El arte de la paternidad va mutando con el correr del tiempo. Primero uno se erige en cuidador empedernido: que tome la mamadera entera, pensás, que no duerma boca arriba (o acaso boca abajo; ya no recuerdo qué recomiendan los pediatras). Después te investís en vigía incansable: siempre listo a amortiguar el golpe cuando, a trompicones, empiezan a caminar o a colocar gomaespuma por toda la casa para que no se lastime la cabeza en sus andanzas y peripecias tempranas. Más tarde, en una clave más lacaniana, llega la era de la voz del trueno: “esto no se hace”, “tal cosa está prohibida”, decís y seguís diciendo aunque no te hagan caso. Y, por último (al menos en el discurrir de mi aún no tan extensa carrera paterna) adviene lo que un amigo llama la “fase Uber”: tarde o temprano todos los padres nos convertimos en choferes privados de nuestros hijos, llevándolos y trayéndolos de la escuela a los talleres, de los talleres a lo de sus amiguitos, de lo de sus amiguitos a lo de sus abuelos y de ahí de vuelta a casa porque el abuelo dejó su auto en el mecánico.
Eso sí, hay que admitir que el cargo de conductor tiene sus bondades: la última semana, confieso, lo aproveché a lo grande. Cuando dejé a mi hija en un evento en Palermo (o lo que ahora las inmobiliarias llaman el “Soho” para convencernos de que en el imaginario geográfico porteño estamos más cerca de Nueva York que de La Paz o Asunción), encontré una librería que, como ya no vende tanto libro, alquiló el fondo a una franquicia de cafés. Tomé de los anaqueles un libro que llamó mi atención: El pentateuco de Isaac, de Angel Wagenstein, y empecé a hojearlo con cuidado de no derramar el cortado caliente (demasiado caliente) sobre sus páginas.
La señora de al lado, más concentrada en su teléfono que en su lectura, me echó un par de miradas de soslayo cuando comencé a reír. Es que el libro, aunque relata la desventurada historia de un judío austrohúngaro durante la Shoá (también polaco y también soviético a medida que las guerras alteraban la cartografía de la vieja Europa), tiene un estilo hilarante y mordaz.
¿Cómo se puede reír a pesar del dolor? Quizás sea esa una vieja receta judía atribuida a nuestra matriarca atávica Sara, que ríe antes de concebir a su hijo Isaac. Ríe como quien busca edulcorar lo precario de nuestra realidad cotidiana. Ríe como los genios populares y desconocidos que fraguaron los chistes de Méndel o de Herschel, una suerte saga de cuentos de Jaimito en clave judía, que colman las páginas del libro de Wagenstein. Para que practiques el arte de Sara, y antes de ponerme serio, querido lector, me tomo la licencia de parafrasear alguno de sus chascarrillos.
Cuando Mendel viajó de su Polonia natal a Florencia se detuvo a admirar el imponente David de Miguel Ángel y comentó indignado:
-Sin dudas David fue un gran rey. Pero no escribió nada demasiado importante. Sólo El Cantar de los Cantares y acaso El Eclesiastés.
-Ignorante –le replicaron—, esos libros no se le atribuyen a David sino a su hijo Salomón.
-Con más razón aún, ¿ven? –insistió Mendel—. ¡Ni siquiera eso ha escrito y le dedican un monumento!
El humor judío no comienza ni con Wagenstein, ni con Woody Allen, ni con Seinfeld o Tato Bores (para hacer justa mención de un exponente de la cultura judía del arrabal). Ni siquiera con las ocurrentes viñetas del folclore de los judíos de la Europa oriental de antaño. El espíritu irónico, del que estaba preñada nuestra matriarca, es potestad del más antiguo o, en este caso, del más antediluviano de los autores hebreos: el genio bíblico.
Si mis palabras suenan exageradas o tendenciosas, permítanme valerme del famoso mito del diluvio, que se narra en la porción de lectura del Génesis que recitaremos en nuestras sinagogas este Shabat, para probarlo. Su protagonista, un anciano piadoso llamado Noé y conocido por todos, no es sino la encarnación última del sarcasmo judío más primordial. Quien cree que su figura se entroniza como la del salvador de la especie humana y del reino animal, ha leído el texto sin poderse despojar de los viejos e incontestables dogmas religiosos o culturales que enturbian su visión. El hombre del arca es, en realidad, el anti-héroe de la historia o, en términos hebreos, el arquetipo del ególatra. Pobre viejito (contaba con solo seiscientos años cuando se desató el diluvio), ni siquiera él pudo escapar a la perversión que inundaba su época y, por lo tanto, se avino a obedecer de manera obsecuente al llamado de un dios que, en lugar de compadecerse de toda su creación, puso a disposición del anciano el privilegio de una salvación personal.
Yeshaiahu Leibovitz, otro viejito judío aunque de un talante más irascible que el del dócil Noé, se encargó de señalar hace unos años el paralelismo evidente que traza el redactor bíblico entre la generación del diluvio y las lascivas Sodoma y Gomorra en tiempos de Abraham. Pero, a diferencia del patriarca que se enzarza en una feroz discusión dialéctica (¡vaya si no es ésta una discusión típicamente judía!) con el mismísimo Dios para socorrer a los habitantes de las ciudades pecaminosas, Noé aprovecha la primera oportunidad para salvar su propio pellejo. Ni disiente ni razona. Lo que lo caracteriza es la pasividad; de ahí quizás su nombre hebreo “Nóaj”, de la raíz “n.j.”, que está asociada en el lenguaje bíblico con la palabra sosiego o quietismo.
Noé es un ser conformista, un mero burócrata: se limita a acatar y a oír las órdenes de Dios. Es verdad, el texto menciona de manera explícita que la divinidad se comunica con él. Pero fíjense: ¡Noé nunca se comunica con Dios, nunca se constituye en profeta! Un profeta es por definición un iconoclasta insaciable, un inconformista. Se rebela ante su sociedad y, como Abraham, se hace del arrojo necesario para denunciar hasta al mismísimo Dios, si fuera menester. No le importa si ha de pagar el precio de su excentricidad incluso con su propia vida: ¿acaso el más díscolo de los profetas, Elías, no fue tomado por la mano ígnea de Dios para desaparecer en un alud de viento y fuego?
Noé, en su quietismo, no supo arrancarse del sopor existencial de su tiempo. Y ese, más que cualquiera de las prácticas poco reputadas de su época, es y seguirá siendo el peor de los males de la humanidad. Su retrato responde a la pluma exquisita de un autor sardónico que esculpió en él la figura de un héroe trunco, de un hombre que tenía todo para convertirse en el redentor de sus hermanos y que, sin embargo, prefirió erigirse en funcionario del poder divino.
Noé, el burócrata del individualismo antediluviano prefigura, quizás, al nuevo hombre post-diluviano (si se me permite una deficiente licencia poética), es decir, al homo consumens que –como nosotros— compra y construye arcas para salvarse a sí sólo mientras el resto, a su alrededor, se sumerge en las borrascosas corrientes de la apatía social, de la violencia irrefrenable, del hambre y de la miseria.