La justicia liberal es uno de los frenos constitucionales contra las dictaduras. Pone límites al autoritarismo, al impedir la violación de los derechos individuales, la arbitrariedad de las decisiones estatales y la suma del poder público. Pero la justicia es un freno débil. Si los poderes del Estado y las fuerzas del orden no la obedecen, sus resoluciones son estériles. De allí que, cuando los déspotas logran determinado grado de poder, no hay justicia que los detenga.
Pero peor que una justicia impotente, es una justicia cómplice de las dictaduras. Es la justicia de Raúl E. Zaffaroni, cuando en los setenta rechazaba los habeas corpus a favor de personas desaparecidas; es la justicia venezolana que convalida la usurpación del poder por parte del dictador Nicolás Maduro; y es la justicia de Alexandre de Moraes, miembro del Supremo Tribunal Federal de Brasil, que prohibió a todo su país el uso de la red social X (antes conocida como Twitter).
El ministro del Supremo Tribunal brasileño justificó su desatino, diciendo que lo hacía para impedir “la difusión masiva de desinformación, discursos de odio y ataques al Estado democrático de derecho, violando la libre elección del electorado, al mantener a los votantes alejados de la información real y veraz”. Dulces palabras que sólo encubren el veneno de la opresión.
Nadie niega la potestad de la justicia para investigar y reprimir delitos en general, incluidos los actos que atenten seriamente contra el orden constitucional y las instituciones democráticas. Tampoco las ventajas de establecer regulaciones generales de estilo, tendientes a morigerar las expresiones violentas en las redes sociales. Cosa muy distinta es instaurar una suerte de “policía del pensamiento” que decida arbitrariamente censurar la libertad de expresión de los ciudadanos en el entorno digital.
Ello ocurre en Brasil. En vísperas de las elecciones de 2022, el Tribunal Supremo del vecino país facultó a Alexandre de Moraes para ordenar unilateralmente el desmantelamiento de las cuentas que considerara una amenaza. Según describe el New York Times: “Desde entonces ha ejercido ese poder libremente, a menudo en órdenes clasificadas que no revelan por qué suspende una cuenta específica. Ha ordenado a X que elimine al menos 140 cuentas, la mayoría de políticos de derecha, entre ellos algunos de los comentaristas conservadores más conocidos de Brasil y miembros del Congreso”.
Bajo estos parámetros, lo del juez Alexandre de Moraes es liso y llano autoritarismo. Porque en una sociedad democrática y liberal, el pensamiento no se puede censurar. Cada quien tiene derecho a opinar lo que quiera. Y la justicia no tiene jurisdicción para impedirlo.
Cuando se empieza a censurar a las personas por sus creencias y convicciones, se destruye la libertad. ¿Quién decide qué opinión es o no la correcta? Basta con reflexionar que, para la derecha, todos los discursos de izquierda son absurdos o criminales; y viceversa. ¿Acaso no será esto un movimiento reaccionario de la ideología woke que se resiste a perder la hegemonía del discurso? Pareciera que algunos sectores ideológicos se han persuadido de que son los dueños de la verdad.
Me dirán que la pluralidad de las voces –especialmente en las redes– tiende más a la discusión descalificadora, que al diálogo enriquecedor. No lo niego. Pero la libertad de expresión, por mucho que nos pese, es innegociable. Como dice la frase mal adjudicada a Voltaire: “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a decirlo”.
Otro tanto ocurre con la información. Ante todo, porque incluso aceptando la máxima periodística de Charles P. Scott que dice: “las opiniones son libres, pero los hechos son sagrados”, los datos muchas veces son pasibles de interpretación, corriéndose la cuestión al campo de las opiniones. Y aunque la información sea incompatible con la ciencia reconocida, no hay que olvidar que las ciencias evolucionan y se equivocan muchas veces. E incluso si una información se riñe con datos cuya prueba es irrefutable (por ejemplo, alguien sostiene disparates tales como que la Tierra es plana o que Maduro ganó las últimas elecciones en Venezuela), de todos modos, equivocarse o ser un imbécil también es un derecho humano. Nadie tiene autoridad para silenciar a las personas.
La justicia sólo debe intervenir cuando, en el ámbito penal, la opinión se transforme en un delito –incluida la incitación o apología al delito–, o cuando la desinformación sea maliciosa y perjudique a alguien (en el ámbito civil). Y en cualquiera de esos casos, se debe observar el debido proceso y responsabilizar al individuo o grupo que delinque o que divulga la información a sabiendas de que está basada en hechos falsos, pero no a la plataforma de la cual se vale para dicha acción. Y bajo ningún punto de vista debe existir una agencia judicial –como la brasileña– que haga “patrullaje del pensamiento”.
Me dirán que, en puridad, X fue suspendida por incumplir las leyes soberanas. Eso es una verdad sesgada. Los Estados tienen derecho a exigir que las redes sociales extranjeras establezcan representantes legales en suelo nacional y se ajusten a la legislación local, con obligación de acatar las órdenes judiciales; de otro modo, se dificultaría gravemente investigar y perseguir los ilícitos perpetrados mediante el uso de estas redes. Pero X acató la ley brasileña y tenía representación legal en Brasil. Lo que ocurrió es que, ante las reiteradas órdenes por parte de Alexandre de Moraes para bloquear usuarios sin observar el debido proceso, y la negativa de X a cumplir con semejante atropello a la libertad de expresión, el juez intimó a sus representantes legales bajo apercibimiento de sanciones penales. Esto obligó a X a retirar su oficina legal del país, de lo que se valió el juez supremo para suspender la red social en todo Brasil.
Y esto merece una profunda reflexión: Elon Musk, dueño de X, a pesar del mucho dinero que debió resignar por causa de su valiente decisión –lo cual lo enaltece como un hombre de principios republicanos–, dio una enorme lección al mundo libre al defender el derecho de expresión de los ciudadanos brasileños, frente a la despótica censura de sus propios gobernantes.
En suma, si alguien utiliza la red social X con fines ilícitos, se lo debe juzgar y, eventualmente, prohibirle que vuelva a utilizar redes sociales, ordenando –entonces sí– que deshabiliten sus cuentas. Pero lo que no se puede hacer, es obligar –como hace el juez Alexandre de Moraes– a la arbitraria suspensión de usuarios, sin juicio previo, por la supuesta incorrección de las opiniones o la falsedad de las informaciones vertidas.
En Brasil, la justicia se puso al servicio de la tiranía. Y la consecuencia de ello ha sido la flagrante violación de la libertad de expresión de millones de personas. Toda una nación, de la noche a la mañana, se vio privada de utilizar un medio de comunicación como la red social X. Y ello por obra del despótico juez Alexandre de Moraes, que es un triste Tomás de Torquemada del siglo XXI.