Imaginá que una empresa china desea expandir sus operaciones comerciales en Latinoamérica. Evidentemente la empresa analizará en detalle variables específicas del sector en el cual se encuentra interesada (agro, industria, banca, minería, etc.). Pero normalmente la decisión de inversión comenzará a tomar forma a partir del análisis del contexto macroeconómico de los diferentes países.
¿Qué tipo de variables analizará la empresa? En primer lugar, las típicas: crecimiento económico, inflación, tasa de desempleo, etc. En segundo lugar, las relacionadas con la política económica: variables fiscales, monetarias y cambiarias. También es importante la definición del período de tiempo. Sería poco útil tomar únicamente los últimos valores disponibles porque para comprender el estado actual de una economía se requiere contar con información que indique cómo se llegó hasta dicho estado. Normalmente tomar los últimos diez años se considera razonable.
Pero luego surge una pregunta muy importante: ¿qué esperar a futuro para las economías que se están considerando? Organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM) cuentan con equipos técnicos muy capacitados y enfocados en realizar proyecciones utilizando sofisticados modelos econométricos. También lo hacen las propias instituciones de los países (ministerios de economía, bancos centrales, institutos de estadística, etc.). En general estas proyecciones abarcan los próximos cuatro o cinco años, pero resulta casi temerario tomar con certeza las que van más allá de los próximos dos años. De hecho, el FMI actualiza sus proyecciones varias veces al año en la medida en que incorpora más información sobre cada economía en particular y sobre el contexto mundial. En todo caso, son proyecciones a corto plazo y, ciertamente, con alto margen de error. ¿Son por ello inútiles? No. Es mejor contar con información incierta que carecer de información. Pero su utilidad es limitada. Si el interés de la empresa está puesto en el corto plazo, esta incertidumbre puede no ser un problema tan grave como para desincentivar la inversión. Pero ciertamente es un problema relevante para inversiones a largo plazo, que requieren proyectar flujos de ingresos y gastos a 5 años o más para luego definir si la inversión es recomendable o no.
¿Existe información que permita predecir con relativamente poco margen de error la trayectoria de una economía para los próximos 10 años o más? Afortunadamente, sí. En economía se suele realizar un ejercicio de contabilidad del crecimiento, por medio del cual se desagrega la tasa de crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) en función del aporte de cuatro elementos: el empleo, el capital humano, el capital “productivo” (tangible -maquinaria, equipo- e intangible -datos, IA-) y la productividad general. Por ejemplo, el PIB argentino creció a una tasa promedio anual de aproximadamente un 2,4% entre 1990 y 2022. De esa variación, 0,5 punto porcentual (p.p.) se explica por aumento del empleo; 0,2 p.p. por capital humano; 1,2 p.p. el capital productivo y 0,5 p.p. por la productividad. Pero, obviamente, la composición cambia dependiendo del período, como ocurre para 2010 – 2022: 1,2% de crecimiento promedio del PIB, con contribuciones del 0,3 p.p. en empleo; 0,2 p.p. en capital humano; 1,1 p.p. en capital productivo y -0,4 p.p. en productividad (sí: la productividad general de la economía argentina viene cayendo un 0,4 p.p. por año desde 2010).
El determinante fundamental de la trayectoria futura de una economía a largo plazo es la productividad. ¿Por qué? Imaginemos una economía que acumula capital rápidamente, pero con productividad estancada. ¿Cuál es el problema? Que el crecimiento basado casi exclusivamente en la acumulación de factores (o incluso otros factores, como el empleo) tiende a diluirse por los rendimientos decrecientes: unidades adicionales de capital aumentan la producción en cantidades cada vez menores. Por eso es tan importante que la productividad crezca. Y por eso las economías con mayor crecimiento de la productividad presentan perspectivas muy superiores a largo plazo que aquellas con productividad estancada o en disminución. Esta es, por tanto, la cuestión clave a la cual la empresa debe prestar atención, más allá de las vicisitudes de la coyuntura.
¿Qué explica el desempeño de la productividad? La economía como ciencia encontró dificultades importantes, al menos inicialmente, para comprender la dinámica del crecimiento más allá de la acumulación de factores como empleo y capital. Supongamos, por ejemplo, un país donde el PIB crece al 5%, con aportes de un punto porcentual por parte del empleo, otro punto porcentual por parte del capital humano y 2 p.p. por parte del capital productivo. ¿Qué explica el punto porcentual faltante? Inicialmente se lo denominó “la medida de nuestra ignorancia”, pero luego la tecnología acudió al rescate: es evidente que disrupciones tecnológicas como internet y las computadoras debían volver más productiva a una economía.
Pero la explicación aun no era del todo completa y satisfactoria. Es evidente, por ejemplo, que la primera revolución industrial produjo un aumento notable y sostenido de la productividad, y que esto, a su vez, condujo a más crecimiento y mejores niveles de vida. ¿Pero por qué esa revolución ocurrió en Gran Bretaña y no en China? Para completar la historia se necesitaba un eslabón, cuyo hallazgo permitiría encontrar la causa primera del éxito o del fracaso económico.
A comienzos de la década de 2000 un grupo de prestigiosos académicos e investigadores intentaba encontrar ese eslabón perdido. En 2002 tuve la oportunidad de tener a uno de ellos (James Robinson, de la Universidad de Chicago) como profesor. Han pasado más de veinte años desde ese momento, pero quienes integrábamos aquel grupo de alumnos ya preveíamos que las teorías que él y dos académicos más (Daron Acemoglu y Simon Johnson, ambos del MIT) estaban desarrollando conducirían a conclusiones de alto impacto.
En 2012 Acemoglu y Robinson publicaron Por qué fracasan los países, un libro sobre el cual George Akerlof (premio Nobel de Economía en 2001) comentó lo siguiente: “Consideramos que La riqueza de las naciones, de Adam Smith, es un clásico imperecedero. Dentro de dos siglos, lo mismo pensarán de Por qué fracasan los países”. La hipótesis del libro es simple y poderosa: países con instituciones económicas y políticas inclusivas crecen de modo sostenido, mientras que países con instituciones extractivas se estancan en lo que se ha denominado trampas de la pobreza y del ingreso medio.
Acemoglu, Johnson y Robinson acaban de ser galardonados con el premio Nobel de Economía. Se trata del reconocimiento definitivo a sus hallazgos de alto impacto, enormemente útiles tanto para quienes deben diseñar políticas económicas en el ámbito público como para los empresarios, ávidos por contar con información que les permita trazar la trayectoria más probable de una economía en el largo plazo.