En los cuarenta años de decadencia que vive nuestra sociedad, la esperanza en los gobiernos es cada vez más breve, la frustración se acelera, el rechazo, también. Ante la gran debilidad de la política, se multiplican encuestadores, analistas, panelistas, como si este conjunto de críticos celebrara la ausencia de verdaderos actores, de políticos de raza que soñaran con devolverle un rumbo a la sociedad.
En nuestra infancia, la industria marcaba a los personajes de éxito; en la dictadura, era el poder de muerte. Luego, lentamente, en la democracia se fue instalando la marca del enriquecimiento ilícito como factor esencial del ascenso social. No estoy diciendo que la corrupción sea inherente a este sistema: tanto durante la Década Infame como bajo el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional de los militares, el cohecho y la entrega fueron también una práctica dominante. Y podemos continuar hacia atrás en la historia. Basta de hipocresía.
De todos modos, como es el período democrático el que hoy me ocupa, digamos que políticos, sindicalistas y empresarios forjaron esa verdadera casta cuya denominación adoptó Milei sin aceptar, en el proceso electoral, que también él la integraba esencialmente y que no venía a disolverla, sino tan solo a consolidarla. Ignoro si se han realizado estudios serios sobre el crecimiento económico de políticos, sindicalistas y operadores, esos personajes que nacieron para intermediar entre el poder y las empresas y terminaron convertidos en importantes empresarios de grandes grupos, cuya riqueza es la contracara de la miseria de nuestra sociedad, camino elegido, obviamente, para el empobrecimiento. Esa concentración es fruto en gran parte de la “timba financiera” instaurada por Martínez de Hoz y sus secuaces durante la Dictadura, siempre rehabilitada enfática y cínicamente por los gobiernos liberales.
¿Y qué decir de la paupérrima, cuando no francamente grotesca disertación internacional de nuestro presidente? Alguien que le explica al mundo lo que debe hacer expresando, en rigor, la impotencia de su limitación por mejorar la realidad de su país, al tiempo que, como bien señala el destacado sociólogo argentino, Juan Gabriel Tokatlian, se dirige al pequeño grupo de poder económico concentrado mundial. Ese, con sede en Silicon Valley, que hoy cuenta, entre otras, con una embajada británica y una danesa, además de la que ambos países europeos han destinado a Washington. Por eso, a Milei no le importa injuriar a la ONU ni denigrar el “comunismo europeo” – sólo escribirlo me resulta risible cuando pienso que se refiere a Francia, a España, a la Gran Bretaña actual, a Suiza, a los países escandinavos, entre otros- ni le interesa conseguir inversiones. Se siente líder de una Cruzada pro-occidental, y ese triste protagonismo auto adjudicado le basta para satisfacer un narcisismo sin límites. Su anuncio del abandono de la histórica neutralidad argentina -son sus palabras- conlleva enormes riesgos. Baste recordar lo que fueron los dos atentados sufridos bajo el gobierno de Carlos Menem contra la Embajada de Israel y la AMIA. Pero ese es su modelo, lamentablemente, el del servilismo ciego hacia Estados Unidos y el Estado de Israel. En el Concierto de las Naciones en las Naciones Unidas, la desesperación por ser originales –sabrán comprender el eufemismo- nos deja instalados junto a los escasos peores representantes del atraso, justamente aquellos a quienes este personaje dice oponerse.
En un mundo donde se consolidan los Estados, donde si hay un conflicto, se produce entre los grandes poderes económicos y las naciones, donde la identidad se funde con las nacionalidades, donde Europa, Rusia, EEUU, China, marcan su impronta de progreso y trabajan por su lugar en el futuro, Milei imagina que la admiración a los poderosos que dominan el planeta tiene alguna relación con la riqueza de las naciones. El presidente puede tener amigos ricos o serlo él mismo, nada se lo impide, siempre y cuando no sea a costa de las angustiosas necesidades de nuestro pueblo. 25 millones de pobres es la cifra dada a conocer en estos días y más del 18% de indigencia. ¿Qué dice el gobierno al respecto más que despotricar contra la administración anterior a la que responsabiliza de este desastre generado por las políticas erráticas de Milei?
En esta desazón, en esta crisis, en esta desesperanza, algunos gobernadores, los dignos, solo tres o cuatro, tienen el poder necesario para sentarse a dialogar. Ese poder se lo dan sus provincias; antes era patrimonio de los partidos, espacios que contenían el debate del futuro de una sociedad. Hoy, en casi todos ellos se ha clausurado la discusión al tiempo que se instalaba la mirada del ascenso de poder. Los partidos han dejado de ser el lugar donde se soñaba el futuro colectivo para convertirse en la borrosa zona donde se resuelve la frustración individual.
La baja de popularidad en las encuestas -esta particular medición del futuro con la que la dirigencia delega en la sociedad la responsabilidad de evaluar la crisis- define, en alguna medida, la caída de los oportunismos, de aquellos que se dieron vuelta en sus votos imaginando que lo que nacía era lo nuevo y no la última etapa de la degradación. Sin embargo, somos una sociedad que le teme a la reflexión. Ha ido desplazándola de la política, de la economía, de los sindicatos, de la prensa. Está condenada al ostracismo porque la concentración económica exige una mirada irracional para seguir su camino de destrucción.
En síntesis, quienes expresan hoy sus ideas son los que transitaron con éxito la intermediación, se enriquecieron, y pertenecen a esa estructura acrítica que reivindica la caída de nuestra sociedad. Aquellos que conocemos nuestra historia, vemos rostros inimaginables como expresiones ideológicas sólo por haber hecho bien los deberes de transitar con astucia la doctrina de la complicidad y tener avales poderosos de diferente índole. Es el triunfo de lo peor de la picardía, de la traición y del negociado. Confiemos en que las nuevas generaciones contribuyan a que salgamos de esta crisis forjando una nación digna, generando gobiernos capaces de devolvernos una racionalidad y un humanismo genuinos, democráticamente definitivos.
Para cerrar, retomo brevemente el discurso del Presidente en las Naciones Unidas. Son palabras que expresan un nivel de demencia, autoritarismo y falta de respeto como si se adjudicara la representación de la totalidad de una sociedad a la que vino a rescatar y, no conforme con tan vasta tarea, a un mundo desorientado también. Sin duda alguna, la historia lo recordará como uno de los peores papelones de las relaciones diplomáticas de nuestro país.