El pasado 17 de septiembre el Tribunal Europeo de Derechos Humanos falló sobre Pindo Mulla vs. España, dictaminando que España había violado los artículos 8 y 9 referentes al derecho a la vida privada y familiar, libertad de pensamiento, conciencia y religión conforme al Convenio Europeo de Derechos Humanos, más allá que su artículo 2 establece el derecho a la vida. Mulla, Testigo de Jehová, fue sometida para salvar su vida a una transfusión de sangre contrariando su consentimiento motivado por sus creencias religiosas.
Este caso pone nuevamente de relieve la tensión entre deontología médica y principio de autonomía personal, en el cual se enmarca la libertad religiosa, pero sin limitarla a esta, sino aplicable a toda decisión personal informada sin importar su motivación. Siempre tratándose de un adulto, capaz, decidiendo libre y conscientemente sobre su propio cuerpo y tratamiento médico, aun cuando afecte su integridad física, pero sin perjudicar a terceros.
La Constitución Nacional Argentina (arts. 19 y 14) consagra el principio de autonomía y el derecho a profesar libremente cualquier culto. Premisas estas para fallos de la CSJN sobre “Bahamondez, M. s/medida cautelar” (1993), Testigo de Jehová quien firmó un consentimiento previo rechazando la transfusión sanguínea que el hospital, intentando salvar su vida frente a una grave hemorragia digestiva intentó implementarle. Aunque inoficioso, la Corte rechazó el primer fallo del juez quien autorizó la transfusión que finalmente no se implementó, porque el paciente fue trasladado a otro nosocomio donde se recuperó sin dicho procedimiento. El argumento residió en que la libertad religiosa y la autonomía son derechos fundamentales que deben ser respetados incluso en circunstancias extremas, no correspondiendo a los jueces sustituir el criterio del paciente que asume el riesgo al negarse a recibir tratamiento.
Similarmente, “Albarracini Nieves, J. W. s/medidas precautorias” (2012), Testigo de Jehová que encontrándose en estado crítico tras un accidente, su familia presentó un amparo para evitar una transfusión de sangre, en concordancia con su voluntad previamente expresada. Si bien el tribunal de primera instancia rechazó el amparo, argumentando que el derecho a la vida (art. 4, CNA) prevalecía sobre cualquier otra consideración, la CSJN revocó esta decisión, afirmando que la negativa a recibir una transfusión de sangre formaba parte de su autonomía y libertad religiosa, no prevaleciendo el derecho a la vida ni existiendo interés público relevante que justifique la restricción a su libertad personal.
En Estados Unidos, la Corte Suprema de Illinois en “In re Estate of Brooks” (1965), revocó la decisión del tribunal inferior que impuso una transfusión sanguínea para salvar la vida de quien padecía de úlcera péptica, afirmando que el derecho a la libertad religiosa sólo puede ser limitado cuando pone en peligro la salud pública o el bienestar de otros. Similarmente en Harvey vs. Strickland (2002), donde la Corte Suprema de Carolina del Sur revocó por mala praxis médica, la sentencia del tribunal inferior que favorecía al Dr. Strickland, quien le implementó a Charles Harvey una transfusión de sangre para salvarle la vida, tras obtener el consentimiento de la madre del paciente contrariando la anterior negativa de éste.
En menores de edad la situación cambia significativamente, ya que el principio de autonomía personal se ve limitado por la tutela que el Estado y los padres o representantes legales tienen sobre el bienestar del menor. La legislación y jurisprudencia tienden a priorizar el interés superior del niño, consagrado en la Convención sobre los Derechos del Niño (art. 3), ratificada por Argentina, estableciendo que toda decisión que afecte al menor debe velar por su bienestar y protección. El Código Civil y Comercial de la Nación (art. 26), regula bajo la noción de “autonomía progresiva”, las decisiones relacionadas con la salud para menores entre 13 y 16 años pudiendo decidir sólo sobre intervenciones médicas no invasivas y sin riesgo de vida, mientras que los mayores de 16 años se consideran adultos.
