Como antiguo jefe de Gabinete de Michel Barnier (entonces ministro de Relaciones Exteriores, 2003-2004), me alegré el pasado 5 de septiembre cuando el presidente Emmanuel Macron lo nombró Primer Ministro de Francia. Mi satisfacción se debe a tres razones.
La primera es que Michel Barnier es un hombre recto e íntegro. Puedo atestiguar su insistencia en pagar los impuestos locales, mientras se alojaba en el Quai d’Orsay en el apartamento oficial del ministro, o su puntualidad para reembolsar al Estado las comidas de sus padres, que de vez en cuando venían a almorzar en familia los domingos. Su honradez le puso a veces en aprietos con sus convicciones cuando, por ejemplo, se abstuvo de votar a favor de la despenalización de la homosexualidad en 1981, constreñido por las posiciones de su partido, por las que había sido elegido, o cuando, para satisfacer las expectativas de los votantes de su bando, fue candidato a la presidencia de la República y puso en tela de juicio la supremacía del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, a pesar de que estaba en el corazón del edificio europeo que tanto había defendido; “defectos” que aún hoy algunos le reprochan. No se pasa una vida entera en política, en un mundo cambiante, sin contradecirse nunca. Digamos que, en general, Michel Barnier se ha traicionado a sí mismo más de lo que ha traicionado a los demás, lo que no es común en el mundo político.
El segundo motivo de satisfacción es que, después de tres elecciones, a principios del verano, que confirmaron invariablemente el rechazo de la política llevada a cabo desde hace siete años, era hora ya de que Francia saliera de este período demasiado largo de vacío político. Independientemente de lo que uno piense de ello, el cuestionamiento al balance del gobierno es real; es una observación. Dado que los franceses han sido llamados a las urnas, era importante que el nuevo gobierno estuviera en línea con las fuerzas presentes en el Parlamento (y este está compuesto por dos cámaras); y, por cierto, nunca deberíamos haber tenido que esperar dos meses para que se nombrara a un jefe de Gobierno. Es cierto que si bien el Nuevo Frente Popular, que federa a las izquierdas y los ecologistas, obtuvo una victoria (relativa), fue sólo el reflejo de una reacción circunstancial destinada a detener el avance de la extrema derecha, la gran ganadora de las primeras elecciones, receptáculo de todos los descontentos, más allá incluso de su línea política. Pero, seamos claros, este frente republicano de circunstancias era heterogéneo. Ciertamente podría haber cristalizado en un programa de gobierno –como ocurrió en el pasado en varias ocasiones–, pero esto habría significado no contar con los excesos institucionales de Jean-Luc Mélenchon, su carismático líder, sus reiterados llamados a la renuncia de un Presidente de la República perfectamente legítimo y sus vociferaciones a favor de la lucha en las calles. Esta actitud a ultranza volvió irrelevante la movilización electoral contra el Rassemblement National de Marine Le Pen y Jordan Bardella y, en el acto, desvalorizó a quienes se habían unido a ella de buena fe. Los apartó (por el momento) del poder, subrayando su incapacidad para formar una mayoría gubernamental coherente. El “poder” no les fue robado, lo perdieron. En este contexto, el nombramiento de Barnier es coherente.
Por último, la tercera razón para estar objetivamente satisfecho es que Michel Barnier es un hombre serio y competente, con una amplia experiencia en la administración pública. Si los juegos políticos se lo permiten, debería aportar a Matignon –sede del Primer Ministro–, así como a su gobierno, determinación, fuerza serena y una suma de experiencia para hacer frente a los inmensos desafíos que enfrenta Francia: la aprobación de un presupuesto que está fuera de tiempo, la gestión de la crisis de pensiones aún abierta, el déficit excesivo que pesa sobre nuestro futuro, la falta de gobernanza que nos paraliza... La tarea es inmensa, los temas son complejos y divisivos, y las razones de ruptura son potencialmente innumerables. Sólo un equipo sólido, con los pies en la tierra, que mantenga el sentido común y sea capaz de escuchar y comprender, puede volver a poner a nuestro país de pie y en la dirección correcta en unos meses, en un contexto inestable y mientras estamos pagando –o estamos a punto de pagar– el precio de años de errores, de decisiones arriesgadas y de negación de la realidad de nuestra comunidad nacional. Pocos hombres o mujeres pueden tener éxito en esta misión imposible cuando, por otro lado, más allá de nuestras fronteras, el mundo se está resquebrajando: no podemos gobernar aquí sin tener en cuenta la guerra de agresión rusa contra Ucrania y sus consecuencias, los riesgos de un estallido en el conflicto entre Israel, Hamas y, ahora, Hezbolá, la crisis migratoria que nos afecta directamente, el cambio climático, el surgimiento de potencias que cuestionan nuestros valores y la desorganización de la globalización. Porque afronta sus responsabilidades con rigor y sin prometer la luna, el ex ministro de Medio Ambiente y de Relaciones Exteriores, Barnier, europeo y patriota, es hoy, según algunos barómetros, el político más popular de Francia. Por desgracia, por naturaleza, esta posición sólo puede ser efímera y, por la ley de gravedad, sólo puede bajar del pedestal en el que nosotros (y los medios de comunicación) lo hemos instalado. Añádase a esto el hecho de que si logra construir un gobierno que no decepcione demasiado –la lista se acaba de dar a conocer mientras escribo este artículo, y reconozco que hubiera preferido un gobierno de unidad nacional de técnicos y expertos–, si supera el umbral de la primera declaración de política general ante la Asamblea Nacional y si evita las primeras mociones de censura, el Primer Ministro se encontrará cara a cara consigo mismo y con la obligación de ser capaz de lo imposible. Y, por lo tanto, de decepcionar. Al mismo tiempo, apoyado por unos medios de comunicación que siempre se apresuran a enfatizar y aunque él lo niegue, no podrá evitar pensar en el futuro, en la tentación de reemplazar a este Presidente que se ha vuelto tan impopular. Puede que sea demasiado pesimista, pero apostemos que los buenos acuerdos colapsarán y el apoyo se desmoronará. Es una lástima, porque Francia necesita un hombre honesto, un negociador atento a todos, un hombre independiente y equilibrado. De lo contrario...
(*) El autor fue Embajador de Francia en Argentina (2016-2019). Acaba de publicar la biografía Le dernier diplomate écrivain. La vie de Pierre-Jean Remy, immortelle Excellence (El último diplomático escritor. La vida de Pierre-Jean Remy, Excelencia inmortal, L’Harmattan, París). El artículo fue publicado por la Fundación Foro del Sur