A raíz del aislamiento social durante la pandemia, se suspendieron las visitas carcelarias. Para que los presos no perdieran contacto con sus familiares y afectos, las autoridades bonaerenses –y de otras provincias– tomaron la imprudente decisión de permitir el libre uso de celulares dentro de las cárceles. Bien pudieron poner teléfonos a disposición de los detenidos, pero sin entregárselos. Y bien pudieron revertir la medida y quitárselos una vez acabado el aislamiento social. Pero no. La pandemia fue una excusa: hacía tiempo que los activistas en favor de los presos presionaban para que éstos tuvieran dispositivos móviles.
Hoy se pagan las consecuencias de tamaña irresponsabilidad. Porque los celulares son herramientas peligrosas cuando están en manos de los delincuentes. Y cada vez son más los ilícitos que pueden cometerse frente a la pantalla de un smartphone. En poco tiempo, los presos hicieron especialidad en ciberdelitos, y las cárceles bonaerenses –y de otras provincias– se convirtieron en call centers tumberos al servicio del crimen organizado.
Esto resintió todo el sistema punitivo. Porque el derecho penal cumple su función amenazando con la cárcel a todos los ciudadanos, a fin de disuadirlos de cometer delitos. Pero si la amenaza penal no logra su propósito preventivo, luego la ejecución de la pena permite intentar la resocialización del delincuente, a la vez que –mientras está preso– se lo aparta para que no siga perjudicando a la sociedad.
Estos beneficios de la ejecución penal se debilitaron sensiblemente. ¡Es que no hay resocialización posible si los presos utilizan los celulares para delinquir desde la cárcel! Y no estamos hablando de riesgos futuros y eventuales, sino de una criminalidad intra-penitenciaria que está aceitada y consolidada.
Desde la cárcel los líderes del narcotráfico emiten sus órdenes. Desde la cárcel operan asociaciones ilícitas dedicadas a las estafas virtuales. Desde la cárcel se amedrenta a las víctimas, familiares y testigos de las causas penales. Y desde la cárcel se hostiga a las mujeres que sufren violencia de género.
Las mujeres son especialmente perjudicadas. A través de los celulares, los presos ingresan a las redes sociales de sus ex parejas (y de las personas vinculadas a ellas) o se comunican con terceros allegados, y así averiguan dónde están, qué hacen, con quiénes se juntan o si conocieron a alguien. Con esos datos las vigilan, las manipulan y las amenazan a fin de someterlas a su dominio.
El encierro del violento ya no les devuelve la paz. Ellas siguen a su merced, desprotegidas y vulnerables. La violencia no cesa; tan sólo cambia de forma. Ellas no logran recobrar la tranquilidad: siguen temerosas, cohibidas, sin poder recuperar sus vidas. Y a veces este miedo las disuade de declarar en juicio.
Las mujeres que no logran salir del círculo de la violencia, son nuevamente captadas con promesas u otras manipulaciones. Y debido a su especial vulnerabilidad, vuelven a someterse a la voluntad de los violentos, convirtiéndose –incluso– en “soldaditas” que ejecutan lo que ellos ordenan.
Los presos las utilizan para transportar o comercializar extramuros los estupefacientes que ellos gestionan; para recibir los bienes o retirar el dinero obtenidos a través de las estafas virtuales; y para que, furtivamente, ingresen cosas prohibidas a las cárceles: drogas, dispositivos no declarados, chips telefónicos, etcétera.
A fin de someterlas, los presos emplean sus celulares con diversos objetivos: hostilizar a familiares de ellas o a sus nuevas parejas; manipular a los hijos que tienen en común; manejarles el dinero que ellas ganan con su trabajo; y amenazarlas a través de llamadas, mensajes –de texto, audio y video–, uso de perfiles falsos de redes sociales, e incluso mediante la extorsión sexual (sextorsion).
Esta última modalidad es una de las más crueles, ya que los detenidos usan las imágenes o videos de contenido sexual que –de ellas– guardan en sus dispositivos (las que incluso, con sus celulares, pueden obtener en las visitas íntimas dentro de la prisión), para obligarlas a hacer lo que ellos quieran, bajo amenaza de viralizar las mismas en las redes sociales.
Tampoco es raro que los presos desobedezcan órdenes judiciales de prohibición de contacto. Con la agravante de que estas resoluciones no siempre se renuevan luego de la detención, porque la víctima se siente a salvo, creyendo –ingenuamente– que en las cárceles se restringen las comunicaciones de los presos. Mientras tanto, éstos despliegan su accionar sin siquiera incurrir en delito (salvo que cometan otro ilícito al entablar dicho contacto).
En suma, al permitir el uso libre de celulares dentro de las cárceles, las autoridades bonaerenses se desentendieron de la protección de la población en general, y de las víctimas en particular. Especialmente, abandonaron a su suerte a las mujeres víctimas de violencia de género, privándolas de su derecho a la seguridad personal y a una vida sin violencia, en observancia de la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer (Convención de Belém do Pará) suscripta por nuestro país.
