Signo de este enfoque “compasivo” son las reformas que se encaran, casi todas inspiradas por la idea de que hay que flexibilizar los criterios de evaluación y adelgazar los contenidos.
Por otra parte, los discursos pedagogistas -surgidos de un constructivismo extremo- siguen siendo hegemónicos en demasiados distritos -y recordemos que la educación es función de las provincias.
Un dato positivo del debate actual es el acento puesto en la alfabetización. Por un lado es auspicioso que la escuela recupere al fin su función esencial, básica, primaria, sin la cual el resto del recorrido del alumno será dificultoso; por el otro, es dramático que hayamos llegado al punto de tener que admitir que la escuela no alfabetiza.
Hace más de una década escribí una nota motivada por la visita a Argentina -no era la primera ni sería la última- de un pedagogo francés, Philippe Meirieu, que en su país de origen, Francia, era señalado como el numen de las teorías que estaban llevando a la escuela francesa a un derrumbe en calidad que alarmaba a las autoridades.
Voy a reproducir acá algunos de los conceptos de esa nota porque lamentablemente no han perdido actualidad, porque los motivos de la crisis escolar no son solo socioeconómicos como suele postular la mayoría de los políticos cuando hablan del tema. El kirchnerismo logró en algunos años cumplir con el 6% destinado a educación del presupuesto total, pero es responsable del mayor fracaso en términos pedagógicos.
El modo en que muchas instituciones académicas -especialmente públicas- recibieron en ese entonces a Meirieu y la amplia difusión de sus textos eran indicio de hasta qué punto se había arraigado en las mentalidades el “pedagogismo”, nombre que engloba a un conjunto de teorías de constructivismo extremo. Para traducirlo a lenguaje común: la idea de que el niño “construye su propio saber”. Un principio que, no nos engañemos, puede sonar muy progresista, liberador, simpático incluso, pero en realidad implica la deslegitimación del rol del docente, que ya no es el dueño del conocimiento, sino un facilitador -hay quien llega a sostener que no sabe más que el alumno-, que no debe coartar la “libertad de expresión” del chico, ni traumatizarlo calificando su trabajo o aburrirlo con ejercicios monótonos, etcétera.
La escuela de hoy no califica más del uno al diez, aunque ese método es certero y claro, sino con expresiones rebuscadas como “Trayectoria Educativa Avanzada” -estudiantes que alcanzaron los “aprendizajes prioritarios”-, Trayectoria Educativa en Proceso -”alumnos que no afianzaron esos aprendizajes pero tuvieron un buen nivel de vinculación pedagógica”- y “Trayectoria Educativa Discontinua”, para aquellos que “no aprendieron los saberes mínimos y tuvieron una escasa o nula vinculación pedagógica. TEA, TEP Y TED son las siglas de estos eufemismos con los que evitan decir “aprobado” o “aplazado”, palabras prohibidas.
Cuando critiqué a Meirieu -en realidad reproduje los cuestionamientos que estaba recibiendo en su país- algunos de sus cultores locales salieron a defenderlo.
Hubo un argumento en particular que quise responder porque, por experiencia personal, me consta que es falso. Alguien señaló que la crisis de la escuela francesa no se debía a razones pedagógicas sino a problemas socioeconómicos, entre ellos, la inmigración. Es cierto que hoy hay más inmigrantes en ese país y con frecuencia esos niños llegan a la escuela con un desconocimiento parcial o total del idioma.
Pero no es cierto que eso vaya en detrimento de su capacidad de aprender. Siempre y cuando alguien quiera enseñarles. Y es ahí donde está la falla en la actualidad: en la declinación de la voluntad de instruir. Incluso más: se deslegitima la función esencial de la escuela que es asegurar la transmisión del conocimiento de generación en generación.
