La revolución silenciosa: hacia una educación superior transformadora

El nuevo mundo globalizado impone implementar metodologías de aprendizaje activo que pongan al alumno en el centro del proceso educativo

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Con este cambio de enfoque, se logrará que los estudiantes aprendan a pensar críticamente y a resolver problemas complejos (Foto: Colprensa)
Con este cambio de enfoque, se logrará que los estudiantes aprendan a pensar críticamente y a resolver problemas complejos (Foto: Colprensa)

La educación universitaria, en general, ha estado centrada en el desarrollo de habilidades cognitivas, más allá de las carreras que requieren destrezas prácticas y se han ocupado de trabajarlas. Pero, en un mundo globalizado y cada vez más complejo, en la era del conocimiento, donde la información está al alcance de un clic, la educación superior enfrenta un desafío crucial: ¿cómo preparar a los futuros profesionales para un mundo que cambia rápida y abruptamente?

La respuesta radica en implementar metodologías de aprendizaje activo que pongan al alumno en el centro del proceso educativo, a través de las cuales desarrollen pensamiento crítico, fomenten la habilidad de aprender a aprender y promuevan una comprensión profunda de la realidad en las que deberán actuar en la vida profesional, impensadas décadas atrás.

Tradicionalmente, muchas instituciones de educación superior han adoptado un modelo centrado en la enseñanza, donde los profesores son los principales transmisores de conocimiento y los estudiantes se convierten en receptores pasivos. Ejemplos hay en demasía, basta con que quien esté leyendo la nota recuerde alguna escena de su biografía escolar: un docente en el frente y decenas de alumnos quietos y en silencio, como si esto fuera sinónimo de aprendizaje. Sin embargo, esta metodología ha demostrado ser insuficiente para formar a los estudiantes con las competencias necesarias para enfrentar los desafíos de esta centuria, tan disímiles a las del siglo XX.

La cuestión es cómo “mover las cabezas” de quienes tienen cátedras y siguen enseñando tradicionalmente para que puedan promover aprendizajes más activos; es decir, estrategias pedagógicas que involucren a los estudiantes en su propio proceso de aprendizaje. Esto incluye metodologías como el aprendizaje basado en problemas, el aprendizaje autónomo y a su vez colaborativo, y el uso de tecnologías interactivas. De este modo, en lugar de escuchar la clase meramente expositiva durante horas, los alumnos participan en debates, proyectos grupales, búsquedas bibliográficas y experiencias prácticas que fomentan una comprensión más significativa.

Con este cambio de posicionamiento en el aula por parte del profesor, los estudiantes aprenden a pensar críticamente, a resolver problemas complejos y a seguir aprendiendo, habilidades que son altamente valoradas por los empleadores. Hay que destacar que esto no va en desmedro de aprender conocimientos fundamentales en un área, sino que investigaciones muestran que las experiencias prácticas y participativas ayudan a los estudiantes a retener información por más tiempo y saber aplicarlas en los contextos específicos.

Asimismo, al asumir un papel activo, los estudiantes desarrollan una mayor autodisciplina y motivación intrínseca para aprender, ayudándolos a tomar conciencia de qué saben, qué necesitan saber y cómo van aprendiendo los contenidos de cada materia.

Otro punto fundamental es la preparación para el trabajo en equipo, una competencia primordial para los profesionales de hoy, ya que, en determinados entornos, la capacidad de colaborar con otros es fundamental y para ello se necesitan habilidades interpersonales y de trabajo cooperativo.

En esta forma de trabajo, donde el alumno toma protagonismo, si bien se aprecian muchos beneficios, su implementación no está exenta de desafíos. Los docentes deben estar capacitados para facilitar estas nuevas formas de abordar el conocimiento en la clase y las instituciones deben estar dispuestas a invertir en capacitación docente, en recursos tecnológicos y en espacios adecuados para fomentar esta interacción, ya que aulas con 80 o 100 alumnos no solo no los incluyen, sino que los expulsan.

Otro tema no menos fundamental es repensar la evaluación universitaria. Los exámenes tradicionales, basados en la memorización y la reproducción de contenidos, no siempre reflejan de manera precisa las competencias que los estudiantes han adquirido o, al menos, que deberían adquirir. Se debe apostar por evaluaciones más holísticas que consideren no solo el conocimiento teórico, sino también la capacidad crítica, la creatividad, el trabajo en equipo y la habilidad para resolver problemas. Las evaluaciones formativas, con instancias puntuales, que permiten retroalimentación continua, un ida y vuelta entre docentes y estudiantes, son una excelente herramienta para guiar el proceso de enseñanza, dando al profesor no solo indicios de cómo están aprendiendo los alumnos, sino que asegura que los estudiantes desarrollen competencias útiles para su futuro profesional.

Si bien hay experiencias innovadoras en algunas universidades o profesorados, en general es necesario plantear un cambio. La educación superior debe evolucionar hacia un modelo que priorice el aprendizaje activo como una forma de empoderar a los estudiantes y de transformarlos en protagonistas de sus propios procesos de aprendizajes. Al hacerlo, no solo mejoramos su experiencia educativa, sino que también preparamos a las futuras generaciones para ser líderes innovadores y pensadores críticos en una sociedad cada vez más compleja y cambiante. Es hora de reimaginar nuestras aulas y valorar la voz del alumno como una fuerza vital en su propio proceso educativo.

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