Por ello, la CSJN y otros tribunales priorizaron el derecho a la vida, integridad física y salud del menor, como inalienable y de interés superior, sobre la libertad religiosa de los padres quienes rechazaban la transfusión sanguínea, estando el Estado obligado a protegerlo. La Corte Suprema de Canadá, en “B. (R.) vs. Children’s Aid Society of Metropolitan Toronto” (1995), reconoció que la imposición de prácticas religiosas que amenacen la seguridad, la salud o la vida del niño no es una libertad incluida en la Carta Canadiense de Derechos y Libertades (arts. 2 y 7). Debido a una condición potencialmente mortal y una cirugía prevista, el bebé fue puesto bajo tutela temporal de aquella Sociedad para administrarle la sangre.
Lo problemático de estos fallos de Cortes Supremas para adultos, revocando los inferiores, es la desconsideración del derecho a la vida como bien superior a tutelar, de la deontológica profesional médica y del derecho a la libertad religiosa del profesional. La bibliografía bioética mayoritaria argumenta que, aunque la autonomía de los pacientes es central, debe encontrarse un equilibrio entre los derechos del paciente, los deberes del médico y el interés superior del Estado en proteger la vida. Así, los médicos están sujetos al principio de beneficencia y no maleficencia, que los obliga respectivamente a actuar en el mejor interés del paciente, implicando salvar su vida o evitarle sufrimiento; y exigiéndoles no causar daño, por acción u omisión, conllevando la obligación de tratamientos vitales. Luego, si bien el principio de autonomía sugiere que las decisiones del paciente competente deben ser respetadas estando debidamente informadas, cuando la vida está en riesgo y más aún en emergencia, el médico debe actuar salvando la vida, incluso contra las creencias religiosas del paciente o su familia.
Esta problemática, y la emergente de contrariar los arts. 12 y 13 de la Convención Americana de DDHH, que sujeta la libertad religiosa a las limitaciones de la ley y necesidades para proteger, entre otras cosas, la salud o moral públicas o los derechos o libertades de los demás, se resuelve mediante la doctrina bioética de la justificación. Basado en Diego Gracia, los cuatro principios, beneficencia, no maleficencia, autonomía y justicia, se diferencian en niveles jerárquicos articulando la dimensión privada y pública de la persona. El nivel de mínimos requeridos en lo público está constituido por los principios de no maleficencia y justicia. El primero, asegurando la integridad física de la persona garantizando que no será dañada, por acción o por omisión de aquello que evite el daño. Y el segundo, asegurando la no discriminación, el acceso igualitario a los bienes y recursos sanitarios. Su relevancia pública sitúa estos principios en un nivel anterior al de máximos constituidos por la autonomía y beneficencia como dimensión privada. Ahora, en caso de conflicto han de garantizarse los mínimos o nivel público, porque posibilitan los máximos o nivel privado. Así, la defensa de la libertad religiosa sigue siendo relevante, pero limitada al riesgo de vida del paciente.
Este esquema de prioridades es más congruente con el propio corpus normativo, respetando además los mismos derechos del personal médico más su deontología profesional, requiriendo establecer un mecanismo de exención de responsabilidad penal para el médico cuando salva una vida más allá del consentimiento informado del paciente. Incluso es más acorde a la cultura occidental cuya base bíblica impone el principio conocido como Pikúaj Nefesh (salvar una vida humana), basado en Levítico 18:5, priorizándolo sobre casi todas las demás normas; adicionando el Levítico 19:16 prohibiendo deponer contra la vida del prójimo, tal como demuestro en mi trabajo “Deberes, Exenciones y Responsabilidades en la Práctica Médica según la Bioética Judía” (2021).
La autonomía no es un derecho absoluto, especialmente cuando la vida del paciente está en riesgo, contrariando la obligación del médico de curar y obligándolo a dejar morir a quien puede salvar. El médico tiene el deber de intervenir para salvar la vida de su paciente, incluso en contra de la voluntad de éste. Deber además relacionado con el principio de consentimiento implícito, como autorización concedida por la persona, inferida por su acción y circunstancia cuando ingresa como paciente a un entorno médico.