El extendido “crédito social” del que gozó el presidente Milei sobre un periodo inusitado de casi 10 meses, que rompió con todas las tradiciones y el folclore político asociado al concepto de “luna de miel” que parecía caracterizar a los 100 primeros días de una nueva gestión, parece haber llegado previsible e inexorablemente a su fin.
Las encuestas, en este sentido, ya son unánimes. Con los lógicos matices propios del tamaño de las muestras, las metodologías utilizadas y, por ende, de los márgenes de error estadísticos, por primera vez los estudios de opinión pública coinciden en que se registran caídas no solo en lo que respecta a la imagen presidencial y los niveles de aprobación de gestión, sino también una erosión a nivel de expectativas y un desplazamiento de los principales problemas ciudadanos desde la inflación (bastión oficialista) hacia otras problemáticas que irrumpen con fuerza al calor de la prolongada recesión, como el desempleo.
Asimismo, otras investigaciones que buscan aprehender fenómenos más profundos alertan sobre el rápido deterioro del “humor social”, la percepción de un fuerte empeoramiento de la situación económica personal y familiar respecto al pasado año, un claro declive en las emociones asociadas a la esperanza y el optimismo que venían sosteniendo al gobierno libertario, y un crecimiento constante en la asignación de responsabilidades por la crisis desde el gobierno anterior a la gestión libertaria, entre otras tendencias que ofrecen elementos que dan cuenta de lo que pareciera ser un punto de inflexión en materia del clima de opinión pública respecto al gobierno de Milei.
Sin embargo, aunque estas tendencias son evidentes para dar cuenta de un estado de situación se podría indicar que se está gestando una suerte de “tormenta perfecta”, los pronósticos no son tan claros. Ahora bien, ¿cómo se explica esta aparente contradicción? La respuesta, en gran medida, radica en la persistencia de la profunda crisis y degradación de la dirigencia política que se erigió en su momento como condición de posibilidad para el fulgurante ascenso del libertario al poder y que, según las mismas encuestas que dan cuenta del deterioro de la imagen presidencial y de los niveles de aprobación de gestión, es un fenómeno que sigue afectando a los partidos y dirigentes tradicionales.
En definitiva, en el aquelarre de una oposición que no logra renacer de las cenizas de la hoguera que ella misma alimentó, y en donde la fragmentación, el internismo y los egos obturan la reorganización y reconfiguración de liderazgos, Milei la logrado -al menos hasta ahora y contra todo pronóstico- avanzar sin grandes sobresaltos en un proceso inédito para la historia argentina. ¿Cómo? Sin dudas, incentivando la fragmentación de sus rivales, planteándoles encrucijadas y constantes desafíos, poniendo en marcha constantes operativos de seducción y cooptación, o exponiendo y revelando escándalos que dificultaran algunas convergencias que se avizoraban inevitables. Todo ello es lo que le permitió, aún ante la manifiesta debilidad de sus bloques legislativos y su nula inserción territorial, consolidar un valioso tercio de apoyo parlamentario que es todo un tesoro en ese campo minado que es hoy el Congreso.
Pero lo paradójico es que esta estrategia defensiva que fue posible con altas dosis de pragmatismo, coexiste con un estilo de liderazgo y una narrativa oficialista que exalta el conflicto, apela a la desmesura, sobreactúa el rupturismo y la impronta fundacional, y exagera las críticas a quienes no comparten sus ideas en una actitud a menudo rayana con el insulto y el ataque ad-hominem.
Ello explica, entre otras cosas, gestos que dan cuenta de una manifiesta falta de sensibilidad y empatía, de inocultables rasgos de frivolidad, y preocupantes síntomas de delirios y distorsión de la realidad: desde el infame agasajo a los supuestos “héroes” que acompañaron el veto a la recomposición de los haberes de los jubilados, la foto con Susana Giménez en el balcón de la Rosada en momentos que se conocían los datos de pobreza, pasando por el opaco pacto de Mondino con su par británico que podría implicar un inconsulto cambio en la política de reivindicación de la soberanía de Malvinas, la fría reacción de Milei frente al drama de los incendios en Córdoba (divulgando además dudosas versiones respecto a su autoría), llegando al patético espectáculo en la Asamblea de la ONU de un presidente pontificando, adhiriendo a teorías conspirativas y dándole la espalda a la comunidad internacional en nombre de la protección de su curiosa versión de la libertad.
Y es aquí donde se magnifican precisamente los desafíos que le plantea la crítica coyuntura: envalentonado por su dominio casi total de la escena política ante la irrelevancia opositora, y la consecuente inexistencia de una amenaza en términos de competitividad política, Milei se embriagó de intransigencia y dogmatismo, se enamoró de su propia voz y sus presuntas “genialidades”, y se construyó su propia y sesgada versión de la historia y la realidad, deslizándose hacia preocupantes tendencias megalómanas.
Lo cierto es que aún frente a la debilidad opositora y ciertas medidas con que el gobierno busca desviar la atención (el conflicto de Aerolíneas Argentinas, los contrapuntos con CFK, etc.), la conflictividad creciente es un hecho incontrastable. Mientras se debate un Presupuesto 2025 que generará rispideces seguramente con las provincias, se espera una multitudinaria marcha universitaria contra el inminente veto presidencial a la ley que buscó garantizar el financiamiento de la educación superior y, todo ello, con el telón de fondo de los espeluznantes números de la pobreza y la indigencia que alcanzó su nivel más alto en dos décadas, y que creció más de 10 puntos porcentuales desde que Milei se sentó en el “sillón de Rivadavia”.
Pese a la actitud marmórea que exuda el Presidente, en su Gabinete parece que algunos funcionarios han tomado nota -tardíamente- de los límites de lo que el presidente ha exaltado como el “ajuste más grande de la historia” y de los costos políticos que ello trae aparejado. Por lo menos así lo indican algunos tibios gestos y reacciones de los últimos días: el acercamiento a la cúpula de la CGT, la decisión de no aumentar en octubre el transporte, la intención de moderar los aumentos en tarifas de luz y gas, entre otras “ofrendas” para intentar descomprimir un clima que profundizarse en el último trimestre podría ser ya irrespirable.
Así las cosas, el gran interrogante de cara al último tramo del año es si el Gobierno seguirá avanzando a como dé lugar con una política fiscal que, si bien puede alimentar la narrativa oficialista y la exaltación de los logros antiinflacionarios, marca los límites inherentes del ajuste, para combatir la pobreza e incentivar el crecimiento económico.