Es tiempo de prohibir la tenencia de celulares dentro de las cárceles bonaerenses (y de otras provincias que todavía los permiten o toleran), lo cual –cabe aclarar– debe alcanzar las tablets, relojes inteligentes, notebooks y otros dispositivos tecnológicos a través de los que se pueda acceder a telefonía móvil, mensajería de texto y voz (WhatsApp y Telegram) o redes sociales (Facebook, Instagram, Tik Tok y X). Ante todo, porque la pandemia terminó hace años, con el consecuente retorno de las visitas. Y además, porque el acceso a mensajería de texto o telefonía –fija o móvil– para facilitar el contacto familiar, puede ser brindado por el Servicio Penitenciario con enorme amplitud, pero sin resignar con ello el debido control.
Quienes se resisten a quitar los celulares a los presos, manipulan a la opinión pública diciendo que se aplica un “estricto” protocolo. No es cierto. Las únicas precauciones del protocolo son registrar el dispositivo y el abonado (que se reemplazan fácilmente) y notificar a los presos la prohibición del uso de redes sociales (que no se puede controlar y que los detenidos no acatan).
También alegan que, para prevenir el delito desde las cárceles, lo mejor es abordar caso por caso, prohibiendo su uso sólo a quienes los utilizan con fines ilícitos. Se trata de una quimera. Si todos dentro del pabellón usan teléfonos, el jefe narco, el ciberestafador y el que ejerce violencia de género, en todo momento tendrán a disposición artefactos que le facilitarán otros presos.
Otro argumento es que los celulares habrían reducido la conflictividad y violencia dentro de las cárceles. Se trata de una liviana afirmación que no sólo carece de sustento empírico, sino que además subestima las enormes facilidades que los celulares brindan a los presos para organizar, coordinar y ejecutar –incluso de forma masiva y simultanea– reyertas grupales, fugas riesgosas o motines sangrientos.
Bien mirado, las autoridades bonaerenses están jugando con fuego. Lo que no ven –y Dios quiera que no lo descubran de la peor manera– es que a través de los smartphones los presos están en condiciones de dirigir negocios rentables y financiarse; para luego captar voluntades o reclutar cómplices intra y extra muros a fin de crear o sostener bandas criminales; y, asimismo, investigar a las personas con el propósito de influir sobre testigos y víctimas (o eliminarlos), amedrentar a miembros del servicio penitenciario y sus familias (o corromperlos), e incluso operar mafiosamente sobre la justicia.
Tampoco convence el argumento de que no es posible quitar los celulares, porque la comunicación del preso con sus familiares y afectos es un “derecho inalienable”. Ante todo, nadie propugna la incomunicación, sino que todo contacto con el afuera –y el adentro– sea supervisado. Y el uso libre de celulares dentro de las cárceles –vedado en la mayoría de los países–, en la actualidad no permite control alguno.
Ningún derecho es ilimitado. Siempre hay que evaluar el contexto en que se ejerce. Y los controles son necesarios dentro de la prisión. Sería impensable que las visitas de los familiares se hagan sin ninguna precaución, de modo que éstos puedan ingresar libremente cualquier elemento (drogas, limas, armas de fuego, explosivos, etcétera). Análogamente, la comunicación vía telefónica o mensajes no puede ser irrestricta; deben existir controles.
Por último, del todo inadmisible es la alegación de que, con o sin autorización, los presos se las ingenian para conseguir celulares. Usando el mismo argumento, también los presos se las ingenian para hacerse de facas y otras armas, y no por eso se las vamos a autorizar. Y aunque no logremos erradicar los celulares de las cárceles, al menos sí podemos prohibir su uso libre y masivo, que es lo que genera los mayores peligros.
¿Qué consecuencia trajo el permiso para tener celulares dentro de las cárceles? Que los presos ahora los usan sin reservas y a toda hora. Es decir, pueden conspirar y delinquir a sus anchas, sin que nadie los estorbe. Esta ventaja explica el crecimiento exponencial que han tenido los delitos perpetrados desde las cárceles.
Es cierto que cualquier ciudadano en libertad podría cometer delitos a través de los smartphones; y a nadie –por tal razón– se le ocurriría prohibir o limitar su uso a la población. Pero acudir a este argumento para justificar –por parificación– el uso irrestricto de celulares por parte de los privados de su libertad, soslaya la función de seguridad que cumplen las unidades penitenciarias.
Es un contrasentido que las cárceles se conviertan en usinas del delito. La Constitución Nacional, en su artículo 18, establece: “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas…”. Y es la seguridad lo que, actualmente, está en riesgo.
Ante todo, porque si el interno tiene comunicación libre (sin control de horarios, interlocutores y propósitos), no se puede garantizar la seguridad –interior y exterior– del propio establecimiento carcelario. Pero, además, porque la seguridad de la población en general, y de las víctimas en particular, merece protección. En especial las mujeres víctimas de violencia de género, que continúan siendo rehenes de los violentos, a quienes se les permite vigilarlas, hostigarlas, maltratarlas y someterlas desde la cárcel.