Yo fui inmigrante en la escuela pública francesa; no en la de ahora, inficionada de pedagogismo, metodologismo y psicologismo, sino en la anterior a estos ismos. Cuando llegué a Francia, con casi 6 años, no tenía el menor conocimiento del idioma, como no lo tenían tampoco mis hermanas, de 8 y 11 años, ni mis padres. Ello no evitó que nos escolarizaran de inmediato, cada una en el nivel que correspondía a la edad. El idioma lo aprendimos en la escuela. Los mismos maestros nos daban “apoyo escolar” en los recreos o mientras los otros chicos estaban ocupados en alguna tarea, con una dedicación ejemplar. No fuimos tratadas como minusválidas por no conocer el idioma. Basados en su experiencia y sentido común, los maestros entendieron que, a esa edad, éramos capaces de absorber información con una velocidad que no se vuelve a repetir en ningún otro momento de la vida. Y efectivamente, en pocas semanas, nos pusimos al día. No fue fácil, pero los adultos no deberían olvidar que los niños aman los desafíos y respetan sólo a los maestros que los consideran capaces y les exigen en consecuencia.
Mis hermanas y yo no fuimos niveladas para abajo, por ignorar el idioma: al revés. Hasta hace unos 30 años, la escuela francesa era extremadamente exigente. Pero no pedía nada que un niño no pudiera lograr. Y no se trataba de un establecimiento de elite. Vivíamos en un barrio de clase media baja, en Estrasburgo. Entre mis compañeros había muchos hijos de obreros. Eso sí, detrás de nuestros guardapolvos éramos todos iguales y se nos exigía de la misma manera.
Se me dirá que ahora hay más inmigrantes que antes. Quizá. Pero tampoco es excusa. La escuela a la que asistí estaba en Estrasburgo, capital de Alsacia, donde la lengua materna es el dialecto alsaciano, que no deriva del latín, sino de las lenguas indoeuropeas. Se parece al alemán. La mayoría de os chicos ingresaba al primer grado sin hablar fluidamente el francés. Eso no impedía que aprendieran a leer y escribir en un año, algo que las autoridades educativas de muchas provincias argentinas -Buenos Aires entre ellas- consideran imposible. Por eso eliminaron la repitencia en primer grado, con la excusa del derecho a la “continuidad educativa”.
¿Tenemos tan poca memoria los argentinos que ya olvidamos que nuestra escuela formó con excelencia a generaciones enteras de inmigrantes, muchos de los cuales no eran hispanohablantes?
Pobres y extranjeros, chivos expiatorios
En el fondo, detrás del argumento de culpar a los inmigrantes por la decadencia educativa -en Francia o en cualquier otro país- hay un preconcepto social, porque con frecuencia la condición de inmigrante va asociada a la de bajos ingresos.
Y, detrás de los fundamentos para prohibir la repitencia en nombre de la inclusión, está el prejuicio de que un niño pobre es menos capaz de aprender. Lo cual no sólo es falso sino discriminatorio. Con estas teorías, la escuela argentina ha perdido el rol de motor social que tuvo alguna vez, cuando potenciaba al hijo de obrero y le abría las puertas de la universidad.
Cuando se vanaglorian por los números de la inclusión en una escuela que no cesa de retroceder en su nivel, en el fondo están aceptando con resignación que esta es una institución que priva a las actuales generaciones de la oportunidad que tuvieron nuestros padres y abuelos. Dejemos de bastardear el concepto de inclusión: no hay inclusión si no hay calidad, oportunidades, excelencia y rigor en la formación.
La escuela argentina a la cual regresé, dos años después, no tenía nada que envidiar a la europea de entonces. El contraste vino con la siguiente generación. Varios años después, en una escuela pública de la Capital Federal, la propia directora le sugirió a mi hermana que sacara a su hija de ese establecimiento porque allí “no iba a aprender nada” (sic). Mi sobrina tenía otras opciones, pero ¿qué hay de los chicos que siguieron en aquella escuela? Son los estudiantes que hoy llegan a la universidad sin entender lo que leen.
El problema, reitero, es ideológico. Es el de una concepción que privilegia los métodos por encima del contenido. Un ejemplo lo aclara todo.
