El presidente Javier Milei presentó el pasado domingo su primer “Presupuesto de gastos y recursos” desde su fulgurante ascenso al poder que lo llevara hace poco más de diez meses a sentarse en el tan candente como codiciado “sillón de Rivadavia”.
Y lo hizo con una particular puesta en escena que, si bien parece no solo conectar con la impronta rupturista y la imagen refundacional que el gobierno busca proyectar, sino también con algunas necesidades tácticas que le demanda la difícil coyuntura, termina amplificando interrogantes y profundizando la incertidumbre reinante.
Ahora bien, ¿de qué coyuntura hablamos? En primer lugar, de un escenario caracterizado por una recesión que parece prolongarse más allá de los pronósticos y que, aunque algunos indicadores puedan empezar a mostrar una lenta recuperación, no parece mostrar aún la luz al final del sacrificado túnel. En segundo lugar, de un clima de opinión pública que ha comenzado a mostrar cambios más marcados -como se evidencia en la baja en la aprobación de gestión- que pueden ser un punto de inflexión en relación a la inusitadamente larga “luna de miel” de la que gozó Milei.
En tercer lugar, concomitantemente a la persistente recesión y la erosión de la imagen y aprobación presidencial, un contexto en el que el despertar opositor tras el largo letargo y la conmoción tras el triunfo libertario ha forzado al oficialismo a un repliegue defensivo para procura evitar que las cada vez más recurrentes convergencias opositoras le infrinjan daños significativos en términos de gobernabilidad.
Y, por último, en un listado que no pretende ser taxativo, un contexto en el que el gobierno necesita forzosamente desplazarse discursivamente desde la economía a la política, no sólo para reforzar el liderazgo presidencial de cara a la imperiosa necesidad de galvanizar el apoyo de -al menos- un tercio de legisladores que le permitan bloquear vetos o rechazar decretos, sino para desviar la atención de las pocas novedades en el plano de la economía real y recuperar centralidad de la mano de la cada vez menos sostenible narrativa anti-casta y el ambiguo concepto de “batalla cultural”.
Si bien es cierto que esta semana el conflicto de Aerolíneas Argentinas y -en menor medida- la reaparición de Máximo Kirchner, le dieron aire a esta estrategia de desviar el foco de atención de los principales factores que parecen venir afectando la imagen del gobierno, el problema -o al menos uno de ellos- es que estas necesidades de azuzar la narrativa oficialista pueden conspirar contra la ya de por sí compleja aprobación del Presupuesto 2025.
Un presupuesto que, pese a algunas suspicacias respecto a la real voluntad del gobierno de lograr su aprobación en lugar de seguir manejándose con mayor discrecionalidad a través de prórrogas, aparece como una necesidad para enviar señales positivas a los mercados, mostrar que el plan económico es susceptible de generar consensos, y poder negociar incluso alguna asistencia adicional del FMI.
Y aquí es, precisamente, donde una comunicación gubernamental sin un rumbo estratégico claro, y muy anclada en las necesidades coyunturales puede dar la sensación de que resulta funcional para lo urgente pero puede conspirar contra lo importante y decisivo a mediano plazo.
La peculiar presentación dominical de la “ley de leyes” en el prime time es quizás una evidencia palmaria de ello. Más allá de una puesta que, en función de las mediciones de rating no tuvo el impacto deseado en términos de opinión pública, el discurso pareció más centrado en proyectar una imagen rupturista, un posicionamiento intransigente, y diatribas y exaltadas críticas, que no parecieran allanar el camino ni para una negociación parlamentaria ni para un acuerdo con algunos gobernadores.
Lo cierto es que prescindiendo de las declaraciones grandilocuentes, frases de impacto y sobreactuaciones caracterizadas por una verba inflamada y una actitud soberbia y envarada que no parece admitir críticas -ni siquiera constructivas y propositivas- ni sugerencias de sectores aliados e incluso colaboracionistas, el propio planteamiento del presupuesto le deja pocos márgenes de maniobra.
Es que la piedra basal de esta herramienta que proyecta las prioridades en materia económica y, por ende, en términos de rumbo general del gobierno, es sin lugar a dudas el déficit cero, una obsesión excluyente que por cierto no parece acompañada por un plan consistente y creíble sobre cómo lograrlo. El presupuesto presentado, que comenzará un difícil trámite legislativo que hegemonizará la agenda del Congreso, no solo fija como prioridad el déficit cero en el Estado nacional, sino que pretende que las provincias reduzcan 20 mil millones de dólares en 2025, lo que algunos gobernadores creen que es una meta demasiado ambiciosa y que, otros tantos, entienden que es de imposible cumplimiento. Y, si hay algo en que coinciden todos los mandatarios provinciales, una exigencia que podría hacerles perder las próximas elecciones.
Así las cosas, no solo habrá que ver si el convulsionado Congreso está dispuesto a consagrar ese pilar de la gestión mileísta y si el gobierno da cuentas de su intención de dialogar, sino si logra ecualizar su revitalizada narrativa para dejar de lado la peligrosa tendencia que parece indicar que el presidente y sus adláteres parecen suscribir a la idea de que en el contexto actual la gobernabilidad depende de azuzar con una lógica anárquica -muy cercana a Milei- la crisis del sistema político del que LLA ya es, pese a las sobreactuaciones y poses, una parte importante.