Si bien su avanzada edad, 93 años, lo hacían un hecho previsible, la triste noticia me encontró absorto en la primera línea de lucha contra el llaryorismo desde una banca en la Legislatura de Córdoba.
Precisamente, el llaryorismo, como lo fue el kirchnerismo en Santa Cruz, es un proyecto político con características propias del fascismo de izquierda que, sin dudas, el ilustre pensador porteño hubiera denunciado y combatido.
Por tanto, recién unos días después de su deceso caigo en la cuenta de lo mucho que le debo desde el punto de vista intelectual y político a Juan José, a quien solo vi en persona un puñado de veces, siempre en el Instituto Hannah Arendt, cuando integraba la Coalición Cívica.
Me hubiera gustado conversar con él algo que sí pude hacer con su amigo y coautor de Desobediencia civil y libertad responsable, Marcelo Gioffré.
Desde mi visión, la democracia llegó a la Argentina de la mano de Raúl Alfonsín en 1983; la república se salvó con Mauricio Macri y Cambiemos en 2015 para, en 2023, iniciar un período de liberación económica con Javier Milei como presidente en el orden federal del Gobierno.
¿Qué pasó con las provincias? ¿De qué forma encajan en esta historia, como las denomina el politólogo Carlos Gervasoni, los estados subnacionales?
Basta un simple sobrevuelo para advertir que sus hermosos paisajes están regados de caudillos autoritarios, regímenes de partido hegemónico o único, economías feudalizadas basadas en el empleo público y prebendas medievales, medios de comunicación adictos al poder político y servicios de justicia (sic, pues la mayoría no son “poderes judiciales”) concebidos para garantizar la impunidad de la casta dominante.
Con esta convicción, de la que Córdoba no es ajena, al estar en manos de los mismos ininterrumpidamente desde 1999, es que en abril de este año, tomé la decisión más difícil en mis 32 años de vida: desafiliarme de la Coalición Cívica, partido al que pertenecí durante 15 años.
¿Qué tuvo que ocurrir para que tomara semejante decisión, impensada solo un año antes?
Los hechos fundamentales fueron dos: Elisa Carrió, fundadora y única líder del partido, celebró un acuerdo inconsulto con los caciques del peronismo cordobés: Juan Schiaretti y Martín Llaryora.
Mediante el cual, el partido se fusionaría en el mismo bloque con ellos en la Cámara de Diputados de la Nación y, por lo tanto, se abría una perspectiva de confluir electoralmente en un mismo armado de centro o socialdemócrata para 2025.
En segundo lugar, a pesar de la debilidad institucional del nuevo gobierno de La Libertad Avanza, Elisa Carrió declararía disuelta la alianza Juntos por el Cambio y, a contramano de Mauricio Macri y de Patricia Bullrich, férrea opositora a Javier Milei.
De esta forma, borraba de un plumazo dos elementos centrales que habían constituido nuestra identidad política y mi ferviente adhesión a esa fuerza, por ella fundada en 2001.
La primera: la lucha contra la corrupción. ¿Cómo iba a formar parte el partido que más hizo durante el kirchnerismo contra la corrupción del mismo espacio con un partido provincial de características feudales, que tiene serios problemas con la ética pública y la transparencia, por ser diplomático en la forma de explicarlo?
La segunda: la consolidación constitucional de la república.
Durante las dos primeras décadas del siglo XXI, Elisa Carrió hizo del respeto a la investidura presidencial un culto.
Denunció, al igual que lo hizo Milei en Córdoba, en la Fundación Mediterránea, el pacto espurio entre Alfonsín y Duhalde que signó la caída de Fernando de la Rúa en 2001.
Fustigó a Julio Cobos por su deslealtad con quien encabezó la fórmula que lo llevó al cargo de vicepresidente, la propia Cristina Kirchner, a pesar de haber también militado y votado en contra de la nefasta resolución 125 del ministro Martín Lousteau y del secretario Guillermo Moreno.
Defendió a Alberto Fernández de los embates de su propia vice, Cristina Kirchner, incluso ordenando a su partido acompañar medidas polémicas de este desastroso último gobierno peronista, como el acuerdo con el FMI y el pliego del juez federal Daniel Rafecas para procurador general, a pesar de haber sido quien, entre otras reprochables decisiones, había sido quien desestimó in límine la denuncia del fiscal Alberto Nisman por el encubrimiento del atentado a la AMIA por parte de Cristina Kirchner y su infame pacto con la teocracia terrorista de Irán.
Con estos antecedentes de lealtad constitucional y de respeto a la investidura presidencial, con independencia de la afinidad política o ideológica, ¿cómo se explica ahora que esta misma líder política se oponga de manera rabiosa a un presidente electo por el 56% de los votos, pero que sólo cuenta con el 15% de los diputados, el 10% de los senadores, el 0% de los gobernadores y el 0% de los intendentes?
El profesor de Harvard Steven Levitsky acertó cuando alertó sobre las tiranías de las mayorías y cómo las democracias pueden morir desde adentro.
