Corría el año 1934. Argentina gozaba del privilegio de ser el país de los ganados y las mieses. La clase media, producto de la inmigración italiana y española, estaba en plena conformación. Era todavía una nación próspera, con un razonable índice de ascenso social y un Estado intervencionista que era visto como motor del desarrollo. Aunque se suele atribuir una identidad estatista al peronismo, fueron los conservadores entonces en el poder los que en realidad constituyeron las juntas reguladoras de actividades económicas que serían anuladas por Carlos Menem como un adelanto de la actual marea libertaria.
La Argentina y el mundo
El Presidente del país era a la sazón Agustín Pedro Justo, un ingeniero y militar, de filiación masónica y talante progresista a quien se ha asociado a las obras públicas y también al fraude patriótico, una mácula que signaría con su impronta a la llamada “Década Infame”. Su ministro de relaciones exteriores, Carlos Saavedra Lamas, era un jurista dedicado a las nuevas instituciones emergentes del derecho del trabajo y al panorama internacional de entreguerras, quien tres años después recibiría nada menos que el Premio Nobel de la Paz. Fue un reconocimiento a su mediación en la Guerra del Chaco, pero sobre todo a la factura de una convención para arreglar relaciones interestatales adoptado como un instrumento jurídico de paz global.
El español Juan de la Cierva realizaba sus experiencias con el autogiro, un precursor del helicóptero. Philippe Pétain es nombrado en ese año ministro de guerra en Francia y Alemania le retira la nacionalidad al judío Albert Einstein. 1934 es también el año de la noche de los cuchillos largos. La cruz svástica comenzaba a ser conocida como el emblema del Reich, pero todavía no soplaban vientos de guerra.
En Managua es asesinado el líder nacionalista Augusto Sandino y también en ese mismo año fallecen el presidente alemán Paul von Hindenburg y el histólogo español Santiago Ramón y Cajal. Katherine Hepburn gana su primer Oscar. Se estrena Rubias de New York, con el protagonismo de Carlos Gardel.
Al obtener la copa del fútbol, Italia se consagra campeón del mundo. Agatha Christie publica Asesinato en el Expreso de Oriente, Henry Miller Trópico de cáncer y Federico García Lorca su obra teatral Yerma. Luigi Pirandello obtiene el Premio Nobel de Literatura.
En Buenos Aires aparece la revista Leoplán, un magazine de interés general. Antonio Berni pinta su célebre Los desocupados. Llega a la Argentina el dirigible Graf Zeppelin. Los grandes diarios eran La Nación y La Prensa, y Crítica en un nivel más popular. Luis Sandrini protagonizaba la película Riachuelo. Enrique Santos Discépolo compone Cambalache. Comienza a ofrecer sus servicios de hotelería en Bariloche el magnífico residencial Llao-Llao, junto al Nahuel Huapi.
Los congresos eucarísticos internacionales
Las grandes figuras del catolicismo argentino eran Gustavo Franceschi y Miguel de Andrea. El arzobispo de Buenos Aires era Santiago Luis Copello, que dos años más tarde sería creado cardenal primado. Los católicos leían El Pueblo, un periódico tamaño tabloid que les proporcionaba una visión cristiana del acontecer político del país y del mundo, pero sobre todo les informaba de la vida de la Iglesia, a nivel local y universal.
Un público minoritario de alto nivel cultural era atendido por la revista Criterio, de la que Atilio Dell’Oro Maini, futuro ministro de educación, fue su primer director. Se inaugura la iglesia de Santa Rosa de Lima en Constitución. Los nacionalistas católicos gustaban zaherir una religiosidad a la que con razón criticaban por claudicante, burguesa, apegada a formas ritualizadas y cuajadas de sentimentalismo. Tres años atrás se había fundado la Acción Católica.
Durante el mes de octubre se produjo un hecho muy significativo en materia religiosa que estaba destinado a remover ese poco alentador panorama: el XXXII Congreso Eucarístico Internacional, que marcó un antes y un después en la historia de la Iglesia católica, al constituir la primera expresión local del catolicismo de masas a gran escala. No fue repentino el hecho, pero sí su dimensión: las calles, los parques, las plazas, fueron ocupadas por una verdadera multitud que expresaba jubilosamente su fe religiosa. El primer congreso eucarístico internacional se había celebrado en Lille (Francia) en 1881, por inspiración de una mujer laica, Marie-Marthe Baptistine Tamisier. y era la primera vez que se organizaba uno de ellos en Latinoamérica. El anterior había tenido lugar dos años antes en Irlanda y fue igualmente exitoso. Ahora se acaba de celebrar el último en Quito (Ecuador).
Un signo ostensible del congreso fue la unión de los valores patrióticos y religiosos. La fusión de ambos conformaba un solo corazón. La religión y la patria aparecieron en una única amalgama de un modo muy intenso y las expresiones colectivas eran a un mismo tiempo de catolicidad y argentinidad sin solución de continuidad. Argentina aparecía ante el mundo -observó el escritor Gustavo Martínez Zuviría- como la gran nación católica. Al conocerse, tres años antes, la realización del congreso porteño, un editorial de Criterio adelantó la opinión de prelados latinoamericanos que previeron una de las más grandes reuniones de la historia.
No todo fue, sin embargo, el mero fulgor de un espectáculo sobrecogedor proporcionado por las multitudes recibiendo piadosamente las sagradas formas. Puede ser que no todas esas gentes hayan profesado un catolicismo impecable, pero no por ello dejaba de expresar una auténtica fe evangélica. Una incontable cantidad de almas ofreció una respuesta al llamado de Dios. Con ocasión del congreso vinieron al país numerosas delegaciones encabezadas por la jerarquía eclesiástica de numerosos países, y el papa envió un legado en la persona de Eugenio Pacelli, quien ya había sido creado cardenal y designado Secretario de Estado. Acababa de firmar el año anterior un concordato con Franz von Papen, el vicecanciller católico del gobierno alemán, y tres años más tarde se convertiría en el papa Pío XII. Pacelli recordó durante el resto de su vida aquellas jornadas memorables donde arriba de un millón de personas brindó un extraordinario espectáculo de piedad popular. La escena del legado hincado en actitud de adoración de la eucaristía fue para muchos como una visión celestial. "Aún resuenan en nuestros oídos vuestros vítores y vuestras ovaciones, el fervoroso rumor de vuestras plegarias y las armonías ardientes de vuestros himnos", evocaba Pío XII diez años más tarde.
La ciudad y el país entero vivieron entonces jornadas de honda emoción. Eran miles y miles de argentinos brindando un testimonio inédito y espontáneo de su propia fe. Entre los ilustres visitantes se encontraba san Luis Orione, quien sintetizó lo vivido en el congreso: “Fue un Milagro!”
En el año 1923 Jorge Luis Borges publicó “Fervor de Buenos Aires”, una de sus obras más insignes. Fue un poemario de cuarenta y seis poesías de verso libre que hablaba de las calles y personajes de la capital, que más tarde reescribió y volvió a publicar más de una vez. La obra está dedicada a la ciudad que tanto amó, y en la que se detiene en el arrabal, un espacio periférico por el que el escritor sentía como es sabido una extraña predilección. Once años más tarde, la periferia y el centro se conjuntaron en una común unión. Un fervor nuevo sopló sobre Buenos Aires. El título de la obra del gran escritor argentino pareció encarnarse una vez más en una sinfonía de amor.