A jugar se aprende, ¡y se enseña!

La falta de tiempo, la gran cantidad de contenidos que tienen que enseñar y el supuesto de que a los chicos y chicas mayores ya no les interesa jugar son algunos de los argumentos que comparten los docentes

El juego es un concepto complejo de definir: involucra aspectos biológicos, antropológicos, psicológicos, sociológicos y culturales que suponen entrecruzar categorías diversas (Freepik)

Incluir juegos en el aula como parte de propuestas de enseñanza es uno de los tantos desafíos que enfrentamos hoy los docentes. La sociedad reclama una aproximación al aprendizaje más acorde con los tiempos que corren: más ágil y dinámica, que despierte interés en los estudiantes, que sepa nutrirse de los medios tecnológicos que tenemos a disposición, más creativa, más flexible y, por qué no, más placentera.

El juego puede aportar estos ingredientes y, en general, suele haber consenso en cuanto a los beneficios de que forme parte de las propuestas didácticas. Los docentes, con frecuencia, manifiestan estar a favor de incluirlos en sus clases; sin embargo, plantean dificultades para establecer cómo hacerlo. Coinciden en valorar su lugar como favorecedores de un buen clima grupal, de la comunicación e interacción y algunas veces los relacionan con la comprensión y la construcción de conocimientos.

Salvo en la educación inicial y los primeros grados de educación primaria, su presencia suele ser escasa. La falta de tiempo, la gran cantidad de contenidos que tienen que enseñar y el supuesto de que a los chicos y chicas mayores ya no les interesa jugar son algunos de los argumentos que comparten los docentes. Entendemos que también existen otras razones, más complejas, para que esto suceda.

Jugar en la escuela no es lo mismo que jugar en la plaza. Por un lado, la organización escolar de tiempos y de espacios (“en el aula se estudia, en el recreo se juega”), las formas de concebir el orden y la disciplina, los estereotipos en cuanto a la concepción del conocimiento y las formas que se consideran válidas para enseñar, el miedo a desvirtuar la llamada “verdadera naturaleza del juego”, constituyen un contexto que condiciona y limita su presencia en las aulas como parte de la enseñanza.

Por otro lado, los docentes contamos con pocas experiencias de haber aprendido con juegos o no conocemos los suficientes como para poder establecer relaciones significativas entre los contenidos a enseñar y esta actividad. Por lo tanto, la inclusión de juegos pone en tensión las propias creencias y biografías, a la vez que genera contradicciones e incertidumbre al momento de pensarlos para las propias prácticas.

Los juegos son objetos culturales, presentes a lo largo de la historia en diferentes puntos del planeta. Han traspasado fronteras de tiempo y espacio, y han sufrido las transformaciones propias de cada grupo social que los juega.

No es sencillo indagar acerca de los orígenes de cada juego. ¿Se jugaba en la Edad de Piedra? ¿Con qué sentido? ¿Cómo llegaron los mismos juegos a puntos distantes del planeta? Recién con la aparición de las Grandes Civilizaciones Antiguas pudieron rastrearse a través de las representaciones en bajorrelieves, pinturas, cerámicas, las tradiciones orales y luego la escritura. Comenzaron siendo juegos de adultos, para luego ser parte de las infancias.

Al jugar ponemos “en juego” nuestro saber y aprendemos formas y maneras de jugar. Las palabras juego y jugar se reiteran y aparecen con muchos sentidos diferentes; sin embargo, pareciera que sabemos de qué tratan, aunque no sea sencillo definirlas. Acción, práctica social, objeto, colección, treta, riesgo, movimiento. ¿En qué pensamos cuando hablamos del juego y del jugar en la escuela?

El juego es un concepto complejo de definir: involucra aspectos biológicos, antropológicos, psicológicos, sociológicos y culturales que suponen entrecruzar categorías diversas. A su vez, existen juegos muy diferentes entre sí, tales como el ajedrez, saltar la soga, la mancha congelada, la generala, no pisar las líneas de las veredas, construir con los ladrillitos, encontrar formas en las nubes o resolver una adivinanza. ¿Qué tienen entonces en común para llamarse juego? ¿Se trata de una estructura de organización, una actividad, un sistema de reglas, un objeto?

Los juegos comparten algunas características o condiciones: poseen reglas que les son propias (“el que pisa la raya, pierde”), proponen una ficción (“dale que yo soy…”). Mientras jugamos, transitamos un tiempo de incertidumbre: no sabemos cómo se desarrollará, quién ganará o cómo terminará el juego y, para participar plenamente, el jugador debe sentir que lo hace en libertad. Las distintas situaciones y sentidos que se asocian con el juego en la vida cotidiana también refieren a la creatividad, a la diversión y al protagonismo de quienes juegan.

Así como las artes visuales, la música, el teatro, la literatura, la arquitectura, la gastronomía, las festividades son reconocidas como manifestaciones culturales, los juegos también son contenidos producidos en diferentes contextos sociohistóricos que, como puentes de tiempo y espacio nos conectan con concepciones y experiencias remotas.

Atravesando fronteras se transmiten por tradición de generación en generación y en cada pasaje van adquiriendo variantes, nuevos nombres, personajes y modos de interacción. Los juegos de tablero son una muestra de un encuentro entre arte y juego a lo largo de la historia y reflejan la evolución estética propia de cada tiempo, en distintas culturas. Tanto es así que casi podríamos afirmar que la historia de los juegos y juguetes es la historia misma de la humanidad.

El juego, además de ser una necesidad, ha sido reconocido como derecho de las infancias y adolescencias. Esto nos compromete como docentes a garantizar su presencia en la escuela, habilitando tiempos y espacios para jugar desde una perspectiva inclusiva.