Ahora bien, ¿qué pasa con las tiranías de las minorías? ¿qué pasa cuando burocracias partidarias se apegan tanto a supuestos dogmas, y a créditos del pasado, que de tan republicanas se vuelven anti-democráticas, por no advertir en ellas también cierta pulsión golpista?
Jamás hubiera realizado semejante pregunta, hasta que escuché de boca de la propia Lilita, en una entrevista radial, que el Gobierno de Javier Milei puede caer el año que viene si Cristina Kirchner gana la provincia de Buenos Aires.
Si es cierto que el Gobierno puede caer, da por sentada su debilidad institucional y poco apoyo. En consecuencia, ¿por qué no dejó sus legítimas diferencias filosóficas y conceptuales de lado, para sostener al gobierno institucionalmente más débil desde el retorno de la democracia, como sí lo hizo con presidentes radicales y peronistas?
Además, hay que recordar que los hermanos Karina y Javier Milei recién anunciaron la creación de su propio partido hace poco más de un mes, con un acto en Parque Lezama. Con lo cual estamos hablando de un Gobierno que llegó sin siquiera tener un partido propio.
Juan José Sebreli fue sin dudas una guía intelectual para la mayoría de quienes integramos la Coalición Cívica.
Si dividimos, a modo de simplificación conceptual, la política en tres ejes: el económico, el político y el social-cultural, es seguro que Juan José se definía como liberal en todos.
En uno de ellos, sin embargo, tengo una visión distinta, quizás generacional, a la de la mayoría de los convencionales constituyentes de 1994, como mi querido maestro (y pariente) Antonio María Hernández: no es posible adherir a filosofías políticas ni a tratados internacionales de derechos humanos ni a políticas públicas que impliquen un aumento del gasto social de manera anumérica. Sin una expresión detallada y concreta que manifieste de qué manera, qué actores y en qué proporción se financiarán esos programas rawlseanos que tanto fascinan a los socialdemócratas argentinos, no estoy de acuerdo de avanzar de igual modo al pensamiento mágico del “pague Dios”. Porque sabemos que ese “pague Dios” tiene nombre y apellido: deuda, inflación, impuestos o las tres juntas.
En este orden de ideas, después de la dura derrota sufrida por Horacio Rodríguez Larreta en 2023, bajo cuya pre-candidatura la Coalición Cívica se subordinó por completo, creí que era tiempo de reflexionar. Era tiempo de humildad, como en toda crisis. Era tiempo de autocrítica. Así es como llegué al libro “Lilita” de Laura Serra.
Entre aquellas páginas caí en la cuenta de algo que, quizás para quienes nos veían desde afuera, era evidente desde siempre: pelear desde adentro porque ella aceptara el liberalismo en lo económico sería una lucha desgastante e infructuosa.
Ella nunca aceptaría la noción de que para lograr el equilibrio fiscal había que asumir duros ajustes y sacrificios.
Javier Milei y Patricia Bullrich, a quien le terminé dando la razón en una larga reunión que tuvimos este año, en cambio, sí.
Por ese motivo, entre otros, es que pudieron interpretar una corriente democrática y legítima de opinión pública que se cansó de los políticos, periodistas y religiosos anuméricos, buenistas y pobristas.
Aquellos que “no vieron” que el consenso socialdemócrata que constitucionalizó la reforma de 1994 ignoraba por completo la forma en la que muchos de aquellos principios, postulados y deberes impuestos al estado no se iban a poder financiar sin un abandono total del dogma económico peronista: que el Estado debe dedicarse a redistribuir la torta a como de lugar, aunque esta torta haya quedado reducida a una penosa galletita de agua.
“Si no cambiamos el modelo y abrazamos las ideas de la libertad, la Argentina pasará de tener el 50% de pobres a ser la villa miseria más grande del mundo”, lanzó Javier Milei y ganó las elecciones.
A casi un año de su triunfo electoral, es noble reconocer que viene cumpliendo: la Ley Bases marca un rumbo pro mercado (que no es lo mismo que pro empresa) que el país pedía a gritos y la reducción de la inflación es un hecho.
Esta corriente que se abrió paso como una tromba por debajo del palacio otrora copado íntegramente por congresistas y dirigentes políticos argentinos socialdemócratas fue como una explosión que dinamitó incluso estructuras que parecían parte del paisaje natural del país.
Como escribió Marcelo Gioffré en un maravilloso texto que publicó en homenaje post mortem a su amigo, cuando el mundo cambia y uno se resiste a cambiar con él, corre el riesgo de convertirse en sectario.
Puedo asegurar que nada me duele más que afirmar esta convicción a la que llegué. A eso quedó reducido el partido que integré por 15 años y que amé con locura: a una secta.
Desde la cual, además, me veía imposibilitado de ejercer el rol para el cual fui electo como legislador por la oposición el 25 de junio de 2023, dada la orden que había recibido de mi entonces líder de no cuestionar a quien gobernara tres veces Córdoba, con espantosos resultados en materia social: el ex candidato presidencial y promesa del centrismo socialdemócrata argentino, Juan Schiaretti.
