¿Se excedió el Papa Francisco al criticar el manejo del orden público de Milei?

¿Cómo puede un gobierno democrático equilibrar el derecho a la protesta con la obligación de mantener el orden y el bienestar general de la sociedad?

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El Papa Francisco criticó el uso del gas lacrimógeno y la represión en las manifestaciones
El Papa Francisco criticó el uso del gas lacrimógeno y la represión en las manifestaciones

En un escenario político y social tan caótico como el de la Argentina actual, los retos para el gobierno de Javier Milei no solo se limitan a enfrentar una economía devastada y ejecutar reformas estructurales, sino también a demostrar la capacidad del Estado para imponer orden y salvaguardar los derechos de todos los ciudadanos. A Milei le toca hacer frente no solo a la nefasta herencia del desenfreno del gobierno de Alberto Fernández, sino que debe luchar contra un profundo envenenamiento cultural, curando al país de un progresismo ideológico que ha fracasado rotundamente y que se aferra con desesperación a las cajas de poder que se resisten a perder. Esta batalla no es únicamente política, es un esfuerzo titánico por restablecer el sentido común y el respeto a las instituciones en un país que ha sido vulnerado por la complacencia y la corrupción

En ese contexto, la reciente intervención del Papa Francisco criticando el uso de gas lacrimógeno y la represión en las manifestaciones en Argentina no solo resulta desafortunada, sino que revela una peligrosa omisión de un principio clave en cualquier Estado de derecho: la obligación del gobierno de mantener el orden público. Mientras la crítica papal pretende enmarcarse como un llamado a la paz, lo que realmente evidencia es una postura cercana al activismo político, desdibujando los límites de su rol espiritual y metiéndose en terrenos de un simplismo ideológico que no corresponde a la máxima autoridad del Vaticano. El Papa parece ignorar que la preservación de la paz social a menudo demanda decisiones difíciles y necesarias, que deben garantizar la seguridad de todos los ciudadanos.

El Papa no solo se limitó a cuestionar los protocolos de seguridad implementados por la ministra Bullrich, sino que, de manera inusual, se aventuró a contar una vaga historia sobre un caso de corrupción en un ministerio, sin ofrecer mayores detalles. Este tipo de declaraciones, alejadas del protocolo diplomático y los cánones tradicionales del Vaticano, más bien recuerdan a las maniobras propias de una vieja unidad básica peronista, donde el discurso es impreciso pero diseñado para agitar las aguas. Lejos de una postura pastoral, el Sumo Pontífice parece haber caído en una narrativa más propia de la política partidaria que de su rol como líder espiritual global.

Una niña de 10 años fue rociada con gas pimienta
Una niña de 10 años fue rociada con gas pimienta

Cuando el Papa menciona con ironía el uso del gas lacrimógeno más caro en lugar de ceder a las exigencias de los manifestantes, está incurriendo en una postura populista, alejada de su papel como guía espiritual. Si bien el derecho a protestar es un pilar fundamental de cualquier democracia, no es un derecho absoluto. El Estado tiene la responsabilidad constitucional de asegurar que estas manifestaciones no paralicen desproporcionadamente la vida cotidiana de la mayoría. En un país como Argentina, donde las protestas están fuertemente politizadas, la línea entre una demanda legítima y la interrupción arbitraria de la vida urbana se difumina peligrosamente. Bloqueos de calles, tránsito colapsado y caos son efectos que golpean a millones de personas que no están involucradas en las manifestaciones. Este panorama deja en claro la necesidad urgente de equilibrar la libertad de expresión con el derecho al libre tránsito, una tarea que, lejos de gestos populistas, requiere liderazgo firme y responsable.

El Papa Francisco, en su rol de líder espiritual, tiene todo el derecho de abogar por la justicia social, pero su crítica omite un aspecto fundamental: la obligación del Estado argentino de intervenir cuando el bienestar general se ve amenazado. Ignorar esta responsabilidad es, en esencia, desproteger a la mayoría de los ciudadanos, cuya vida cotidiana es continuamente alterada por protestas que, en más de una ocasión, derivan en actos de violencia o severas interrupciones. La intervención de las fuerzas de seguridad, aunque siempre polémica, se torna indispensable cuando el desorden pone en peligro la paz social. Herramientas como el gas lacrimógeno, lejos de ser un símbolo de represión desmedida, están reguladas por estándares internacionales y tienen el objetivo de evitar enfrentamientos más graves y proteger a terceros.

