En mis tiempos de discípulo, un maestro me decía: “Yo soy católico hasta Constantino y después de Juan XXIII”. Me parecía una definición interesante de su pertenencia a la fe cristiana por el criterio selectivo que empleaba de acuerdo a sus convicciones. En política, yo podría decir que soy peronista hasta la muerte del General Perón y durante un breve tiempo de la presidencia de Néstor Kirchner. No me representó el gobierno de Menem, que se llevó puesto al peronismo y a la patria. Digo siempre, y no para llamar la atención, que hubo más dignidad patriótica en la dictadura de Lanusse que en la democracia de Menem.
Esta semana, escuché de un radical de la Coordinadora, con quien en algún momento tuvimos cierta afinidad ideológica, expresiones profundamente antiperonistas. Sentí que no había entendido nunca a Balbín, quien, quizás haya tenido menos universidad que el economista de marras, pero no le faltó barrio. Fue alguien más humano, más radical en el sentido de aquellos que tenían una forma de pararse en la vida distante de la Internacional Socialista, pero también de los conservadores sin destino como Mauricio Macri, a quien no se hubiera acercado siquiera. Me dolía la entrevista porque recuperaba la confrontación de los tiempos del derrocamiento del gobierno constitucional de Perón, sin asumir la conciencia del desastre que fue aquel golpe. No le gustaba ser tratado de “gorila”, mucho más grave fue que los aviones bombardearan a inocentes un aciago mediodía en Plaza de Mayo o los fusilaran en los basurales de José León Suárez. ¿Por qué pedirles memoria a políticos ya mayores que han cambiado de bando si todo se dirige a la ausencia de conocimiento histórico, científico y literario avalado y alentado desde la ignorancia, con expresiones groseramente insultantes desde la Primera Magistratura? Tiempos excesivamente líquidos, diría Zygmunt Bauman.
En ese sentido, me duele también la fractura del radicalismo. El salto de Balbín a Alfonsín fue muy significativo y produjo hechos extraordinarios, como el Juicio a las Juntas, pero al quedar limada la continuidad, se limitó su posterior ubicación histórica. Ahora bien, cuando asumo mi peronismo, la cuestión es mucho más grave, porque fue usurpado y saqueado por personajes menores que se disfrazaron de izquierda para hacer negocios, que discutieron fortunas apropiadas de los pobres en beneficio propio. Con la excusa de hacer política, solo lograron su buscado ascenso social.
A un grupo de jóvenes, dignos, respetables, que me hacían una entrevista -dos de ellos adherían fanáticamente al presidente actual- intenté transmitirles que nunca un sector sería capaz de definir un futuro colectivo: o hay un acuerdo y una pacificación que nos lleve a una coincidencia o todo se volverá pasajero y cada vez más breve. Si bien es cierto que Macri ganó su primera votación legislativa, doy por sentado que lejos estará Milei de lograrlo.
A veces, frente al televisor, cambio del canal del Presidente Milei al de Cristina para ver quién exagera más, quién degrada más al otro, quién gana esta pulseada por salir de la noticia y entrar en el aplauso de los genuflexos. Como no coincido con ninguno -mi respeto por Milei es nulo y nunca me sentí cercano a Alberto Fernández-, puedo ver desde lejos y lamentar la ausencia de información en espacios donde parece haberse suprimido la libertad.
Sabemos que el fanatismo es una religión sin ideología, que el fanático se la agrega como justificación de su esquema, pero lo relevante es su impotencia para dudar, su incapacidad de sentir que en el otro también puede haber una razón. Resulta difícil comprender el punto al que arribó la Historia, como el del innecesario enfrentamiento entre México y España, difícil de asumir, porque, en alguna medida, si vamos a escarbar en los pasados, nunca habrá pacificación. Es un punto de vista.
En el caso argentino, es hora de asimilar que el Perón que nos deja es el de la pacificación, que hasta el 55 la reivindicación de los humillados conllevaba, con absoluta razón, la rebeldía, como la hubo también en las luchas por el reconocimiento de los derechos civiles de la población afrodescendiente en EEUU. Es inevitable que el primer paso de una reivindicación sea la confrontación y el segundo, la paz.
Los que no son patriotas van a buscar en los pasados más complejos o en los más injustificados. Recuerdo que cuando Perón regresó al país y entró en la casa de Gobierno lamentó que, habiéndola dejado con 250 empleados, en ese momento, hubiera 2500. Habían pasado gobiernos liberales, desarrollistas, radicales, a lo largo de esos 17 años de proscripción peronista. “Así no se hace un país”, concluyó.
Sin duda alguna, fue una equivocación conceptual el crecimiento desmesurado del Estado, pero el error de base se hallaba en la destrucción de la industria y en convertir al Estado en refugio de una sociedad en la cual la política no había puesto su mirada. La política pensaba desde las ganancias y no desde las urgencias del trabajo. Por eso, hoy, es incoherente concebir la solidez de la moneda por encima de las necesidades esenciales de la sociedad. El monetarismo es una enfermedad mental y no una virtud y, en rigor, constituye una defensa de la concentración económica y no de la distribución de la riqueza. Vivimos un momento que no tiene salida y donde solo crece el dolor de los humildes, de los necesitados, y la desmesura de los sectores elitistas para explotar sin límites a la población.
Reiteremos que la casta es la gente, que para Milei y los suyos, la casta es el pueblo que sufre y soporta este ajuste sin otro sentido que la concentración económica de ricos, poderosos e influyentes de nuestra sociedad. ¿Es necesario mencionarlos? Todos los conocemos, esos nombres dan vergüenza por su codicia ilimitada y por su cínico desconocimiento del sentido de nación, de esa nación donde se enriquecen más y más cada día mediante la renta financiera, sin que la producción, el desarrollo, el trabajo y la educación tengan para ellos el más mínimo valor.