Si las familias quieren que aprueben, los docentes quieren que aprueben y los chicos quieren aprobar, ¿dónde quedó el aprender? Todos queremos que los chicos obtengan buenas notas y pasen de año. Pero, ¿cuánto de eso realmente les queda?
La confusión entre aprobar y aprender es cada vez más evidente. Aprobar es cumplir con una meta a corto plazo: el estudiante responde lo justo y necesario en un examen, repite algunos conceptos en un trabajo práctico o presentación y obtiene la nota suficiente para continuar al siguiente nivel. Aprender, en cambio, significa mucho más. Implica entender, internalizar y conectar nuevos conocimientos con lo que ya se sabe. Aprender es abrir puertas a nuevas maneras de pensar y actuar.
John Dewey, uno de los grandes pedagogos del siglo XX, decía que “la educación no es preparación para la vida, sino que es la vida misma”. Esta cita desafía nuestra noción actual de aprendizaje, en la que muchas veces el objetivo es llegar a una nota, un número, más que lograr una comprensión profunda y duradera. ¿Cómo podríamos transformar nuestro sistema para que, en lugar de “preparar” a los chicos para la vida, les demos la posibilidad de vivir realmente la experiencia de aprender?
La diferencia entre aprender y aprobar no es un simple matiz; es un cambio de perspectiva que requiere la colaboración de todos los actores en la educación. La familia también juega un rol esencial en el valor que se le da al aprendizaje. Si la conversación en el hogar gira únicamente en torno a los resultados de los exámenes, los chicos reciben el mensaje de que la aprobación es el fin, y no el aprendizaje en sí mismo. Sin embargo, si en casa se refuerzan actitudes como la curiosidad, la perseverancia y el deseo de descubrir, el aprendizaje se convierte en una búsqueda más auténtica y significativa.
Los docentes, por su parte, tampoco la tienen fácil: también enfrentan la presión de las notas, de los tiempos y de los programas, pero tienen el poder de cambiar el enfoque dentro del aula. En lugar de centrarse en que los estudiantes retengan una serie de datos para pasar un examen, pueden inspirarlos a pensar, a explorar, a cuestionarse y a encontrar sentido en lo que están aprendiendo. Esta actitud tiene el potencial de cambiar las expectativas y valores de sus estudiantes, y es una semilla muy poderosa.
Una de las trampas que nos ha puesto el sistema educativo es la obsesión por las calificaciones-las métricas. Queremos medirlo todo, y en esa búsqueda de resultados, nos olvidamos de lo fundamental. El aprendizaje no siempre puede ser cuantificado de manera inmediata; es un proceso que a veces lleva tiempo en mostrarse. En una prueba, podemos evaluar si alguien ha memorizado un contenido, pero eso no significa que lo haya entendido realmente o que pueda aplicarlo en la vida cotidiana.
Al final de cada ciclo lectivo, el sistema parece pedir cuentas sobre quiénes aprobaron, quiénes promocionaron, y en qué asignaturas se cumplió el programa, como si esos fueran los indicadores de éxito educativo. Nos falta preguntarnos por el aprendizaje profundo y duradero. ¿Nuestros alumnos han aprendido a ser más reflexivos, a resolver problemas de la vida diaria, a convivir y respetar al otro? El aprendizaje, como bien decía Vygotsky, es un proceso social y significativo que va mucho más allá de los exámenes.
Definir el éxito académico no debería estar atado solo a una nota. El verdadero éxito en la educación se mide en la capacidad de los estudiantes para enfrentar el mundo con herramientas sólidas, no solo con información. Necesitamos que se gradúen personas que sepan pensar críticamente, que puedan trabajar en equipo, que comprendan el valor del esfuerzo y la importancia de aprender de los errores.
¿Por qué no apostar, entonces, a una educación que valore más las preguntas que las respuestas correctas? Enseñar a los estudiantes a tener curiosidad, a explorar y a desafiar sus propios límites es, en el fondo, una inversión en su futuro.
Es tiempo de romper con la dicotomía entre aprobar y aprender. Deberíamos dejar de verlos como elementos separados y entender que el verdadero aprobar surge del aprendizaje. Debemos enseñarles a los chicos a ver el valor de aprender, más allá del resultado inmediato. Estudiar y aprender es un acto de amor a su yo del futuro. Es importante reconocer y celebrar el esfuerzo, la mejora y los avances personales, en lugar de enfocarnos solamente en la nota final.
Este enfoque requiere un cambio profundo en nuestra mentalidad, porque implica darle al aprendizaje un valor intrínseco, más allá de las recompensas externas.
Para quienes estamos involucrados en la educación, es fundamental cambiar el paradigma que sostiene esta obsesión por aprobar. Cuando un docente se convierte en un facilitador del aprendizaje y no solo en el transmisor de conocimientos para un examen, transforma el aula en un espacio de creación y descubrimiento, en donde el aprobar pasa a ser una consecuencia del aprender. Aprobar, viene, en este caso, por añadidura.
Si todos los actores –familias, directivos y docentes– estamos dispuestos a priorizar el aprendizaje sobre la aprobación, podremos crear una cultura educativa que premie la curiosidad y la perseverancia, y no solo la conformidad.
Imaginemos un sistema donde los exámenes se transformen en una oportunidad de reflexión y autoevaluación, donde los estudiantes puedan entender en qué necesitan mejorar, sin el miedo de ser “calificados” con una etiqueta de aprobado o desaprobado. Un sistema así fomentaría la resiliencia y la auto-motivación, habilidades esenciales para enfrentar los desafíos de la vida adulta.
En este cierre de año lectivo, mientras celebramos los logros de nuestros estudiantes, preguntémonos si estamos realmente ayudándolos a ser personas que piensen por sí mismas, que busquen el conocimiento y que amen aprender. Reconozcamos la importancia de guiarlos hacia un aprendizaje que vaya más allá de los exámenes y que tenga un impacto real en sus vidas.
Termina otro ciclo, pero nuestro compromiso sigue. Que la educación sea un espacio de crecimiento, donde aprender sea el verdadero objetivo, y aprobar, una consecuencia natural de ese proceso. La verdadera educación no solo busca que los estudiantes lleguen al final de un ciclo, sino que nos preguntemos cómo llegan al final de ese ciclo.