Además, este debate sobre el manejo de las manifestaciones no puede desligarse del contexto económico crítico que atraviesa el país. La administración de Javier Milei, a pesar de la resistencia de ciertos sectores, ha avanzado en políticas económicas que ya están generando resultados tangibles. La reciente baja en las tasas de interés de la Reserva Federal de los Estados Unidos, junto con la reducción del desempleo en dicho país, han tenido un impacto positivo en la economía argentina. Esta mayor liquidez en los mercados internacionales ha llevado a una considerable reducción en el riesgo país y a una fuerte caída en el dólar MEP. Estos vientos favorables han permitido que la economía local, aunque aún en dificultades, empiece a mostrar signos de recuperación, con un repunte en el mercado de commodities y una moderación en las restricciones cambiarias.

Sin embargo, en este contexto de recuperación económica y cambio estructural, surgen alertas que no deben ser ignoradas. Según la Encuesta Permanente de Hogares, el desempleo se encuentra en un preocupante 7,6%, afectando a más de 1,6 millones de argentinos. Este dato, claramente negativo, no debe considerarse de forma aislada, dado que la misma encuesta indica un aumento en el índice de actividad laboral del 47,6% al 48,5% en el último año, reflejando un mercado laboral más dinámico. Frente a este panorama, el gran desafío del gobierno de Milei es canalizar esta creciente actividad en la creación de empleos reales y de calidad, lo que se torna esencial para cimentar una recuperación económica robusta e inclusiva.

En medio de estos avances y desafíos, la reciente huelga de Aerolíneas Argentinas emerge como un eco de prácticas arcaicas, incompatibles con la realidad actual del país. La sociedad argentina, cada vez más exasperada por tácticas sindicales que perjudican a muchos para beneficiar a unos pocos, ha percibido este paro como un reflejo de cómo ciertos sectores vinculados al kirchnerismo más intransigente continúan aferrándose a privilegios injustificados. Lejos de beneficiar a la causa laboral, estas medidas provocan un rechazo social que, irónicamente, juega a favor de la administración Milei. En este contexto, parece que los líderes sindicales no han reconocido el cambio de época, actuando como si el país no hubiera avanzado en su comprensión del equilibrio entre los derechos y deberes de los ciudadanos.

Yuval Noah Harari, en su obra Nexus, subraya cómo las crisis autoinfligidas pueden convertirse en trampas insalvables para aquellas sociedades que no se adaptan a los cambios. El sindicalismo argentino, en particular en sectores como el de Aerolíneas Argentinas, parece ser el ejemplo vivo de este fenómeno. Mientras sus líderes siguen defendiendo intereses que cada vez están más desconectados de la realidad social, la distancia entre sus demandas y el resto de la sociedad se amplía, poniendo en jaque la sostenibilidad de estas estructuras en el futuro cercano.

Ante este panorama, el Estado argentino enfrenta la difícil tarea de actuar con equilibrio, protegiendo tanto el derecho a la protesta como el derecho de la mayoría a vivir en paz y seguridad. No se trata de reprimir las manifestaciones, sino de asegurarse de que estas se mantengan dentro del marco legal y no se conviertan en una amenaza para el orden público. La inacción, o una intervención tardía, pueden erosionar el tejido social y socavar la confianza en las instituciones democráticas.

El verdadero desafío para el gobierno libertario radica en implementar las reformas necesarias para estabilizar la economía y mantener el equilibrio fiscal, sin permitir que las viejas prácticas que ya no tienen lugar en una Argentina moderna perjudiquen la paz social. Las críticas del Papa Francisco, aunque comprensibles desde una perspectiva humanitaria, deben ser vistas en el contexto de la compleja realidad de gobernar un país profundamente polarizado y en crisis. Hoy, Argentina está en una encrucijada: encontrar el difícil equilibrio entre garantizar el derecho a la protesta y preservar el orden público, mientras se avanza con reformas económicas cruciales. El gobierno enfrenta la tarea titánica de navegar entre presiones sindicales, críticas internacionales y las crecientes expectativas de una sociedad que exige tanto estabilidad como transformación.

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