El Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires presentó un proyecto de reforma al Código Urbanístico que reducirá drásticamente la edificabilidad en toda la ciudad, afectando incluso al sur. De las 100.000 casas sobre terreno propio que el suelo puede valer más que lo construido, el 70% verá disminuido su valor, ya que solo se considerará la edificación y no el suelo, provocando una caída de hasta el 50% en su precio actual.
Gestionar las normas de edificación y el uso del suelo en una ciudad es una tarea compleja. La realidad es que nunca habrá un consenso mayoritario sobre las reglas que rijan el urbanismo. Sin embargo, es fundamental utilizar la empatía y la evidencia para diseñar normativas que equilibren el bienestar común con los intereses particulares.
En 2018, se presentó una propuesta que proyectaba una ciudad de 6 millones de habitantes, habilitando edificaciones donde antes no se permitían. Esta iniciativa demostró las tensiones que surgen cuando un solo propietario y un desarrollador pueden afectar a decenas de vecinos en su manzana. Hoy, el nuevo proyecto del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (GCBA) parece proponer lo contrario: viviendas con jardín a pasos del subte, financiadas indirectamente por quienes no tienen acceso a este servicio. ¿Es justo? Quizás no, pero sí es una muestra más de las injusticias que surgen en la planificación urbana.
El equilibrio parece estar en entender que ni el aspecto de un barrio es un derecho inalienable, ni la producción de vivienda es un derecho ilimitado. Los códigos urbanísticos son restricciones necesarias al derecho de propiedad en beneficio del bien común.
Actualmente, el 90% de las edificaciones en la ciudad son de menos de cuatro plantas, lo que convierte a Buenos Aires en una ciudad de baja altura. Mientras tanto, la población crece en el norte y se estabiliza en el sur, con un cambio demográfico importante: el 40% de los hogares ya no tiene hijos. Además, los adultos mayores que habitan casas grandes con escaleras encuentran cada vez más difícil mantener esas propiedades. La demanda, en cambio, apunta hacia unidades más pequeñas.
El famoso pulmón de manzana, una creación de 1977, sigue siendo un tema crucial. El 80% de lo construido se edificó antes de esa fecha y ya ocupa estos espacios, si no renovamos lo que está ocupando el pulmón, se mantendrá así. Sin embargo, si extendemos exageradamente el pulmón de manzana, la renovación urbana se volverá inviable.
Es importante destacar que, según la evidencia, los problemas de infraestructura y servicios públicos hoy se concentran en el sur de la ciudad, donde la población no crece y se construye menos. En contraste, los servicios e infraestructura son significativamente mejores en el centro y norte de la ciudad, áreas donde la población crece incluso más que la media nacional y, en consecuencia, la construcción también aumenta. Esto refuerza la idea de que la infraestructura sigue al crecimiento, y no al revés.
La venta de una casa para la construcción de un edificio se ha convertido en una de las formas más populares de transferencia patrimonial de padres a hijos. Este proceso no solo proporciona una solución habitacional, sino que garantiza el acceso a la ciudad y el derecho al hábitat. Debemos ser extremadamente cuidadosos de no afectar a estas familias, que no solo buscan resolver una cuestión patrimonial, sino asegurar un futuro digno para sus descendientes. De igual manera, las ampliaciones de viviendas existentes siguen siendo el método más popular de solución habitacional en las familias porteñas. Endurecer las normas de profundidad y altura de construcción podría dejar en situación de vulnerabilidad a cientos de familias que no buscan más que satisfacer una necesidad básica.
Los códigos urbanísticos, en esencia, no son más que reglas. Se construyen 1,500 edificios nuevos al año en una ciudad de 313,000 parcelas. Cada nuevo edificio debe integrarse con su entorno, en una transición que no altere violentamente el paisaje. Lo verdaderamente disruptivo es la altura y no la profundidad de los edificios, ya que, como dijimos antes, hoy lo construído es bajo y profundo. Hacerlos bajos y cortos no resolvería el problema, porque nadie demolerá una casa de 300 m² para construir lo mismo en el mismo espacio.
¿Y los servicios? Los edificios pequeños no suelen requerir modificaciones importantes en infraestructura, y las empresas de servicios constantemente invierten en mejoras, aunque estas pasen desapercibidas por estar bajo tierra. Incluso los nuevos edificios ceden espacio para mejorar el servicio en su área, lo que evidencia que las inversiones en infraestructura están a la altura de las necesidades crecientes de la población.
Con toda esta información, la evidencia apunta a que una ciudad sostenible es densa y compacta. La solución parece estar en generar franjas radiales densas alrededor de hitos urbanos, como subtes o parques, para entregar servicios de calidad a más personas, sin sacrificar el espacio público. La industria del desarrollo urbano, que representa el 30% del PBI de la ciudad y sostiene a 500,000 familias, no es inocua, pero debemos aprender a diferenciar entre molestias particulares y verdaderos problemas de sobredensificación.
Al final, lo que necesitamos es pensar más en el bien común y menos en los intereses particulares. La planificación urbana es un delicado acto de equilibrio que debe atender a todas las voces, pero siempre con la vista puesta en el futuro de la ciudad.