Todavía hay escuelas que, imbuidas de constructivismo -el niño construye su propio aprendizaje- consideran que el maestro no le debe corregir en el inicio los errores de ortografía. No hay que cohibirlo, hay que dejar que se exprese, eso es lo importante. Más adelante habrá tiempo para explicarle la ortografía o la descubrirá solo. He escuchado a maestras afirmar que no debe decírsele al chico que una palabra está “mal” escrita. Eso lo traumatizaría. No está mal escrita, está escrita como él lo sintió, dedujo, bla, bla, bla. Por si no basta con el sentido común para apreciar el dislate, recordemos que nadie vuelve a aprender jamás a la velocidad que lo hace un niño hasta los 8 ó 9 años. Si le corregimos cuando dice “dastimaduda” en vez de “lastimadura” o “sabí” en vez de “supe”, y lo hacemos porque de otro modo hay ruido en la comunicación, ¿por qué no corregirle un error de ortografía? Que en definitiva es un código inventado por los humanos para entenderse, por lo que debe ser respetado. ¿O es lo mismo leer habitación que avitasión?
Bienvenida sea la neurociencia que ha confirmado que los viejos buenos métodos estaban en lo cierto: la ortografía se aprende más por memorización visual que por saber las reglas. El cerebro va grabando esas imágenes y así termina por reconocerlas al instante. Si lo confundo, dejando que vea las palabras mal escritas -sí, mal- una y otra vez, no “grabará” la correcta ortografía.
Desaprovechar la infancia, perdiendo tiempo en nombre del delirio de que el niño debe experimentar y aprender por sí mismo, no sólo es criminal sino que va contra la naturaleza humana. Porque lo que distingue al hombre del animal es justamente la capacidad de acumular y transmitir conocimiento. Un mono o un perro, por más entrenados que estén, no podrán enseñarles a sus respectivas crías lo que saben.
Enseñar ortografía o la tabla de multiplicar no es traumatizar, sino iniciar al niño en la lógica, las estructuras, los sistemas, y ejercitar la memoria; prácticas que sirven para toda la vida. Por ejemplo, para sostener con fundamento una opinión crítica. Y para desarrollar la creatividad porque ésta no brota de la nada sino que es estimulada por el propio conocimiento.
La excusa de los pedagogistas es proteger de la frustración a los más débiles o menos “listos”, pero logran lo contrario. Porque el chico más despierto o más estudioso aprenderá solo la ortografía. El otro conservará los vicios de origen de por vida.
En aquel año 2013 de la visita de Meirieu, los franceses debatían estos temas porque se estaban derrumbando en los índices que miden la calidad educativa. Todo parecido con la Argentina no era casual: también allá se debía a la aplicación del “pedagogismo”, de las teorías que han deslegitimado la autoridad del maestro, degradado la disciplina y desterrado muchos “viejos” métodos de probada eficacia (dictado, lectura en voz alta, repetición y memorización) en nombre del argumento de que el niño no debe aburrirse en la escuela.
¿Y dónde está Meirieu?
A raíz de la publicación de estos malos resultados, Eric Conan, editorialista de la revista Marianne2 (de izquierda, vale aclarar), decía: “Lo que más sorprende es el silencio pesado de los que desde hace dos decenios (refutaban) con aplomo a los aguafiestas y reaccionarios que se inquietaban ante la degradación del desempeño del sistema educativo francés”. Y a continuación preguntaba: “¿Dónde se metieron Philippe Meirieu (y otros que) no sólo negaban toda degradación, sino que explicaban con frecuencia que no entendíamos nada y que por el contrario el nivel no cesaba de subir?” Y preguntaba: “¿Acaso la autocrítica no es una de las bases de la (verdadera) pedagogía?”
Y bueno, Meirieu estaba en Argentina, dictando conferencias como un triunfador y aplaudido por varias instituciones públicas.
