A partir del tratamiento de la ley que busca garantizar el presupuesto universitario, se ha debatido en los últimos días en el Congreso nacional y en todos los foros relacionados acerca de las distintas aristas del sistema público universitario. Acerco algunas consideraciones al respecto.
En primer lugar, reconozco de modo rotundo el valor de la educación pública, gratuita y laica. Como ex alumno de una universidad pública, estoy convencido de que esos valores deben ser ratificados por toda la sociedad. Sin embargo, no se pueden cerrar los ojos ante aspectos claros a corregir -y en donde las casas de altos estudios tienen la responsabilidad primaria-.
Algunas estadísticas sobre el estado actual en las universidades de nuestro país sirven para sacar conclusiones:
- El presupuesto universitario ha crecido de una manera impresionante en los últimos 20 años. Desde 2003 se crearon 17 universidades nacionales. Seis universidades se llevan casi el 70% del presupuesto total. Dentro de esas seis grandes universidades, la Universidad de Buenos Aires concentra una enorme proporción. Este enorme crecimiento del presupuesto universitario no se correlaciona con el número de alumnos que egresa de sus aulas.
- Entre toda la oferta universitaria, hay más de 2.540.000 alumnos. La cifra de alumnos se incrementó, lo cual es bueno, pero hay menos egresados. Entre 2012 y 2022, las inscripciones en las universidades públicas aumentaron un 69%, mientras que las graduaciones solo crecieron un 32%. Además, solo el 23% de los graduados completan sus estudios en el tiempo teórico esperado para cada carrera. Este dato no es menor, ya que la extensión de la permanencia del alumno genera más gasto al sistema.
- En esta línea, hay que remarcar que el sistema de financiamiento público tiende a favorecer a los sectores de mayores ingresos -lo que contradice el ideal de inclusión-, ya que solo el 9% de los estudiantes que actualmente asisten a una universidad pública pertenecen al nivel de ingresos más bajos, mientras los ingresos medios y altos agrupan al 51% de la masa estudiantil.
- Continuando con el análisis económico-financiero del sistema, vale precisar la erogación del Estado por cada alumno universitario. En 2022 (última información disponible) había 2.540.854 estudiantes. El gasto total de las universidades en 2023 fue de $1,4 billones, lo que arroja un costo anual por alumno en 2023 (suponiendo constante la cantidad de alumnos, que no cambia mucho) de $565.590. Este monto, llevado a dinero de agosto-24 equivale a $1,9 millones por alumno por año.
- Por otro lado, los gastos salariales representan el 82% del presupuesto universitario. Dicho sea de paso, hay que recordar que los docentes universitarios son de los pocos argentinos que se jubilan con el 82% móvil -y en buena hora que así sea-. Asimismo, las universidades nacionales públicas tienen autonomía institucional y autarquía económico-financiera y, en ese marco, fijan su régimen salarial (arts. 29 y 59 de la Ley de Educación Superior 24.521).
Esta mayor inyección de fondos del Estado en el sistema público universitario no necesariamente impacta en forma positiva en la calidad educativa. Por el contrario, este fuerte crecimiento del gasto universitario ha servido para la pretendida consolidación política del kirchnerismo, a través de la conducción de prácticamente todas las nuevas casas de estudio, con todo lo que ello implica: más recursos para el clientelismo, esta vez, desde la universidad pública. Algunas cifras más al respecto:
- En el 2012, el sistema público nacional contaba con 46 universidades. Hoy, ya son 61 universidades e institutos universitarios. La decisión de abrir más instituciones condujo, en gran parte, a una duplicación de la oferta académica, incluso con ofertas de similares carreras en pocos kilómetros de distancia.
- Sin ir más lejos, el año pasado se aprobaron cinco nuevas universidades nacionales: del Delta, de Pilar, de Ezeiza (pasó de ser provincial a nacional), de Río Tercero y de Madres de Plaza de Mayo (pasó de Instituto a Universidad). Hay universidades que por relación cantidad de estudiantes y cantidad de egresados, parece más a una agencia de empleo.
Llegado a este punto, y a modo de conclusión, resulta imprescindible remarcar que se debe financiar el sistema educativo universitario, pero que es necesario evaluarlo para saber si el dinero de los contribuyentes argentinos da el resultado social y académico deseable. Y si la respuesta es negativa, también debatir, cómo hacemos para modificar esa tendencia, y no solo cuánto sale mantenerlo.
Está claro que hay que reorganizar, repensar el sistema universitario, mejorando aspectos como el ingreso, la permanencia, la equidad y la transparencia para hacer eficiente el uso de los recursos de los argentinos. Sobre todo porque la inversión económica y el esfuerzo de todos los argentinos, no es directamente proporcional a los resultados académicos logrados.
Es necesario en este sentido hacer un último alto en el análisis de cifras: las transferencias del Gobierno nacional a las universidades en el año 2023 fueron de $1.4 billones de pesos, y lo previsto para el 2024 asciende a $3 billones; un 120% más. Por otro lado, el actual Gobierno abonó una deuda impaga y heredada del gobierno anterior de Alberto Fernández por $14.000 millones de pesos aproximadamente. Por eso, sorprende que ahora sus acólitos, incluso los ahora arrepentidos, pretenden convertirse en los abanderados de la educación, reclamando lo que nunca dieron, cuando pudieron haberlo hecho. Tampoco podemos olvidar que el gobierno anterior contribuyó con su irresponsabilidad fiscal al crecimiento desmedido de la inflación, lo que como se sabe erosiona el ingreso de todos los trabajadores.
Por eso, la solución no pasa solo por aumentar las partidas, sino por reordenar todo el sistema y mejorar el nivel educativo en general. En ese sentido, la iniciativa presentada por parte de la oposición en el Senado la semana pasada -y aprobada- recurre a una estrategia que, además de incumplir el Art. 38. de la Ley 24.156, de Administración Financiera -que establece que “toda ley que autorice gastos no previstos en el presupuesto general debe especificar las fuentes de los recursos a utilizar para su financiamiento”-, reduce la actividad del legislador a convertir en ley genuinas expresiones de deseo.
Esto es así ya que, si bien se debate sobre el tema en cuestión, se evita proponer una solución al Poder Ejecutivo. Este punto resulta central -y significó un parteaguas en el debate-, ya que no es solo una obligación de la ley, sino una responsabilidad que está escrita, entre otras razones, para evitar la demagogia de generar gastos que encuentran respaldo social, pero sin ningún respaldo financiero.