La historia intelectual de la Argentina, pesa más en algunos “proceratos” que en otros. La fama, el poder y ciertos contextos favorables hacen que algunos nombres tengan mayor trascendencia que otros que, con similar valía en el pensamiento y las ideas, dejaron huella en nuestro país.
De quien voy a escribir, estimo tiene un crédito histórico no del todo saldado en cuanto a reconocimientos, tanto oficial como populares, (salvo, merecidamente, en La Rioja).
Joaquín V. González (la V de Víctor), el nacido en Nonogasta, La Rioja en 1863 y muerto en 1923, fue formalmente, “de todo”, en cuanto a lugares de preminencia institucional, política e intelectual: Fundó el Instituto Superior del Profesorado de Buenos Aires, fue el primer presidente de la Universidad de La Plata. Voló su fama más allá de nuestras fronteras y fue miembro de la Real Academia Española y hasta participó en el Corte Permanente de Arbitraje internacional de La Haya. Pero, como “tenía tiempo”, también se dedicó a la política y fungió como gobernador de La Rioja, senador nacional y varias veces ocupó ministerios.
Se destacó como educador, jurista, literato e historiador. Lo que se dice un intelectual comprometido, un hombre de acción y también de aplicación concreta del pensamiento social y cultural.
En su trabajo El Juicio del Siglo (1910), que puede tomarse como un libro corto o una nota periodística larga, González expone algunas definiciones que son vitales para comprender y juzgar los cien primeros años de vida independiente de Argentina, pero que, tomándolo más como una posición de filosofía política y de sociología casi innovadora, nos permiten hoy abrir la cabeza a situaciones y contextos contemporáneos, dada la enorme profundidad, calidad y modernidad de la pluma del riojano.
González dice que una Nación existe aún antes que aparezcan “sucesos políticos que determinan esa jerarquía institucional”, es decir, hay Nación en virtud de elementos ajenos a las formalidades legales, y él coloca entre algunos, la conciencia de los habitantes de un territorio.
También refiere a una condición “subjetiva de ser Nación” y si bien esta es muy importante, encuentra una dificultad cuando en una etapa que protagoniza una misma generación se dan contextos tan disímiles como los que van de ser una colonia, a una etapa revolucionaria y a una consolidación institucional, como ocurrió en los primeros tiempos luego de mayo de 1810. Según González, la estructura cultural vigente que permanece en “hábitos de familia, huellas intelectuales” y acostumbramientos regionales, no se borran ante el mero y solo hecho de una accionar transformadora, y “mucho menos cuando todo su ciclo se desarrolla en tan breve lapso”.
El autor observa en estas limitaciones posibles futuros con contratiempos y augura brillantemente que esto provocará “situaciones anómalas y regresivas”.
Claramente, se adelanta muchos años a colegas historiadores al proponer que la historia debe tomar en cuenta factores retrospectivos para su construcción científica.
Podemos establecer con esto que Joaquín V. González percibe distancias y separaciones aun en un mismo sujeto social, ya que es el mismo sujeto histórico, el que vivió el sometimiento y vasallaje de la dominación colonial quien luego participa en el proceso revolucionario rompiendo ese pasado que lo había subjetivizado y acomoda su conciencia a la idea de constituir una Nación.
Tal “ensalada” mental sin duda conformará una sociedad con ciertos conflictos y problemas al momento de optimizar formalidades e instituciones duraderas.
Menciona un ejemplo que es el de Cornelio Saavedra y Mariano Moreno, en el que “el primero desde su ostracismo y el otro con su muerte prematura provocan una de las causas del retraso en la organización nacional.”
Y, como hablara para los argentinos de hoy, define como vicios de origen en esos genéticos tiempos, las reyertas internas que impiden volcar esfuerzos en luchas comunes y también habla de la pugna urbe-interior como causa de inestabilidad futura.
En este interesante trabajo del riojano, aparece con acierto la presunción de que estas condiciones serán enmarcadas por desvalores como “la discordia, los personalismos y los enfrentamientos regionales”, y percibe serias dificultades de encontrar planos ensamblados para una firme unidad nacional en las distancias “no acortadas entre el concepto centralista e ideológico porteños y la defensa de valores más particulares de las provincias”.
Y, en un pasaje, donde tal vez la ciencia se ausenta, pero aparece con brillo el hombre político, coloca ciertos valores como el “atrevimiento, la claridad de objetivos, la sensación de invencibilidad y la voluntad inconmovible” como parte de los rumbos que llevan al triunfo.
Todo esto, escrito hace ciento catorce años, tiene una válida ubicación en nuestro tiempo y aporta al pensamiento nacional y a la inteligencia concreta y aplicada, definiciones que ayudan a una mejor práctica política.
Y sabiendo del conocimiento de Juan Domingo Perón sobre Joaquín V. González y, sobre todo en lo referente al famoso trabajo de Bialet Massé, de 1904, en torno al Informe sobre el estado de las clases obreras en el interior de la Argentina, que diera origen a la Ley Nacional de Trabajo, y que fue encargado por el entonces Ministro del Interior que no era otro que el riojano, podemos decir, con la licencia de una ucronía histórica, y el permiso solicitado al autor de esta frase: que “sin Joaquín V. González el peronismo habría tenido que arrancar de mucho más abajo”.