Promediando la tercera década del siglo XXI, la “galaxia” de nuevos temas que se han incorporado a las relaciones internacionales dejan a la disciplina en una situación sin precedentes y desafiante en extremo para los analistas.
Henry Kissinger decía que la política internacional del pasado -digamos, de los tres siglos anteriores hasta el desplome de la Unión Soviética (aunque él se refería al ciclo pos-1945)- simplificaba mucho el reto que tenían los expertos, pues no había tantas cuestiones en liza. El componente ideológico de los actores, como la URSS, exigía conocedores de ese actor, pero, además del conocimiento estratégico que supuso el arma nuclear dentro del entorno bipolar, no había mucho más.
En los años setenta los temas tecnológicos y económicos implicaron nuevas exigencias, pero el contexto de la pugna bipolar continuó reduciéndolo todo a la lógica de esos dos “jugadores estratégicos” en el tablero mundial.
Fue recién con el colapso soviético y el final de la Guerra Fría o “Paz larga”, como la denominó John Lewis Gaddis, cuando las relaciones internacionales demandaron nuevas exigencias como consecuencia de la afirmación de un nuevo régimen internacional, la globalización.
El primer impacto lo acusó Estados Unidos, país que no ideó la globalización, que sí se fundó en el modelo económico estadounidense, pues el epicentro de los enfoques y decisiones sobre la política externa estadounidense dejaron de concentrarse mayormente en la Secretaría de Estado para trasladarse a la Secretaría de Comercio.
El fenómeno de la globalización implicó grandes oportunidades para los países, pero no fue un fenómeno neutro en política internacional, pues la misma encerraba una lógica de poder sutil desplegado desde la economía y el comercio. Pero hubo expectativas, acaso las últimas desde entonces hasta hoy.
Ya en este siglo se amplificaron sensiblemente aquellas novedades que asomaron en los noventa: las autopistas digitales, las tecnologías emergentes, la proyección global del terrorismo, el hegemonismo estadounidense, el ascenso de China, la inteligencia artificial (IA), los retos biogénicos (virus y bacterias), la proliferación horizontal y vertical de armas atómicas, las bancarrotas financieras, la proyección espacial, los nuevos recursos estratégicos, las nuevas revoluciones en los temas militares, la sofisticación de los poderes fácticos, el globalismo ideológico, la ingobernabilidad, la esfera o dominio de la información, entre otras.
Hoy, la mayoría de estas cuestiones (por no decir la totalidad) se han afianzado, y además se han sumado los “conocidos de siempre”, es decir, la guerra, las ausencias de liderazgo, el interés nacional primero, entre otros.
Por supuesto que muchas de las grandes novedades son portadoras de enormes beneficios, por ejemplo, la conectividad, la robótica, la IA, la nueva ola de globalización, los mercados digitales, por citar los principales.
Sin embargo, a pesar de los adelantos sin precedentes, los que comprenden incluso la difícil posibilidad de, vía la IA y la biogenética, atravesar la línea que separa lo humano de lo poshumano, nos encontramos en una compleja situación en la que predomina una gran paradoja: casi podemos tenerlo todo, y sin embargo no tenemos ni tendremos todo por ahora, pues nos falta seguridad, en general y en particular. El experto Fareed Zakaria lo plantea como un “trilema”: hay apertura, velocidad e inseguridad.
En general, porque la seguridad internacional ha descendido de manera inquietante. En buena medida porque no hay (hace mucho) orden internacional, ausencia que impulsa fuertemente el fortalecimiento de los Estados, las capacidades, el interés nacional ante todo y el uso de la fuerza, situación que devalúa y condiciona el alcance del multilateralismo.
El segmento acaso más peligroso de ese descenso es el de las armas nucleares, pues hay algo mucho peor que la posesión de miles de artefactos, y es que los poseedores se hallen casi en guerra, como sucede entre la OTAN y Rusia, o en estado de creciente discordia, como ocurre entre China e India o entre China y Estados Unidos.
Es cierto que las posibilidades de uso son bajas, pero siempre estaremos más tranquilos si sus poseedores se “preocupan y ocupan” de corregir eventuales desajustes y “aseguren la seguridad” que suponen las armas en equilibrio, pues considerar el desarme total es una ilusión.
En particular, porque los nuevos desarrollos tecnológicos también sufren las consecuencias del “desorden internacional confrontado”. Es decir, una situación empeorada de la habitual entre actores, que es y será de desconfianza y competencia.
Para expresarlo en ejemplos, sin duda que la conectividad y otras tecnologías emergentes aportan soluciones casi cada día por la velocidad de desarrollo, por caso, los mercados digitales ayudaron a expandir el comercio internacional. Pero también ofrecen posibilidades de ganancias de poder en relación con la competencia entre Estados y también posibilidades para los poderes fácticos, los que no pocas veces fungen favorables para que los mismos Estados se des-responsabilicen de acciones deliberadas entre ellos, como sucede con el accionar de los denominados “hackers patrióticos”.
Con la IA sucede algo parecido, aunque aquí el margen de incertezas es mayor. De lo que sí podemos estar bastante seguros, es que la IA no “derramará” sobre los múltiples problemas locales, internacionales y globales y los superará. Proporcionará muchos aportes, pero el lado no democrático que tendrá la IA, es decir, el relativo con el desarrollo de dicha tecnología para obtener ganancias de poder por parte de Estados mayores en competencia y en conflicto, o por parte de otros actores. Incluso podrían reaparecer los bloques geoestratégicos, configurados ahora sobre la base de una rivalidad “inter-IA”.
En suma, nunca la humanidad dispuso de tantos adelantos y cambios; sin embargo, nunca se encontró en el estado de inseguridad como el que se encuentra hoy como consecuencia de aquellos. Una gran paradoja que nos acompaña en este primer cuarto del siglo XXI.