Franklin D. Roosevelt impuso una expresión –el “new deal”- para significar una “nueva relación” entre el Estado y la Sociedad, una nueva política dirigida a superar la profunda crisis que en los años 30′ afectaba a la economía estadounidense y de allí al resto del mundo.
El “nuevo trato” se basó, fundamentalmente, en el impulso de la presencia gubernamental, en general por vía regulatoria y fiscal, con un marcado intervencionismo que comenzó a ser desmontado recién con las presidencias de Ronald Reagan.
La “menemista” en los noventa, como la actual conducida por el Presidente Milei, constituyen una especie de “new deal”, aunque al revés. Si el “rooselvetiano” superó la situación mediante la intervención del Estado, nuestro Carlos Menem lo hizo desde el impulso de los privados, sin perjuicio de la intervención del Estado en aquellos casos en que resultaba necesario e indispensable, especialmente brindando un marco de estabilidad económica y razonabilidad en la gestión de los recursos y gastos públicos.
En definitiva, en ambos casos, se trata de la aplicación del principio de subsidiariedad según el cual las organizaciones mayores no deben hacer aquello de lo que son capaces las menores, aunque si deben hacer, en cambio, aquello que las organizaciones menores no pueden o no deben (por ejemplo, defensa nacional).
El Bien Común, causa final de la comunidad política, según la acertada enseñanza aristotélico-tomista, es subsidiario cuando es buscado y realizado directamente (lo que es un cometido de la Autoridad política) y es consecuencial cuando se produce por el efecto benéfico que, por sí misma, toda acción humana virtuosa[1] tiene sobre la comunidad: persiguiendo mi bien propio coadyuvo necesariamente al Bien Común.
El constitucionalismo moderno nació con, en lo sustancial, esa misma idea: para la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos (1776) es una verdad autoevidente que, junto con la creación igualitaria, todos los hombres han sido dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables: la vida, la libertad, la búsqueda de la felicidad.
“Para garantizar estos derechos (reza el texto) se instituyen entre los hombres los gobiernos…”. El mismo principio prima en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: “La finalidad de cualquier asociación política es la protección de los derechos naturales e imprescriptibles del Hombre. Tales derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión” (art. 2). Es decir, el papel de la Autoridad o Gobierno comienza cuando los individuos no pueden por sí mismos afirmar aquellos derechos naturales, imprescriptibles e inalienables. Es decir, la aplicación práctica de la subsidiariedad.
Nuestra Constitución, aunque sin decirlo expresamente, aplica, en todo su texto, el principio de subsidiariedad. Los derechos pertenecen a los individuos (art. 14 y cc) mientras que en lo que hace al progreso general del país, al Gobierno le cabe “proveer lo conducente a…” (art. 75, incs. 18 y 19). Recordemos que “proveer” significa preparar o reunir lo necesario para un fin, es decir, no lleva a realizar el fin de que se trate, sino generar las condiciones para ello. Precisamente, el Bien Común es definido como un conjunto de condiciones que permiten y ayudan a las asociaciones menores y a los individuos a obtener su propio bien personal[2].
En el punto, la norma central de nuestra Constitución es la contenida en el art. 19: Recordemos su texto: “Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están solo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados. Ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe”.
Recordemos también que el último párrafo de la norma tiene indudable inspiración en el art.5 de la Declaración de 1789, pero la parte inicial reconoce orígenes locales, debido a la pluma del presbítero Antonio Saenz en el proyecto de Constitución de la Sociedad Patriótica de 1813, para de allí pasar al Estatuto Provisorio de 1815, repetirse en el Reglamento de 1817 y luego en los intentos constitucionales de 1819 y 1826 (arts 162 y 163) para quedar plasmado en la extraordinaria norma del art. 19 vigente[3].
La privacidad contemplada por el art. 19 no sólo se refiere a lo que ocurre dentro de las paredes de nuestra casa y de nuestra conciencia, en lo que podemos llamar el “fuero interno”, sino a todas aquellas actividades que, con respecto al Bien Común, son sólo “consecuenciales”.
Estas últimas, en la medida en que la consecuencia (con más razón si se tratase de un fin directamente querido) no afecte de “alguna manera” al Bien Común (el orden y la moral pública, el daño –sin derecho- a un tercero) quedan ajenas de la esfera pública, la que solo toma relieve, subsidiariamente, en tanto es “la autoridad de los magistrados” la fuerza exclusiva capaz de recomponer el orden (Bien Común) dañado.
El Gobierno dirigido por Carlos Menem finalizó en diciembre de 1999. A partir de allí nuestro país comenzó una etapa de declive sin interrupción y sin parangón. Volvió el estatismo, el populismo, y con ello la inflación (cercana a la “híper”) el aumento explosivo de la pobreza (lógico: es la clientela necesaria para el populismo), el endeudamiento público desmedido, el desprestigio internacional.
Hemos comenzado un nuevo y virtuoso camino. Esta vez será definitivo.
[1] Se trata de la virtud de la justicia, especialmente de la denominada “justicia general, legal o del Bien Común”. En definitiva, la acción humana es virtuosa cuando cumple con los tres preceptos del derecho y de la moral, según ya lo enseñaba Ulpiano: vivir honestamente, no dañar al otro, dar a cada uno lo suyo. Estas tres reglas de conducta son cumplidas, en la gran mayoría de los casos, espontáneamente (por eso se trata de una virtud, es decir, un hábito bueno), y conducen, como guiados por una “mano invisible” (Adam Smith) que no es otra que la brindada por la tomista justicia general, a que el logro del bien individual beneficie también, a la vez y espontáneamente, al Bien Común.
[2] Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, nº 74: “El bien común abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección”.
[3] No existe texto similar en la Constitución de los Estados Unidos, donde la jurisprudencia ha debido recurrir a una interpretación “exuberante” de la garantía del debido proceso para llegar a soluciones que nuestra Constitución permite con mayor simplicidad.