Pido disculpas a los lectores por empezar con una verdad de Perogrullo, pero no está demás -de tanto en tanto- recordar que la Corte Suprema es un poder del Estado. Como tal, su integración, tanto cualitativa como cuantitativa, es un asunto de incuestionable interés institucional, no solo para el Foro, sino para toda la sociedad. Finalmente, y esta es otra verdad de igual calibre, las sentencias de la Corte o, mejor dicho, sus efectos, nos llegan a todos, directa o indirectamente. Por tales razones, la designación de sus miembros genera expectativas que pueden tornarse en ansiedades, sobre todo cuando el ingreso de un nuevo juez puede inclinar la mayoría del Tribunal en uno u otro sentido.
Esas sensaciones están hoy día exacerbadas y no es para menos. Nuestra Corte Suprema se compone de cinco magistrados -que no es mucho- y, desde hace ya tres años, uno de sus sillones está vacante, luego del retiro de la Dra. Highton de Nolasco, allá por el mes de noviembre de 2021. Se suma a ello que el Dr. Juan Carlos Maqueda se retirará a fines de diciembre de este año, pues cumple 75 años de edad y no ha solicitado un nuevo acuerdo para permanecer en el cargo por cinco años más, conforme lo exige el artículo 75, inc. 4 de la Constitución.
Dispuesto a resolver este problema, ni lerdo ni perezoso, en los primeros meses de su mandato el Poder Ejecutivo envió al Senado los pliegos de dos candidatos para cubrir la vacante existente y la que se producirá en pocos meses más. Aquí debo señalar una curiosidad. El Cardenal Richelieu, en una frase que usualmente se le atribuye, habría dicho que tratar de contentar a todos es la mejor forma de destruir el Estado. Si no lo dijo, el pensamiento se acomoda perfectamente a la personalidad del célebre ministro de Luis XIII.
Sin dudas, el Presidente Milei esto lo tiene muy en claro, aunque nunca le escuché citar al Cardenal, pues si hay algo que se ha propuesto desde los albores de la campaña electoral, es trazar una línea divisoria muy clara. De un lado se ubican quienes estén incondicionalmente dispuestos a seguirlo. En el otro, quedan todos los demás. Milei debe ser uno de los pocos políticos que se ufana de no serlo y lo repite por todos lados, aunque a su manera lo es. Nadie se sienta en la Casa Rosada sin hacer política, por muy extravagante y poco usual que sea el estilo empleado para ello. Borges decía que le daban pena los políticos, porque siempre querían agradar a todo el mundo. Nuestro actual Presidente, por cierto, está en las antípodas. Su misión trascendental -así lo proclama a todos los vientos- es alcanzar la meta del déficit cero y ello no se logra con sonrisas.
Pero hay una cuestión, nada menor, en la cual Javier Milei no ha sido fiel a su bien estudiada personalidad. Al elegir los dos candidatos para la Corte Suprema intentó conformar a las posiciones más distantes del arco político y eligió, consecuentemente, a dos personas diametralmente opuestas para cubrir las vacantes. Uno de ellos es un acreditado profesor de Derecho Constitucional, de impecables credenciales académicas. El otro, no tiene otra credencial que la de ser un veterano juez federal, que no se ha hecho famoso precisamente por la enjundia de sus sentencias, sino por no dictarlas.
Richelieu, o la máxima que se le atribuye, vuelve a probar su razón. Esta dicotomía en la elección de los candidatos no ha dado, hasta ahora, un buen resultado. Con una de cal y otra de arena, no se ha logrado una buena mezcla. Milei creía, con cierta ingenuidad, que con dos candidatos que -trazando con lápiz muy grueso- representaran intereses muy diferentes, solucionaría el problema y, traicionando su propio dogma, quiso contentar a todos. Pero la cuestión es mucho más compleja y no se resuelve colocando un juez en cada lado. Aun así, por intrincada que sea la trama, la razón que la explica es muy simple.
Nunca fui bueno en matemáticas, pero lo poco que sé me alcanza para darme cuenta de que, en un tribunal de cinco jueces, tres hacen mayoría y eso es lo que preocupa gravemente a quienes apoyan a Ariel Lijo. Si ambos candidatos fueran nombrados y la Corte no se amplía, muy probablemente quedarán en minoría y éste es un lugar que les resulta incómodo, por no decir alarmante.
Por eso, quienes son veteranos en este arte, que no enseñan los libros, seguramente pudieron anticipar lo que ahora está ocurriendo. Las candidaturas están trabadas en el Senado, que ha optado por un silencio, que cada día es más sonoro. Donde debería ser discutidos con la vehemencia propia del caso los acuerdos de cada uno de los candidatos, reina una calma absoluta, que no puede ocultar la tormenta que se agita por debajo. Me atrevería a decir que, probablemente, la presagia. Algunos nubarrones ya se insinúan.
Lo que sí se escuchan son las voces de quienes propician un aumento de los jueces de la Corte. No todas deben ser mal calificadas, por cierto, seguramente las hay bien intencionadas, pero no caben dudas de que muchas de ellas abrigan la intención de corregir a su favor esta preocupante desigualdad numérica.
Y aquí es donde Javier Milei vuelve a ser Javier Milei: un intransigente, pero no sin razones. Tiene ante sus ojos pruebas cabales de que sus candidatos están en dificultades, no por sus méritos o deméritos, que a esta altura han pasado a un segundo plano, sino porque las matemáticas, como la economía, son rígidas. Sin embargo, sigue esperando que el Senado tome alguna decisión, pese a que ha dado sobradas muestras de que no tiene el menor interés en hacerlo. Los contendientes están sentados, cada uno esperando que el otro dé el primer paso.
