Al Presidente no le gusta la Constitución

Si quiere llevar adelante su proyecto de eliminar las universidades, Javier Milei tiene que lograr que se modifique la carta magna

La carta magna que rige el estado de derecho en el país

En los últimos días el Poder Ejecutivo Nacional ha intentado instalar en la sociedad la idea de que las universidades nacionales “no quieren ser controladas” y que son la expresión más acabada de la “casta política” que prometió combatir. Para instalar esto resucitó una vieja discusión respecto al alcance de las facultades de la Sindicatura General de la Nación (SIGEN) ) en relación con las universidades, discusión que había sido saldada no por la “casta”, como sostienen los referentes libertarios, sino por la Constitución Nacional y por la Corte Suprema de Justicia, que hace años, en un famoso fallo y sin dejar lugar a dudas afirmó que, en virtud de su autonomía, las universidades nacionales —incluso en sus aspectos financieros y administrativos— están sujetas al control del Congreso y no al del Poder Ejecutivo (Universidad de Mar del Plata c/ Banco Nación Argentina, sentencia del 24/4/2003).

La idea de que las universidades no son controladas por nadie es lisa y llanamente falsa. No existe otro órgano o ente del Estado que tenga más controles que las Universidades. Pongamos el caso de la UBA. La controla la Auditoría General de la Nación como órgano de control externo creado por la Ley de Administración Financiera. La controla el Congreso de la Nación al aprobar anualmente la cuenta de inversión, que no es otra cosa que la rendición de cuentas sobre el presupuesto ejecutado. La controla la Subsecretaría de Políticas Universitarias del Ministerio de Capital Humano que mensualmente recibe una rendición de ingresos y gastos, que incluye la nómina completa de personal, la liquidación salarial (casi el 90% de su presupuesto) y la rendición íntegra de los gastos de funcionamiento. La controla la Contaduría General de la Nación, dependiente del Ministerio de Economía, a la que se envían semestralmente los estados contables y cuadros de cierre que incluyen la totalidad de los recursos y gastos del período. La controla su órgano de control interno, la Auditoría General de la UBA, que a diferencia de la SIGEN (que cumple la misma función en la órbita del Poder Ejecutivo), no depende de la administración a la que debe controlar sino del Consejo Superior de la Universidad, integrado por representantes de los profesores, estudiantes y graduados. Y finalmente, la controla la ciudadanía (ya que, a diferencia de la SIGEN, la Auditoría General de la UBA publica sus informes de auditoría en internet) y toda la comunidad de estudiantes, graduados y profesores a través de la conformación tripartita de los Consejos Directivos de las distintas facultades, del Consejo Superior y de la Asamblea Universitaria.

Frente a este estado de situación debemos preguntarnos: ¿Por qué el Presidente y sus portavoces siguen empecinados en sostener que a las universidades públicas les faltan controles? Y la respuesta es clara: porque lo que en realidad estamos discutiendo no es el ámbito de competencias del sistema de control de los organismos públicos (discusión que, por cierto, es muy necesaria pero que debe iniciarse por analizar la eficacia de los controles sobre la Jefatura de Gabinete, los Ministerios y Secretarías del Poder Ejecutivo) sino la existencia misma de las universidades públicas.

Hagamos memoria. Desde los primeros días de la campaña electoral el Presidente declaró a quien quisiera escucharlo que era un defensor del “Estado mínimo”, que considera que el Estado actual es una verdadera “organización criminal” que él prometía destruir y que iba a empezar por “achicarlo” para que sólo cumpliera las funciones esenciales que el mercado no puede asumir (en la doctrina neoliberal ortodoxa, la defensa, el servicio de justicia, algunas funciones de poder de policía y poco más). Obsérvese que ni la educación ni la investigación científica integran esta lista mínima de funciones que el Estado, según el partido gobernante, debería mantener. Por el contrario, el neoliberalismo afirma que la educación debe ser dejada íntegramente en manos de actores privados, y que el acceso a ella debe ser regulado por el mercado. En otras palabras, la educación dejaría de ser un derecho inherente a todas las personas para convertirse en un privilegio de aquellas que puedan pagarla.

Así, la misión de reducción del tamaño del Estado que asumió el Presidente incluye, en su proyecto, la eliminación de las universidades públicas. Por eso es que, periódicamente, embate contra ellas: dice que son demasiadas, que adoctrinan, que son cuevas de “políticos” (para gran sorpresa de los miles de dedicados profesores y docentes que son el alma de las universidades y que un buen día se encontraron con que ahora eran parte de la “casta”), que “habría que ver qué hacen los profesores en las aulas”, que “están llenas de terroristas”, que sus trabajadores docentes y no docentes cobran demasiado y por lo tanto no les corresponde ni siquiera el ajuste salarial del resto de los estatales, que garantizar su financiamiento por ley va a llevar el país a la quiebra, que sólo educan a los ricos y no a los pobres, y ahora, que no quieren ser controladas para poder usar sus fondos para oscuros fines.

