Difícil momento el actual, de los peores: el de la agonía de la esperanza. Pocos, solo los fanáticos, intentan imaginar que hubo un pasado reciente digno; del otro lado, solo los amnésicos de mala fe creen que transitamos un exitoso camino de salida. Milei elige a Cristina; ella se apodera del Partido Justicialista sin el apoyo de un solo gobernador. El kirchnerismo se desintegra y el peronismo no encuentra a alguien que lo redima. Soy de los que piensan que La Cámpora es una etapa agotada, que ese falso izquierdismo de empleados públicos y negociados es el responsable de esta atroz derecha que hoy tanto nos lastima con su brutal destrucción del aparato productivo, de la industria, del empleo, e incluso de las libertades, amenazadas por grupos “pretorianos” de triste memoria para la historia de la humanidad. La historia de ese Occidente que dicen defender, pero en sus aspectos más retrógrados, el que padeció los abominables totalitarismos del siglo XX.
No es osado denunciar la vocación autocrática de Milei y sus seguidores, quienes, si pudieran, gobernarían sin independencia de los poderes, sin Parlamento, en suma, sin República. Pero amplios sectores de la ciudadanía —medios, bajos y altos, particularmente— están ocupados en adherir a cualquier tipo de fake news volcadas con odio en las redes sociales, en las falsas promesas de bonanza cercana, en aplaudir las medidas destinadas a echar a la mayor cantidad de empleados públicos posible, en disfrutar del peligroso ascenso de la violencia verbal expresada en insultos, descalificaciones y groserías hacia quienes objetan las políticas de este gobierno. También en celebrar la represión de los profesionales de la salud y de todos aquellos que osan reclamar genuinamente la devolución de lo que les es arrebatado cada día en lo económico, en lo sanitario, en lo educativo y en lo cultural; en ver con regocijo cómo se puede abandonar el Mercosur; en mostrarse vilmente indiferentes ante la desgracia de quienes van perdiendo sus legítimos derechos, sean jubilados, enfermos, discapacitados o niños con capacidades diferentes. Porque el Estado merece, como dijo Milei en The Economist, su infinito desprecio. Y una enorme crueldad, agreguemos, consciente o inconscientemente festejada. Todo ello alentado, además, por una prensa complaciente, por no decir genuflexa, respecto de la voluntad “imperial”.
El Gobierno siente euforia; la oposición no encuentra su sentido; la pobreza ocupa los compungidos rostros de los humildes. Se escuchan conceptos atroces, expresiones de un egoísmo orgulloso de su desprecio hacia todo gesto de solidaridad. Fuimos un país industrial; lo poco que queda es cuestionado por esa ridícula frase de que “proteger es cazar en un zoológico”. Luego está el ejemplo del admirado presidente Donald Trump, quien, asumiendo sus debilidades, eleva todas las barreras proteccionistas. Pareciera que Milei está enamorado de las formas, ignorando la importancia de los contenidos.
Cada tanto, algún desubicado cree recordar que fuimos ricos hace cien años, confundiendo infamemente un país con grandes fortunas con una sociedad integrada. Los pueblos disfrutan de la virtud de la riqueza solo cuando viene acompañada de la justicia de la distribución, ese desafío de la política que se llama integración social.
Un empresario poco digno de respeto nos pide que dejemos de comer carne y agrega que solo lo privado genera riqueza. Nadie se atreve a asumir que las privatizaciones de lo que da pérdida son un simple medio para asegurar la corrupción. En el país de origen de este empresario, agresivo y despiadado, la salud, los ferrocarriles y las limitaciones a la concentración son virtudes centrales del Estado. Cuando un diputado dice que “proteger es cazar en un zoológico”, comete dos errores: primero, negar por ignorancia la realidad de todas las sociedades democráticas actuales; y segundo, lo más importante, dar por sentado que la ganancia de unos pocos supera la necesidad laboral de un pueblo.
Difícil momento, en que los acuerdos espurios dejan en claro que el actual gobierno no vino a destruir a la casta, sino simplemente a sustituirla. Duele la cantidad de espíritus inocentes que, huyendo del patético gobierno anterior, no abandonan la expectativa que los llevó a elegir al actual. Las elecciones del país hermano, Uruguay, nos generan envidia al mostrar el único rumbo hacia los logros deseables como país: el de un proyecto común compartido. Si tomamos otro ejemplo, Brasil, podemos comprobar las distancias entre Lula y Bolsonaro, aunque ninguno de ellos alteró la política exterior generada en Itamaraty.
Tenemos un gobierno que llama la atención del mundo, no por su proyecto y su cordura, claro está, sino por la arrogante manera de cuestionar todos los senderos humanos del sentido común. Una sociedad que lleva medio siglo de fracasos inventa una receta que imagina superadora mientras expresa en formas y contenidos la mayor reiteración de nuestros ominosos momentos del pasado. La baja del consumo, la pérdida de empleo y la desesperanza que impera en los sectores afectados por esta realidad cruel son datos que nos hablan de la demencia de intentar nuevamente la imposición de un proyecto minoritario sobre la necesidad de recuperar el destino colectivo.
No soy pesimista al decir que no hay salida y que esta no es la vía. No necesito recurrir a las encuestas para saberlo: los grandes grupos económicos solo piensan en sus ganancias, los economistas suelen ser sus empleados, y solo los políticos, en su verdadera dimensión, pueden pensar nuevamente en un proyecto de nación. En el presente, al no haber políticos, no hay propuestas y, en consecuencia, tampoco se vislumbra una salida que dignifique a nuestro país.