El pasado 10 de diciembre se cumplieron cuarenta años de la recuperación de la democracia. Más allá de los problemas que hemos padecido en estas cuatro décadas, no parecieran estar en duda las bondades de un sistema democrático de gobierno, al que aprendimos a entender y a valorar.
Distinta es la situación si nos referimos al sistema republicano, porque a mi juicio, no hemos alcanzado a comprender los beneficios que tiene un esquema institucional fundado en la división de órganos -mal llamada división de poderes- y en la independencia del Poder Judicial. Sobra decir que, en esto, poco ha ayudado el kirchnerismo, que gobernó casi veinte de esos cuarenta años, cuya concepción autocrática ha profundizado el desdén por las características propias de un régimen republicano.
Por ejemplo, si la ciudadanía estuviera consustanciada con el sentido y alcance que tiene la división de órganos como forma de controlar el poder omnímodo al que suelen propender los primeros mandatarios, seguramente se asustaría frente a las siglas DNU, que significa “decretos de necesidad y urgencia”.
Muchos consideran lógico que el presidente dicte decretos, porque entienden que es la única manera de ejercer las potestades que tiene asignadas constitucionalmente. El razonamiento sería el siguiente: si un presidente no dictara decretos, no tendría forma de gobernar, porque no podría gestionar; luego, no debería asustar que el presidente se la pase dictando DNU.
Pues el análisis es sofístico, porque tiene una apariencia de certeza, pero es falso. Efectivamente, el instrumento que el presidente tiene a su alcance para ejercer sus potestades, es el decreto; el problema es que, cuando dicta un decreto de necesidad y urgencia, no está ejerciendo “sus” potestades, sino las del Congreso; y lo hace, precisamente, porque entiende que existe “necesidad y urgencia” que lo justifica.
Los decretos que el presidente emite para ejercer “sus” propias atribuciones, son los autónomos y los reglamentarios de las leyes; en cambio, los “DNU” y los “decretos delegados”, son, respectivamente, los que ejerce para apropiarse de facultades legislativas, y para ejercerlas cuando previamente el Congreso se las ha transferido.
Los decretos autónomos y reglamentarios son sanos; los otros son nefastos, justamente porque implican la invasión presidencial sobre facultades legislativas. Para un paladar republicano, estos últimos decretos tienen un espantoso sabor amargo.
Lamentablemente, la Constitución Nacional, desde 1994, le permite al primer mandatario ejercer facultades legislativas, en la medida en que todos sus ministros estén de acuerdo (recuérdese que a los ministros los nombra y remueve el presidente); que no sean temas penales, impositivos, electorales o de partidos políticos (recuérdese que el Congreso tiene más de sesenta potestades, y sólo en estas cuatro el presidente tiene vedado dictar DNU); y siempre que existan “circunstancias excepcionales” que le impidan esperar el trámite legislativo (obviamente siempre, en la percepción presidencial, existirán dichas “circunstancias” que justifiquen la utilización de estos instrumentos).
Una vez firmado el referido DNU -o el decreto delegado-, el Congreso debe aprobarlo a través de un trámite cuyo diseño la Constitución derivó al mismo.
Se podrá observar que los requisitos constitucionalmente exigidos para el dictado de los DNU, son vagos y ambiguos, lo cual, en la práctica, ha generado la proliferación de avasallamientos presidenciales por sobre las atribuciones legislativas.
Mientras tanto, el Congreso, a la hora de regular su propia intervención para la aprobación de estos decretos, en el año 2006 sancionó la ley 26122, la que, muy lejos de resguardar sus potestades constitucionales frente a los intentos presidenciales de arrebatárselas, por el contrario, le facilitó enormemente esa tarea, disponiendo, por ejemplo, que esos decretos rigen desde su publicación en el Boletín Oficial, no siendo necesario esperar a que el Congreso los avale; que el Congreso no tiene plazo para hacerlo; que basta con que una sola cámara lo apruebe para que el DNU mantenga su vigencia; y que los legisladores, frente a un mega decreto de necesidad y urgencia, como lo fue el DNU 70/23 sancionado por Milei, inmediatamente después de asumir el cargo, deben aprobar o rechazar todo el decreto en conjunto.
¿Quién puede haber sido autor/a de semejante ley en el año 2006? Pues Cristina Fernández siendo diputada, mientras el país era gobernado por su marido.
Resulta que, ahora, el Congreso analiza la posibilidad de modificar esa ley 26.122, para hacerle más difícil, al presidente, el ejercicio de facultades legislativas. En buena hora: pero Javier Gerardo Milei ya avisó que, si sancionan una ley con esa finalidad, la vetará. Es como si el presidente dijera: “Si limitan mi posibilidad de ejercer atribuciones del Congreso, me voy a oponer y voy a luchar para que ello no ocurra. Quiero continuar ejerciendo facultades extraordinarias”.
¡Qué notable! Un presidente autoproclamado “anticasta”, que pretende poner “el último clavo en el cajón del kirchnerismo, con Cristina adentro”, parece que quiere sepultarla, pero dejando a salvo, antes, la vigencia de la nefasta Ley 26.122, cuya autoría corresponde a la ex presidente de la Nación, dos veces electa.
Si a un presidente le molesta el Congreso; si insulta a sus integrantes; si quiere arrebatarles sus atribuciones con facilidad; si pretende vetar todo lo que salga de allí, y si encima postula a un juez como Ariel Lijo para la Corte Suprema, es para preguntarse si, después de “sepultar” a la expresidente, no tendrá también la intención de “poner el último clavo en el cajón del sistema republicano, con el Congreso adentro”.