Ninguna de estas afirmaciones resiste el más mínimo análisis, pero sí muestran una línea muy consecuente de conducta: el Presidente está embarcado en una cruzada contra las universidades públicas ya que genuinamente cree que la educación superior y la producción de conocimiento a través de la investigación no deben ser actividades desarrolladas por el Estado.

E el presidente de Argentina, Javier Milei. EFE/EPA/OLGA FEDOROVA

Más allá del mérito o demérito de sus ideas (que como todas las ideas políticas, deberían ser objeto de un debate público sincero y abierto), el principal problema que tiene el proyecto libertario es que es manifiestamente inconstitucional. La sociedad argentina —una de cuyas pocas joyas es el sistema universitario público— ya debatió y decidió cuál es el papel que le corresponde al Estado en relación a la educación superior. Y la consideró de tal valor que la incluyó en su pacto básico de organización: la Constitución Nacional. Así, en 1994 se incorporaron al art. 75 inc. 19 diversas previsiones: 1) se estableció la “responsabilidad indelegable del Estado” sobre la educación; 2) se consagraron los principios de “gratuidad y equidad” de la educación pública estatal; y 3) Se estableció la “autonomía y autarquía” de las universidades nacionales.

¿Por qué la sociedad valora tanto a sus universidades públicas? Vale la pena recordarlo: porque fueron y siguen siendo el principal mecanismo de movilidad social ascendente que tiene nuestro país. Y porque —aunque el gobierno diga lo contrario— son el más importante reservorio de pensamiento crítico, pluralidad intelectual y producción de conocimiento con que contamos. Por eso resulta por lo menos extraño que un gobierno que dice defender las ideas de la libertad esté en contra del sistema público de educación, ya que el liberalismo político (el verdadero) siempre tuvo claro que para crear ciudadanos libres, autónomos y responsables era imprescindible que el Estado educara a sus habitantes.

Mucho se ha hablado en los últimos días de la autonomía universitaria. Es un término que genera discusiones desde hace más de 100 años, pero en algo todos coinciden: la autonomía es el baluarte constitucional para proteger la libertad y la pluralidad de pensamiento en las universidades públicas frente a posibles ataques políticos o ideológicos que puedan amenazar sus características esenciales. Y esa protección tiene el máximo nivel legal porque los constituyentes de 1994 ya eran conscientes de que muchos gobiernos podían tener la tentación de eliminar a las universidades o de intentar determinar qué deben enseñar, cómo y a quiénes. En suma, “ir a ver qué hacen los profesores en las aulas”.

En resumen, desde 1994 las universidades nacionales públicas y autónomas son órganos de la Constitución Nacional. Si quiere llevar adelante su proyecto de eliminarlas, el Presidente tiene que lograr que se modifique la Constitución. Y que la mayoría de la sociedad argentina decida que ya no quiere vivir en un país en el que cualquier persona que se esfuerce puede acceder a la educación superior, mejorar su calidad de vida y convertirse en una o un valioso profesional para su comunidad. Esa es la actitud políticamente honesta que cabe esperar de la cabeza del Poder Ejecutivo Nacional. No el desarrollo de una guerra de trincheras donde todos los días se inventa una nueva excusa para menoscabar, generar sospechas y efectuar acusaciones falsas contra la institución que encarna los principales valores que la sociedad argentina defiende: libertad, igualdad, equidad.

Por último, hay que celebrar que en buena hora este gobierno haya descubierto el valor de la transparencia. Hasta ahora parecía no tenerla en demasiada consideración: por ejemplo, intentó restringir por decreto el derecho de acceso a la información pública, el Jefe de Gabinete omitió durante muchos meses su obligación constitucional de rendir cuentas mensualmente ante el Congreso Nacional y degradó de rango a la Oficina Anticorrupción y a su titular. Esperemos que, con el mismo énfasis con que se cuestiona a las universidades nacionales, el Poder Ejecutivo haga sus máximos esfuerzos para establecer efectivos sistemas de control independiente sobre sus propias dependencias, reconozca el alcance irrestricto del derecho de acceso a la información, publique toda la información vinculada a todos los contratos, compras y contrataciones de los Ministerios y Secretarías del Poder Ejecutivo, prevenga eficazmente los conflictos de intereses de sus funcionarios y, en suma, contribuya a una mejor rendición de cuentas de los gobernantes hacia la población que los ha elegido.