La reciente fuga de 16 detenidos de una comisaría de Rosario es simplemente un capítulo más en el marco de la situación crítica que desde hace tiempo afecta al sistema penitenciario de la Argentina y que no solo pone en jaque la seguridad de los ciudadanos, sino que también implica un gasto excesivo para el Estado.
Casi todos los establecimientos están sobrepoblados. Particularmente en la provincia de Buenos Aires: según el último informe de la Comisión Provincial por la Memoria, las 74 cárceles bonaerenses tienen capacidad para 26.876 personas, pero hay más de 53.000 detenidos, es decir, el doble de la cantidad de plazas.
Los presos en penales de Santa Fe rondan los 10.000 (tres veces más que hace una década) y en Córdoba el número asciende a más de 13.000 (un aumento del 30% en dos años), a pesar de que no se hicieron obras relevantes para aumentar la capacidad de las cárceles.
La Ciudad de Buenos Aires tiene competencias penales, pero no cuenta con un servicio penitenciario local, por lo que las comisarías vecinales y las alcaidías comunales no pueden ni están preparadas para albergar detenidos por más de 48 horas, por lo que se suceden las fugas de presos.
Estas estadísticas brindan un panorama general de la crisis del sistema penitenciario, sin tener en cuenta la devastada infraestructura de las cárceles federales. Esta situación provoca hacinamiento, falta de cupos y reiteradas fugas de los presos alojados en dependencias que, muchas veces, se encuentran en otras jurisdicciones por la carencia de plazas en las prisiones que les corresponden.
Claro está, semejante situación imposibilita o, al menos, dificulta considerablemente la realización de estrategias de seguridad serias para combatir el delito, que protejan a los ciudadanos de las fugas de los delincuentes y que éstos, a su vez, logren reinsertarse en la sociedad.
Aunque parezca una obviedad, no debemos olvidar que en algún momento los presos van a recuperar su libertad y, si durante el tiempo que estuvieron encarcelados no trabajaron, no recibieron educación ni fueron instruidos en algún oficio, probablemente cuando vuelvan a la calle sigan cometiendo delitos.
Ante esta situación, la gestión privada de algunas o todas las cárceles se presenta como una solución que, a corto plazo, podría resolver los problemas más urgentes que enfrenta el Servicio Penitenciario y que, además, permitiría un ahorro importante para el Estado, determinante para lograr el ansiado déficit cero.
Se trata de la cesión parcial o integral de servicios de parte del Estado a prestadores privados en el desarrollo de proyectos penitenciarios dentro del marco de la ley que rige la actividad. De esta manera, se logra que las cárceles puedan ser más eficientes y “baratas”, con el objetivo de optimizar al máximo el sistema penitenciario.
A pesar de estar gestionados de manera parcial o total por privados, los establecimientos deberán garantizar los derechos contemplados en la Constitución Nacional, las leyes locales y los tratados internacionales, con personal penitenciario formado y capacitado para cerciorarse de que las personas privadas de su libertad cumplan con su condena y logren la readaptación social.
Para mayor efectividad de este sistema, debería estar enmarcado dentro de una estrategia integral de seguridad, que contemple que los padres o progenitores de las personas menores de edad halladas culpables de cometer un delito sean civil y penalmente responsables de sus hijos.
Entre los principales beneficios de este sistema, se destaca que, al contar con infraestructura moderna y sofisticada, habrá menos policías destinados a custodiar a los presos, por lo tanto, podrán estar en la calle garantizando la seguridad de los ciudadanos.
Además, permitirá la rehabilitación real del preso. Ellos deberán trabajar en tareas estratégicas para el Estado, recibir educación básica si no la tienen y formarse en oficios para readaptarse a la sociedad.
No es un detalle menor los beneficios que este sistema puede traer para las arcas de Estado. Las empresas serían quienes realicen las inversiones necesarias para la construcción de las dependencias, mientras que los decadentes establecimientos que se utilizan en la actualidad, que en muchas ocasiones están situados en zonas de mucho valor en términos inmobiliarios, se pueden utilizar para otros fines más rentables.
Son muchos los países en los que hace rato se han implementado asociaciones público-privadas para el servicio penitenciario. Reino Unido fue el primero y luego, con estrategias similares, se sumaron otros 90 países, entre los que se encuentran Estados Unidos, Francia, Brasil y Uruguay.
Estos cambios de poco servirán si no van acompañados de una nueva cultura penitenciaria, en la que las autoridades y la ciudadanía comprendan que la Policía es la única y última barrera que nos defiende ante los criminales; y que las cárceles son el lugar donde los delincuentes cumplen su pena, pero también trabajan y se forman para regresar a la sociedad.