral y el deber ser de los adolescentes no es suficiente entonces ahí debemos estar los padres para regular. Así de sencillo, así de complejo.
Los padres y madres precisan armar redes, salir de la perplejidad y tomar riendas amorosamente firmes en estos tiempos. Hay que salir de la trampa del “todos lo hacen”. Y para eso necesitamos responsabilidad individual, coherencia de cada familia y cada casa, la no negociación con la salud, el compromiso y la responsabilidad social.
Redes que incluyan a un Estado que tome partido por la salud mental de los jóvenes regulando la venta de alcohol a menores como prohibición efectiva, campañas que adviertan sobre el impacto de la marihuana que intensifica la apatía propia de la adolescencia y con riesgo de cuadros como la psicosis tóxica. Estrategias claras para prevenir el juego ilegal, porque es en esas plataformas donde los menores tienen acceso a iniciar el camino de las apuestas, con el riesgo de convertirse en ludópatas. Los padres y los hijos tienen que saber que los menores de 18 años no deben apostar y conocer las consecuencias en el plano físico y mental.
La salud mental de los jóvenes está gritando “ocúpense de mí” y no estamos a la altura de las circunstancias. Primero debemos entender eso nosotros, los padres, para enseñárselo a nuestros hijos. Los invito a tomar nuevamente las riendas de la crianza porque les aseguro que, aunque parezca que nada cambia, si ustedes cambian, todo cambia.
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