En su reciente visita a Bélgica, Francisco se detuvo a orar ante la tumba del Rey Bauldino (reinante entre 1951 y 1993), uno de los pocos jefes de Estado modernos que ha sido llevado a los altares o se encuentran en proceso de beatificación. Precisamente el último es el caso de Bauldino, quien, según se sostiene en el proceso respectivo, fue poseedor de las “virtudes heroicas” que llevan al reconocimiento público de la santidad.
Entre los actos heroicos del rey belga se encuentra su resistencia a la firma de la ley que legalizó el aborto voluntario, resistencia que lo llevó a abdicar provisionalmente durante el trámite de promulgación de aquella desafortunada norma. Preguntado sobre el tema en el viaje de regreso a Roma, durante la acostumbrada rueda de prensa “aérea”, el Papa no dudó en afirmar: “El rey fue valiente porque ante una ley de muerte no firmó y dimitió. Eso requiere valor, ¿no? Hace falta un político ‘con pantalones’ para hacer eso. Hace falta valor”.
Hace y hará falta valor, mucho valor, para resistir la cultura “trans o post humana” que nos propone el progresismo, hoy dominante en ciertos organismos internacionales, a los que nuestro Presidente ha denunciado, también con una valentía extraordinaria, como igualmente lo ha hecho con respecto al crimen del aborto.
El Papa volvió a denunciar la realidad del aborto con todas sus letras: “No olvidemos decir esto: un aborto es un asesinato. La ciencia te dice que en el mes de la concepción ya están todos los órganos. Matas a un ser humano. Y los médicos que se prestan a esto son –permítanme la palabra- sicarios. Son sicarios. Y eso no se puede discutir. Se mata una vida humana”.
Recordemos que sicario, según la RAE, es quien mata a alguien por encargo de otro, normalmente a cambio de un pago en dinero. Sin duda el término, dirigido a los médicos abortistas, es muy duro, pero mucho más grave es la muerte de un inocente absolutamente indefenso, por quien, como consecuencia de su profesión, se encuentra obligado a la defensa de la vida.
Hay muchas formas de “sicariato”. Una es la que se produce por ejecución directa (práctica del aborto, suministro de drogas abortistas); otra es la indirecta, ya sea por acción (aprobación de regulaciones abortistas) o bien por omisión (no hacer nada contra el aborto, pudiendo hacerlo). Esta última es, quizás, la moralmente más grave. Podríamos preguntarnos el porqué de, en algunos, la defensa tan cerril del aborto libre, cuando es indudable que por este medio se mata a un ser humano.
En la mujer que decide abortar su hijo, seguramente prima alguna causa de desesperación muy grande. También ella es una víctima de la “cultura de la muerte”. En el profesional que lo practica, prevalece el “sicariato” (no es admisible que un médico niegue la calidad de ser humano del embrión/feto; no puede actuar contra una evidencia científica irrefutable o, cuanto menos, de fuerte presunción de certeza). En muchos, el “abortismo” es consecuencia de una ideología progresista/feminista desviada. En “los que mandan” (porque tienen el dinero y buscan reproducirlo, como es el caso de ciertos laboratorios) la razón es de futuro: la industria del embrión.
Ciertamente es una industria de grandes perspectivas: producción de células madre, experimentos biológicos con fines comerciales, producción de embriones de diferente categoría (como los de “Un mundo feliz” de Huxley) algunos destinados a servir, otros a dirigir, etc. Nada de esto sería admisible de admitirse la humanidad del por nacer en cualquier estadio de su desarrollo. Y claro, la legalización del aborto exige el no reconocimiento de tal humanidad, salvo en nuestro país, donde los progresistas son de escaso nivel intelectual: la ley declara el aborto como derecho, mientras que el Código Civil y la Constitución reconocen la humanidad del concebido. Es un caso creo que único (salvo el horror de la pena de muerte) de declaración formal y expresa del derecho a matar a un ser humano inocente.
¿Será inexorable ese futuro post humano? Depende de las virtudes heroicas de los gobernantes y de su pueblo.