La economía suele ser hija de las instituciones. Ninguna sociedad logró superar sus dificultades sin forjar un acuerdo entre sus distintos actores. Desde la España del Pacto de la Moncloa al Israel de Shimon Peres, siempre fue la grandeza la que convocó a la unidad, y la unidad la que devolvió el futuro a la sociedad. La reflexión, ese espacio donde el pensamiento transita aceptando la duda, el matiz, entendiendo el contexto, esa manera de forjar una comprensión entre las partes, hoy está ausente entre nosotros. Por el contrario, impera la violencia verbal, el insulto, la oda al descarado “heroísmo” de los evasores, la incitación a un aplauso más estentóreo aun en medios favorables ideológicamente, como la Fundación Mediterránea, si las ovaciones son consideradas insuficientes, en suma, el llamado salvaje al desencuentro.
Las elecciones de Uruguay me generan envidia. Los políticos uruguayos del Frente Amplio, los Colorados, los Blancos, no discutían un destino que ya de sobra tienen forjado, sino acentos, una manera de marcar las diferencias entre las libertades y la justicia social. Escucharlo a Pepe Mujica, el relato de su tránsito por la vida, su sabiduría, y a su opositor amigo, el digno Julio Sanguinetti, esa trascendencia de la clase política del país hermano, me recordó la pequeñez de la nuestra. Hubo momentos en que la sociedad argentina logró un encuentro entre las diferentes versiones de la política; desgraciadamente, fue derrotado. Derrotado por la guerrilla y por la dictadura, porque no hay dos demonios, pero sí distintas variantes del odio. Eso que frívolamente denominamos “grieta” es la oscura expresión de nuestras discrepancias. Llamo energúmenos a los convencidos agresivos, a los dogmáticos que achacan inevitablemente la culpa a los demás, a esos aburridos maniqueos, personajes abrazados a una ortodoxia sin atenuantes, que ven enemigos por doquier e incitan a su persecución. ¿Pero qué se puede esperar de aquellos que desprecian el sistema democrático? No me canso de reiterar la frase de Albert Camus: “Debería existir el partido de los que no están seguros de tener razón, sería el mío”.
La política se ocupa del destino colectivo, de canalizar el deseo de los que quieren trascender, de quienes superan su egoísmo para ocuparse de definir o, al menos, delinear el destino de una comunidad. Somos una sociedad sin políticos, sin partidos, donde todas sus fuerzas se fracturan, léase el peronismo, el radicalismo, el PRO y hasta los mismos ensayos libertarios de este gobierno. La experiencia nos enseña que no existen ni el rebote, ni los brotes verdes, ni la salida del túnel, y que el destino de los mercados resulta exitoso solo cuando las clases populares atraviesan sus peores momentos. Los coaches, los asesores, los analistas, los encuestadores, esos meros suplentes del talento son a la política lo mismo que el botox a la belleza física. Es cierto que la crítica es imprescindible para estimular el arte aunque impotente para sustituirlo cuando el momento histórico impone la astenia de talentos. La política no tiene artistas, solo sustitutos, solo pretenciosos, carentes de aptitud que buscan en la limitación de los asesores la grandeza que solo engendran las pasiones.
Asombra el fanatismo tanto como la ausencia de criterio, los energúmenos tanto como el recuerdo de los reflexivos. Suele haber solo dos formas de llamar la atención, una es la genialidad, la otra, su vil contracara, la estupidez y la estulticia. ¡Cuánto hace que la genialidad está ausente entre nosotros! En los últimos tiempos, la mayoría de los medios de comunicación comenzaron a valorizar a Milei en una clara expresión de la necesidad de los mercados por sobre la ausencia de la voluntad de integración social. Las encuestas, excesivas, marcan caídas y crecimientos que no suelen reflejar la realidad. Un investigador de los serios increpaba delante mío a otro diciéndole que solo las investigaciones que contuvieran en su universo más del 50% de pobres eran susceptibles de reflejar la opinión colectiva. Hubo una sociedad humanista que convocaba a la sabiduría o al egoísmo, pero fue vencida, y hoy habitamos en un espacio que admira al vencedor, la viveza del enriquecido, que en la mayoría de los casos no arribó a ese lugar generando riqueza, sino apropiándose de la ajena. El triunfo de la bicicleta financiera instaurada por Martínez de Hoz, y prolija y perversamente continuada por Cavallo y Caputo, este último en sus dos momentos “estelares”, con Macri y con Milei. Apenas una pincelada del liberalismo económico a ultranza y de un doloroso momento en que puede bajar el riesgo país, mantenerse o descender el valor del dólar o los gastos del Estado al margen del crecimiento exasperante y, para todos visible, aunque negado con certeza psicótica por el gobierno y sus adeptos, de los caídos del sistema.
Muchos de nosotros nacimos en una sociedad con un 5% de pobreza, y hoy habitamos en una comunidad fanatizada que logró superar el 50% de carenciados, de angustiados, de sin techo, de desesperados. Hay una encuesta que refleja la codicia de los mercados y otra que transita por las calles en los rostros desesperanzados de los que han perdido casi todo, en especial, la dignidad. Me asombra ver a supuestos analistas examinar el próximo dato electoral como si los carenciados fueran indiferentes al gobierno que los lastimó. Vivimos en una sociedad en decadencia, marcada por el fracaso y eso fractura a las fuerzas políticas, muchas de las cuales están definidas por el enriquecimiento de algunos de sus integrantes. Los pobres no suelen votar a quienes los empobrecen, resulta absurdo medir los meses que tardan en tomar conciencia de esa triste realidad. Con Menem fueron diez años, con Macri, cuatro, con Alberto y Cristina, mezcla de altibajos y fracasos, otros cuatro. Con el presidente actual es imposible que el vigor de su demencia logre ser exitoso a los dos años.
La rebeldía ocupa pocos espacios y discursos, y si aparece, es violentamente atacada, descalificada con demonizaciones propias de la Guerra Fría o previas a la Caída del Muro, cuando no amenazada. La sumisión se impone en el oficialismo. Sin embargo, las elecciones no suelen ser semejantes a una encuesta bien paga. De lo contrario, en la mayoría de los casos, como hasta en el último, se convierten en un desgarrador alarido de dolor de los humildes.