¿Si había entrado a este partido político precisamente para levantar mi voz contra la corrupción y el abuso del poder, cómo podía acceder a que el precio para permanecer en él significara el silencio frente a las injusticias?
A falta de poder material, una identidad nítida y posiciones claras, sin ambigüedad, son la única forma de ofrecer resistencia a regímenes autoritarios, aunque el costo a pagar en materia de soledad, persecución e incomprensión sea enorme.
No obstante, el quiebre definitivo vino con las denominadas marchas universitarias y las votaciones de las leyes de financiamiento universitario y de jubilaciones en el Congreso.
Fue evidente que la estrategia pergeñada por los ideólogos de aquellos procesos parlamentarios y su correlato callejero, como Emiliano Yacobitti, lo que buscaban no era una mejoría en las condiciones salariales y jubilatorias reales de estos dos grupos de la sociedad argentina, sino quebrar la legitimidad de origen del presidente Milei, forzándolo a traicionar su principal postulado ideológico y de campaña: el equilibrio fiscal.
Pues, ¿cuánto se puede esperar que dure un Gobierno con prácticamente nulo apoyo institucional propio y que, además, rompe su principal promesa electoral a su núcleo duro de votantes?
En un país con funestos antecedentes en materia de caídas anticipadas de gobiernos de iure, que vivió, al menos, ocho golpes de estado entre cívicos y cívico-militares, este no representa un problema menor.
En este orden de ideas, es que entendí que la lucha por la construcción de una democracia republicana y liberal implicaba promover las ideas de un líder a quien, no sólo que no había votado, sino que había criticado. ¿Cambio? Seguro. ¿Contradicción? No lo sé. La opinión es libre, resumía el maestro Carlos Santiago Fayt.
Lo cierto es que hoy existe un centrismo socialdemócrata y socialista que se resiste a asumir su cuota de responsabilidad en las condiciones deplorables en las que vive el pueblo argentino.
Ese mismo que repite las mismas descalificaciones emocionales que repetía una y otra vez el kirchnerismo, a través de su aparato de propaganda: que Milei y sus seguidores tienen: “odio” (Emilio Monzó dixit), “falta de empatía” y “crueldad”.
De esta forma, si se vetan leyes que buscan darles aumentos a determinados sectores, no es porque de tantos corruptos, ladrones, ineptos y demagogos irresponsables que ha habido durante décadas en el manejo de los estados federal y subnacionales, nos hayamos quedado “sin plata”, sino porque la psicología imperante del nuevo Gobierno está inundada de emociones viles y negativas, como la crueldad, la falta de empatía y el odio.
Vale recordar al elenco permanente del programa ícono del kirchnerismo, “678″ que repetía, paradójicamente, lo mismo que hoy repiten los opositores de centro y socialdemócratas: sus adversarios son cultores del odio.
Mientras que ellos, claro está, son los únicos representantes del amor
De manera tal que el nivel del debate público que postula el kirchnerismo, puramente propagandístico, emocional, anumérico e irracional, del amor (ellos) vs. el odio (los demás) pasamos a un eje integrado no sólo por la izquierda, los K, sino ahora también por centristas y socialdemócratas, que denuncian que ellos sí son la bondad y la empatía, siendo La Libertad Avanza y sus aliados mera encarnación de crueldad y odio.
En el año que lleva Javier Milei en la presidencia por el voto popular las instituciones no han hecho otra cosa que fortalecerse.
Desde el punto de vista democrático, se logró la tan ansiada reforma electoral que consagra la boleta única de sufragio.
Con ese instrumento vigente, es posible aventurar que Cristina Kirchner nunca hubiera sido presidente.
No se puede saber, por ser contrafáctico. Lo que sí es cierto es que ningún gobierno populista de pretensión totalitaria impulsaría un mecanismo de votación que le dé más transparencia y libertad al elector.
Desde el punto de vista republicano, pasamos de un esquema en el cual el Congreso era sistemáticamente despreciado como el actor central de la política, a uno en el cual pasó a dirimir aspectos clave del juego económico, político e institucional del país.
En efecto, mientras que Cristina Kirchner le negaba toda entidad, al asegurar que los legisladores eran meras marionetas del poder económico concentrado, único poder real a su misma altura para debatir, pasamos a un Congreso que rechazó el primer DNU de la historia, recibió en comisiones a prácticamente todos los ministros del Poder Ejecutivo, e incluso al propio Presidente, quien compareció en persona para pedir el apoyo a su primera ley de presupuesto.
El proyecto democrático, republicano y liberal en la Argentina estará inacabado hasta que sus principales partidos, o al menos, uno muy poderoso, abrace las ideas de la libertad tanto en lo político, como en lo económico, y tanto en el orden federal como en el provincial.
Este es mi pequeño homenaje en agradecimiento a la vida y obra de Juan José Sebreli.
Quien, como Hannah Arendt, abrazó la búsqueda de la verdad como un camino de libertad interior que resultó imposible de doblegar.