A menos de una semana para las elecciones presidenciales en Estados Unidos, Israel ha sorprendido al mundo con un ataque simultáneo sobre objetivos en Irán, Siria e Irak. Esto se produce pese a que fuentes confiables habían sugerido que Jerusalén evitaría cualquier acción decisiva antes del 5 de noviembre, buscando no complicar el panorama electoral de Washington. Sin embargo, la operación fue cuidadosa: los ataques no incluyeron los pilares más sensibles del régimen iraní, como sus instalaciones nucleares y petroleras, lo que sugiere que las consideraciones políticas pesaron más que las estrictamente militares.
El golpe israelí dejó al descubierto las debilidades estratégicas de Irán. A pesar de años de inversiones millonarias en defensa aérea, el régimen de los ayatolás no logró evitar que 100 aviones israelíes cruzaran 2,000 kilómetros de espacio aéreo hostil sin sufrir bajas. Esta superioridad tecnológica y táctica reafirma la capacidad de Israel para actuar con precisión quirúrgica, enviando un mensaje inequívoco a Teherán: ningún lugar en su territorio es inaccesible, y si deciden escalar el conflicto, la respuesta israelí será aún más devastadora. Este ataque, además de ser un despliegue de poder militar, es una advertencia implícita de que el tiempo para la acción preventiva se está agotando, y cualquier provocación adicional podría tener consecuencias irreversibles.
Irán, aunque militarmente debilitado, sigue siendo un enemigo peligroso por su capacidad de operar a través de proxies como Hezbolá y Hamás, y por su red de influencia global, que incluye aliados en América Latina. Esta dimensión asimétrica del conflicto no debe subestimarse: el régimen de los ayatolás ha demostrado que puede seguir generando terrorismo a escala internacional, incluso cuando su aparato estatal se tambalea. Además, el contexto regional no juega a favor de Teherán. Desde el ataque de Hamás el 7 de octubre, Irán ha sufrido reveses importantes: Hamás fue severamente golpeado, Hezbolá perdió gran parte de su liderazgo en Líbano, y la influencia iraní en Siria y el mundo árabe está en declive.
Sin embargo, esta victoria parcial para Israel no está exenta de riesgos. Si bien el régimen iraní podría optar por minimizar el impacto del ataque para evitar una escalada, la naturaleza ideológica y teocrática de los ayatolás introduce un elemento de imprevisibilidad. La racionalidad estratégica puede quedar subordinada al fanatismo, lo que convierte a cada decisión de Teherán en un riesgo latente. Esta es la paradoja del momento: la demostración de fuerza israelí tiene como objetivo disuadir, pero también podría desencadenar una respuesta desesperada por parte de Irán.
El hecho de que Israel haya decidido actuar antes de las elecciones estadounidenses subraya las tensiones entre Jerusalén y Washington. Durante meses, la administración de Joe Biden presionó para evitar cualquier operación militar que pudiera desestabilizar la región y afectar las posibilidades de Kamala Harris en las urnas. Sin embargo, Israel ha dejado claro que no puede darse el lujo de subordinar su seguridad a los ciclos electorales de una potencia extranjera, por más importante que sea la alianza con Estados Unidos.
Ahora, el desenlace de las elecciones del 5 de noviembre será crucial para el futuro del conflicto. Si Kamala Harris, la candidata demócrata, logra imponerse, es probable que busque una estrategia más diplomática y multilateral, enfocada en evitar escaladas con Irán y manteniendo a raya la intervención directa de Israel. Por otro lado, si Donald Trump regresa al poder, podemos esperar un respaldo sin restricciones a Israel, incluso en caso de una intervención militar directa contra las instalaciones nucleares iraníes. Esta elección, por tanto, definirá no solo la política exterior de Estados Unidos, sino también la próxima fase del conflicto en Medio Oriente.
El 5 de noviembre no será solo una jornada electoral en Estados Unidos, sino un punto de inflexión para el equilibrio global. Lo que está en juego es mucho más que una presidencia: es el rumbo de Medio Oriente y la forma en que el mundo enfrentará los desafíos estratégicos del siglo XXI. Una victoria de Harris podría extender la diplomacia y la contención, pero con el riesgo de prolongar tensiones que ya se han vuelto insostenibles. Por otro lado, un retorno de Trump significaría un giro hacia una política de mano dura, alineada sin reservas con Israel y dispuesta a confrontar abiertamente a Irán, incluso al borde del conflicto abierto.
El mensaje que surge de Jerusalén es claro: Israel no esperará indefinidamente por consensos internacionales ni se dejará arrastrar por cálculos electorales extranjeros. La seguridad del Estado judío está por encima de cualquier agenda política. El tablero geopolítico de Medio Oriente se mueve rápido y sin concesiones; quien no actúe a tiempo quedará atrapado en las consecuencias de su inacción. Lo que ocurra después del 5 de noviembre definirá no solo la relación entre Washington y Jerusalén, sino también la capacidad de la región para salir del ciclo interminable de violencia. Los márgenes de error son mínimos y los tiempos de espera, un lujo que nadie puede permitirse. La historia no da segundas oportunidades, y el futuro de Medio Oriente bien podría estar escrito en las urnas estadounidenses.