Sin lugar a dudas, la actitud del Poder Ejecutivo puede ser objeto de numerosos análisis desde lo político, pero su espera es enteramente legítima desde el punto de vista constitucional. Acertado o no en la elección de sus candidatos -una valoración que cada uno hará en lo personal- lo cierto es que el Presidente cumplió, en tiempo y forma, con la obligación de cubrir las dos vacantes en la Corte y ahora espera que el Senado cumpla con su parte en este proceso.
Distinta es la actitud del Senado. Su obligación constitucional en esta instancia está marcada por el artículo 99 inc. 4 de la Constitución. La Comisión de Acuerdos tiene que producir su dictamen “a la mayor a la mayor brevedad posible, aconsejando hacer lugar o rechazar el pedido de acuerdo solicitado por el Poder Ejecutivo” (artículo 123 decies del Reglamento de la Cámara de Senadores) y la Cámara en pleno tiene que dar el acuerdo o rechazar las propuestas del Poder Ejecutivo.
Es cierto que la mayoría de dos tercios que establece el artículo 99, inc. 4, para otorgar los acuerdos para jueces de la Corte Suprema es una vara muy alta que impuso en su momento la reforma de 1994 para limitar el poder de Carlos Menen, que ya había ampliado sustancialmente el número de jueces de la Corte llevándolo a nueve miembros. Bien es sabido que las circunstancias políticas momentáneas son, por lo general, una mala receta para ser incluida en la Constitución, pues ésta debe regir para un futuro prolongado, cuanto más extenso mejor. Pero ello no justifica el estancamiento de los pliegos. Si no se obtiene esa mayoría, el o los candidatos deben ser rechazados y el Poder Ejecutivo tendrá que elegir a otros.
En lugar de ello, el Senado ha optado por el silencio que, como ya dije, no tiene nada de silencioso. Al contrario, el mensaje que recibe el Poder Ejecutivo es que sus candidatos podrían superar la prueba, pero, como condición de ello, hay que ampliar la Corte. Esta negociación no me parece legítima.
Si bien soy de los que creen que cinco miembros es un número muy limitado para la Corte, la oportunidad elegida para la ampliación, nacida de la astucia política, que no siempre es una buena consejera, tiende a forzar la mano del Presidente en un momento en que el Tribunal está al borde de quedar con un número mínimo para funcionar, donde cualquier disidencia entre sus miembros lo privará de mayoría para decidir y será necesario convocar a conjueces, acarreando una previsible demora en la resolución de los casos a resolver.
Decidir un cambio estructural de la Corte, es un paso institucional demasiado importante como para convertirlo en moneda de cambio de la negociación política de los acuerdos de nuevos jueces. Requiere ser meditado y tomado en un ámbito más oxigenado y no debe ser inducido a la fuerza. Ampliar o reducir el número de jueces de la Corte, debe ser una decisión que surja de un estudio mesurado sobre los requerimientos del país y de la sociedad, luego de comprobar efectivamente su verdadera necesidad.
No caben dudas de que se trata de un resorte político del Congreso. Así lo dispuso la reforma de 1860 cuando modificó el texto original de 1853 que establecía que la Corte tendría nueve jueces y dos fiscales. Imitando a la Constitución de los Estados Unidos, Mitre y los constituyentes de 1860, eliminaron esta competencia de rango constitucional y se la encomendaron al Congreso. Es curioso que la Constitución establece los requisitos para ser juez de la Corte (artículo 111), pero nada dice sobre la cantidad de sus jueces.
Si bien en teoría ello es lo conveniente, pues otorga más flexibilidad para ajustar el número sin la rigidez que impone convocar a una convención constituyente, no es menos cierto que, mal empleada, esta competencia, implícitamente otorgada al Congreso por el artículo 108, coloca a la Corte en las arenas movedizas de las luchas partidarias.
Ya lo experimentaron en su momento los norteamericanos poco después de la Guerra Civil. Andrew Johnson, el sucesor de Lincoln, tenía tan mala relación con el Congreso que, cuando murió John Catron, en 1865, el número de jueces de la Corte fue reducido de diez a nueve y se estableció que de producirse una nueva vacante se reduciría a ocho, para evitar a toda costa que Johnson pudiera nombrar al sucesor. Pero aprendieron la lección y, desde 1869, el número de jueces de la Corte se ha mantenido en nueve. Solo F.D. Roosevelt quiso aumentar a quince el número de jueces para evitar que la Corte fallara en contra del New Deal y, pese al enorme poder que ejercía en ese momento, fracasó estrepitosamente.
En la Argentina todavía no hemos aprendido esa lección y cada vez que alguien no está conforme con la distribución de su mayoría y minoría, se alega la necesidad de remover a alguno de sus jueces o bien de aumentarlos.
Una nueva ocasión para ello se ha presentado ahora, bajo el impecable ropaje de la política de género. Por supuesto que está fuera de dudas que la Corte debe tener una conformación plural, no sólo en materia de género, sino también de distribución geográfica e ideológica, pues, sin ser una asamblea legislativa, parece razonable que en su composición esté representada, lo mejor posible, la sociedad toda. Pero ello no es una excusa válida para que el aumento de sus miembros se convierta en una condición necesaria para la cobertura de las vacantes existentes o que se producirán en lo inmediato.
Creo, en síntesis, que el Senado debe cumplir en este momento con las obligaciones constitucionales a su cargo y aprobar los pliegos de los candidatos que tiene a estudio o bien rechazarlos. Pero no debe imponer, como condición para ello, la ampliación de la Corte, empleando como herramienta de negociación el peligro de que el Tribunal, si no se otorgan estos acuerdos, quede con una composición tan reducida que, eventualmente, pueda comprometer su buen y normal funcionamiento.