Acá también podríamos preguntarnos dónde están nuestros Meirieu, los responsables del cuesta abajo educativo. Créase o no, muchos siguen en funciones o bajando línea, algo que solo se explica por el nulo interés que el tema tiene para nuestros funcionarios y representantes. Aunque digan lo contrario.
Recientemente vi que ahora Meirieu dice que los chicos no aprenden solos, pero por años se dedicó a instilar en la mente de muchos maestros la desvalorización de su oficio, mediante el argumento demagógico del derecho del niño a la libre opinión y demás yerbas.
Philippe Meirieu fue el pope de una desviación setentayochista, consistente en creer que toda disciplina es mala, autoritaria y castradora para el niño, que debe ser considerado como “un ser con plenos derechos y racional desde los 2 años”, como lo explica él mismo en un texto cuyo título lo dice todo: “El pedagogo y los derechos del niño”. Es gracioso ver cómo rebate su propio argumento al decir que muchos señalan que estos derechos llevan a la “negación misma de la educación, la promoción del niño-rey (y) una grave renuncia de los adultos”. Así es efectivamente.
En el mismo trabajo, elogiaba una propuesta consistente en “utilizar para la evaluación de los alumnos el sistema de cinturones de yudo: pasar al nivel siguiente se hace a pedido del interesado, en ocasión de pruebas que elige rendir, con un maestro y una clase exigentes y sin complacencia, pero (que) son verdaderos aliados en un proceso difícil y exaltante”... bla, bla, bla. ¿Cómo asociar la exigencia con esta demagogia? Todo parecido con las reformas del secundario que impulsan algunas provincias no es casual.
Detrás de eufemismos tales como “darle sentido a las actividades que le proponemos” (al alumno), o “entender la resistencia del (niño) como un llamado a reelaborar la relación educativa, para tomar uno mismo (el maestro) un lugar diferente en esa relación”, se esconde la concepción de una escuela que debe colocar al niño en el centro del dispositivo y le niega al maestro el rol de transmisor del saber.
Consecuentemente, Meirieu proponía que aprendieran la democracia a través del ejercicio de la misma. Ya pueden imaginar a dónde nos llevaría esto. Demás está decir que si los niños tuviesen la capacidad de autogobernarse no necesitarían la escuela. Ni a los padres.
Para los pedagogistas, decía Eric Conan, la crisis educativa se explicaba por “la pesadez de los programas”, la “falta de equipamiento informático”, la “violencia de las notas”, sin olvidar “la obsesión por la calificación, que estigmatiza a los alumnos a los que encierra en una espiral de fracasos” y provoca la “fisura de la autoestima, el deterioro de las relaciones familiares y el sufrimiento escolar”.
En consecuencia, proponían una continua licuación de los contenidos,. menos calificaciones y menos exámenes, etcétera. Esto fue doctrina oficial, en Francia... y acá también. En el país de Meirieu persisten hasta hoy, pero con intervalos sucesivos de intentos de corregir el rumbo y nuevas recaídas.
No faltó un arrepentido: Antoine Prost, historiador que por años militó en las filas pedagogistas. “Seamos serios, pretendemos haber querido que nuestros niños aprendieran más y mejor y hasta ahora hicimos todo lo que hacía falta para que aprendan menos, y peor. Hemos organizado este fracaso”, fue su confesión pública.
En nuestro país, no hacía falta importar a Meirieu: teníamos, tenemos, nuestros pedagogos locales para asegurar la continuidad del proceso de destrucción de la escuela pública argentina. Hasta el saludable acento puesto ahora en recuperar la función alfabetizadora de la escuela, todas las decisiones “pedagógicas” de los últimos tiempos iban en el mismo sentido, tanto en materia de disciplina como de contenidos: nivelar para abajo ha sido la consigna.
Cabe esperar que este esfuerzo puesto en la lectoescritura temprana dé sus frutos. Es un primer paso en la dirección correcta.
No necesitamos más Meirieu. Lo que necesitamos, en forma urgente, es refundar la escuela.