Los recientes actos de violencia en Ámsterdam encienden una vez más una alarma y nos invitan a reflexionar profundamente. ¿Cómo es posible, a esta altura del desarrollo de la humanidad, que alguien elija dañar, matar, sin respeto alguno por la vida y la singularidad del otro? Esta situación me lleva a pensar en el trabajo que realizamos desde hace años en Fundación FLOR: construir liderazgos responsables. Es decir, personas capaces de transformar su “metro cuadrado” de manera respetuosa, que escuchen, valoren la diversidad y que construyan puentes en lugar de paredes.
La mayor responsabilidad de quienes ocupan cargos de liderazgo, ya sea en el ámbito público o privado, es ejercer una influencia que trascienda sus intereses individuales y promueva el bienestar colectivo. Cuando líderes, ejecutivos y funcionarios públicos eluden esta responsabilidad, no solo perjudican a sus propias instituciones, sino que también contribuyen a una insostenibilidad global de consecuencias profundas. Esto no es una preocupación abstracta: estudios recientes demuestran que la falta de liderazgo responsable tiene un costo económico, social y medioambiental tangible y creciente.
Por ejemplo, el Fondo Monetario Internacional (FMI) estima que la corrupción y la falta de liderazgo ético en el sector público pueden costarle al mundo hasta 3,6 billones de dólares al año, una cifra que no solo afecta las economías de los países emergentes, sino que también intensifica la desigualdad a nivel global (FMI). Un informe del World Economic Forum confirma que la corrupción y la mala gobernanza obstaculizan el progreso en temas críticos como el cambio climático y el desarrollo sostenible (World Economic Forum). La percepción de corrupción en países como China, Brasil e India revela el escepticismo de la población ante sus líderes, afectando la confianza en las instituciones y la cohesión social (World Economic Forum).
En el ámbito empresarial, las expectativas son igualmente elevadas. Un estudio de PwC muestra que el 76% de los consumidores espera que las empresas actúen en favor del bien común y se pronuncien sobre temas sociales relevantes, mientras que el 86% de los empleados considera que el compromiso ético de sus líderes impacta en su motivación y lealtad (PwC). Sin embargo, solo el 35% de los clientes y el 42% de los empleados confían en sus empresas, en contraste con la percepción de los directivos, quienes creen que esa confianza es mucho mayor.
El odio y la violencia tienen un impacto económico devastador en las sociedades, y los ataques terroristas son un ejemplo alarmante de esta realidad. Según datos recientes, los ataques en Israel en 2024 y el aumento de incidentes en países como Burkina Faso han generado pérdidas que se estiman en miles de millones de dólares, afectando la infraestructura, el comercio y la inversión extranjera (Índice de Terrorismo Global 2024). Este costo económico subraya la urgencia de que el sector privado asuma un rol activo en la construcción de una cultura de paz y respeto. Las empresas, más allá de la rentabilidad, tienen la responsabilidad de promover espacios de inclusión y diálogo, mitigando la polarización que alimenta el odio. A través de prácticas de liderazgo ético y de políticas que fomenten el respeto y la empatía, el sector privado puede convertirse en un aliado crucial en la construcción de una sociedad más equitativa y libre de violencia.
Vivimos en un tiempo donde los extremos parecen dominarnos, imponiendo una visión en blanco y negro que deja poco espacio para el entendimiento y el respeto. Por eso, es fundamental crear espacios para el diálogo y la empatía, que nos permitan salir de la lógica de la polarización y la violencia. Es una responsabilidad que todos compartimos.
En Fundación FLOR creemos que el liderazgo responsable es un eje transformador de la sociedad. La capacidad de un líder para actuar en beneficio de su “metro cuadrado” y, a la vez, influir en un entorno más amplio puede marcar la diferencia entre una sociedad que construye puentes y una que cava fosas. La sostenibilidad de nuestro futuro depende de ello, de líderes que sean capaces de pensar en el largo plazo y actuar con el compromiso de transformar positivamente a sus comunidades.
La urgencia de actuar es clara: necesitamos crear puentes para el diálogo, fomentar una convivencia que valore la diversidad y dignifique a cada ser humano. Liderar con responsabilidad implica no ceder a la indiferencia. Cada uno de nosotros tiene un papel en la construcción de la paz, una paz que solo será posible si transformamos lo que nos rodea, un metro cuadrado a la vez.