Javier Milei y Gustavo Petro: dos extremos que se tocan

A la hora de comunicar, las similitudes entre ambos mandatarios latinoamericanos son mucho más profundas que sus evidentes diferencias

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Los presidentes de Colombia y la Argentina, Gustavo Petro y Javier Milei
Los presidentes de Colombia y la Argentina, Gustavo Petro y Javier Milei

Quien esto escribe es un comunicador argentino que trabaja en Colombia hace un año y divide su tiempo y sus contactos entre ambos lugares. Esta situación y mi deformación profesional me han llevado durante este tiempo a comparar las formas de comunicar y de posicionarse ante los públicos de dos personas que, a primera impresión, parecen totalmente antagónicas (incluso hemos presenciado enfrentamientos mediáticos entre ellos) como son Gustavo Petro, presidente de la República de Colombia, y su par argentino, Javier Milei.

Ahora bien, a la hora de comunicar y de marcar la agenda de todos los días (es importante destacar que son ellos dos quiénes imponen los temas en la arena pública de sus países, ya que hasta el momento la oposición no ha logrado descifrarlos -en ambos casos- y siempre se encuentra en una postura defensiva o reactiva) las similitudes entre ambos mandatarios son mucho más profundas que las diferencias.

Quienes trabajan en el ámbito de la comunicación o de la política saben que, desde hace algunos años, ya no existe diferencia entre el momento de la campaña y el de la gestión. Los gobiernos siguen en constante proselitismo para tomar decisiones e imponer sus proyectos de país. Es una realidad que se aplica en muchísimos lugares del mundo, pero que es aún mucho más palpable en la Argentina y Colombia con mandatarios que por la forma y el momento histórico en el que llegaron al poder, carecen de bagaje institucional y volumen político. ¿Qué tienen ambos a favor entonces? Son dos figuras particulares desde su concepción, muy histriónicas, que cuentan con un amplio respaldo en redes sociales para generar una multiplicación exponencial de sus mensajes que contornean un discurso estructurado en pocos ejes y con “enemigos claros”.

A partir de allí el modus operandi es casi idéntico. Mientras Milei identifica sus enemigos en “la casta” y en “los degenerados fiscales”, Petro lo hace en “la oligarquía” y “los anti-Colombia”. En el momento que Milei dice “que lo quieren voltear”, Petro acusa a la oposición de hacer “un golpe blando”. Diferentes posturas ideológicas, pero con un mismo patrón de comunicación: lo que une “a los nuestros” y lo que tenemos en común es el desprecio y, en muchas ocasiones, el odio por “los otros”, que no tienen ni una sola virtud.

Su comunicación y todo el aparato de “repetidores virtuales” no se basan en la construcción de algo nuevo o de un proyecto de país a futuro, sino en destruir “lo otro” (“la casta” o “la oligarquía” que son los causantes de todos nuestros males). Un discurso que, aunque peligroso, no deja de ser certero y de fácil consumo para sociedades (como la colombiana y la argentina) que están agobiadas de años de espera por una solución para sus problemas, que nunca llega.

En este contexto y ante este paradigma de comunicación también ocurre algo que, si bien acontecía en el pasado, no era tan claro como se presenta en este momento. La verdad y la coherencia de los datos pasan a un segundísimo segundo plano y parecen no importarle a nadie (ni al periodismo). Es decir que, lo que anteriormente era la base cualquier mensaje: la verdad, hoy es algo con un valor casi anecdótico. Lo públicos no buscan verdades, buscan frases y discursos que los reafirmen en sus pensamientos. Allí se sumergen sin mucha reflexión, ni cuestionamientos. Es mucho más una cuestión de fe (casi dogmática) que de argumentos.

Milei puede decir un día ante el Congreso de la Nación “que las provincias deben ahorrar USD 60.000 millones” para que sus ministros en menos 8 horas lo desmientan y digan “que la cifra es mucho menor” y que lo que dijo fue “algo relativo”. Por su parte, Petro, en medio de la huelga de transportadores más importante de Colombia de los últimos años, hace una alocución sobre el “software de espionaje Pegasus”, para que pocas horas después la fiscal general de la nación, el ministro de defensa y el director de la Dirección Nacional de Inteligencia lo desmientan y digan “que no hay evidencia sobre ese caso”. Y en ambas situaciones a nadie le importa, ni le genera interrogantes.

Este es un fenómeno que no ocurre sólo en la región y es una constante en la política internacional. Hace pocos días hemos escuchado decir a Donald Trump, en el debate presidencial y sin ninguna prueba, que “en Springfield los inmigrantes comen perros y gatos” y también es famosa la temeraria frase de Vladimir Putin: “Perdonar a los terroristas es cosa de Dios, enviarlos con él es cosa mía”.

Evidentemente, todo lo anterior nos deja algunas reflexiones y varias preguntas sobre la comunicación actual. En primer lugar, podemos aventurarnos a decir que en una sociedad “bombardeada” por miles de mensajes cada día, sin la capacidad de absorber todo lo que se le comunica y totalmente divida, el contenido está dejando de ser “el rey” y que “el impacto” está tomando un lugar mucho más central. Parece que cada día importa menos qué decimos y lo que gana lugar es cómo lo decimos y para quiénes hablamos. Impactar, replicar y potenciar le ganan el pulso a la verdad y la coherencia.

Para los comunicadores y periodistas esto representa un nuevo desafío (uno más en muy pocos años) y muchas preguntas. Si la verdad y la coherencia pierden lugar y lo ganan el impacto y el fanatismo ¿dónde queda nuestro lugar? ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar? ¿Cómo las empresas y las personas se insertan en esta realidad? ¿Cómo se juega la ética y la moral de quien trabaja para informar /dar un punto de vista? Muchas preguntas para las que hoy, seguramente, no tenemos respuesta.

El autor es Director General de Burson Colombia y docente universitario

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