La vocación de vetar invocando la libertad

Dos decisiones presidenciales consecutivas dejaron sin efecto leyes votadas en el Congreso. Aunque está entre sus facultades, esta reiteración puede llevar al desconocimiento de la función legislativa y la configuración de un ejecutivo absolutista

Con una minoría de votos, se logró sostener el veto presidencial a la Ley de financiamiento universitario (Jaime Olivos)

Por segunda vez en poco tiempo el Poder Ejecutivo Nacional ha ejercido el poder de veto respecto de una ley de gran trascendencia social, como lo es el financiamiento universitario, y como lo era la anterior, también vetada, de la movilidad jubilatoria.

La facultad de vetar estaba prevista en la Constitución de 1853 y se mantuvo con la reforma de 1994, con la modificación de que el veto puede ser total o parcial. La posibilidad de que el veto sea parcial favorece en muchos casos la gobernabilidad. Hay que tener presente que la parte no vetada debe ser promulgada y una vez publicada entra directamente en vigencia.

Para que se vea con claridad, el proceso es el siguiente: con la aprobación de ambas cámaras un proyecto se convierte en ley; el Ejecutivo la puede promulgar expresa o implícitamente dentro del plazo de diez días o bien vetarla. “En su diseño original, -explica Valeria Palanza, doctora en Ciencia Política por la Universidad de Princeton- el veto presidencial es una atribución pensada para forzar el consenso entre los poderes Ejecutivo y Legislativo. Tiene el poder de hacer que tanto el Congreso como el Presidente moderen sus posturas y se acerquen a posiciones aceptables para el otro actor”.

Sin embargo, en estas dos leyes que se comentan, lo que se percibe, a través del veto total, es una clara intención por parte del Presidente de imponer su voluntad a ultranza. Más allá de su ideología, convirtiendo al equilibrio fiscal en una deidad, nos está diciendo que él pretende que su poder debe ser prevaleciente respecto del Legislativo.

Conforme el art. 83 de la Constitución Nacional, si el Congreso insiste con las dos terceras partes de los legisladores presentes de la Cámara de origen, el Ejecutivo no tiene más alternativa que promulgar la ley. Pero, tal como hemos podido apreciar a través de las declaraciones de los ministros y el vocero presidencial, incluso si el Legislativo hubiera insistido en las referidas leyes, su intención era no promulgarlas y llegó a anunciar que realizaría algún planteo judicial.

La Corte Suprema de Justicia de la Nación ya ha fijado jurisprudencia al respecto, señalando en varios fallos que la formación de las leyes es resorte de los poderes que dispone la Constitución y por lo tanto ajena a la intervención judicial.

Pero más allá de eso, es importante verificar nuestra actual situación político institucional y su proyección en tanto pueda afectar el equilibrio de los poderes y la paz social.

En principio debe considerarse que la actitud del Ejecutivo de vetar por completo ambas leyes, más todas las que no le gusten, significa transformar lo que debe ser una potestad restringida a determinados casos en un modo de gobernar en detrimento del sistema de representación y del equilibrio de los poderes previsto en la Constitución. Hay que detenerse en el hecho de que estas dos leyes fueron aprobadas por las mayorías pero derogadas por la minoría que perdió en el proceso de su creación, al respaldar ésta el veto presidencial.

Sin desmedro de la legitimidad de origen del Ejecutivo, la fórmula descrita constituye una clara afectación a la soberanía popular. Los legisladores también han sido elegidos por el Pueblo y por ello no resulta políticamente atinado que se imponga la “no ley” producto del veto presidencial y una minoría que lo acompaña con su voto o su ausencia del recinto.

Más allá de la sospecha sobre negociaciones ocultas -pues pareciera que para el sectarismo oficialista hay “ensobrados” buenos y “ensobrados” malos-, está claro que la voluntad del Pueblo, que no delibera ni gobierna, dado que lo hace por medio de sus representantes, ha sido desconocida por un acto imperial y una minoría. Para colmo, invocando la libertad.

La vocación de vetar del Presidente implica desconocer la función legislativa y va afianzando un ejecutivo absolutista.

Huelga señalar las posibles consecuencias sociales de este estilo de gobierno que configura una nueva “supercasta”. Tal vez los jubilados deban seguir esperando a que se atienda su situación y, pese a su gran número, poco es lo que podrán mostrar sobre su decepción.

En cambio, la comunidad universitaria, que ya ha dado muestras de su descontento en la actual coyuntura, seguramente hará oír sus reclamos en la calle y, más aún, se afectará la actividad trascendental de los centros de altos estudios.

Como consecuencia, en tanto la voz social no encuentre el cauce de la ley, habrá manifestaciones y una eventual represión que aumentará la crispación.

Más allá de los discursos de campaña, en los que el actual presidente postulaba gobernar con o sin el Congreso, es necesario que el titular del Ejecutivo Nacional asuma que su función tiene un marco constitucional y cultural que no puede ser ignorado de forma alguna.