El súbito sincericidio del ex ministro de Economía, Martín Guzmán, sobre el uso político que Alberto Fernández, su gobierno y todo el kirchnerismo hizo de la fatídica pandemia de Covid que castigó a esta sufrida, casi estoica, sociedad, reveló no sólo la infamia de una gestión deshonrosa sino que, tal vez, lanzó una especie de aviso para que semejante ceguera social no vuelva a repetirse. Pero sólo tal vez.
La memoria hizo que en los últimos días fuesen recuerdo vivo lo encadenados que vivimos, la amplia cárcel que Fernández y su gente, Guzmán incluido, depararon a los argentinos, imposibilitados de salir, de correr, de visitarse, de abrazarse, de despedir a sus muertos, mientras la residencia presidencial de Olivos era “un desfile de maldad insolente” que hubiera hecho enrojecer al eterno Discépolo.
Por un instante, la memoria inmediata, todo pasó hace sólo cuatro años, hizo que regresara el terror desatado por el kirchnerismo como un mecanismo más de dominación de una sociedad que, en el mejor de los casos, lo aceptó con resignada mansedumbre y, en el peor, lo celebró fanatizada, alineada detrás de aquella autocracia de cartón piedra
Sin embargo, parte de esa memoria no fue recordada y merece serlo. Porque si Fernández y el kirchnerismo hicieron uso político de la pandemia, también usaron como arma política el súbito levantamiento carcelario que habían impuesto a la sociedad. Todo pasó después de las PASO del 12 de septiembre 2021 en las que el gobierno fue derrotado.
Memoria. El 19 de junio de 2020, emperrado en clausurar la vida social argentina con la idea, falsa, que afirmaba que el gobierno cuidaba a todo el mundo, Fernández había lanzado un ataque político a las autoridades de la Ciudad y una amenaza a sus habitantes: adjudicó el aumento de contagios a la flexibilización de la cuarentena en CABA. A los gritos, con su habitual tono admonitorio, el presidente dijo entonces: “¿Querían salir a correr? ¡Salgan a correr! ¿Querían salir a pasear? ¡Salgan a pasear! ¿Querían tener locales de ropa abiertos? ¡Abran los locales de ropa! ¡Esta es la consecuencia!”. ¡No era verdad!. El país registraba entonces 39.570 contagios y 979 muertos, una cifra lejana a los fatídicos 100.000 muertos que iba a alcanzar en julio de 2021. Todavía faltaba un mes para que, a desmedro de los temores desatados por Fernández, la pareja presidencial organizara una festichola en Olivos para celebrar el cumpleaños de la primera dama.
Pero en julio de 2021, las restricciones seguían vigentes y las muertes por COVID superaban las cien mil. No era el relajo en esa cuarentena demencial lo que favorecía el accionar del virus, sino la atroz y no menos demencial política de vacunación encarada por el gobierno que desechó doce millones de vacunas Pfizer listas para ser aplicadas, a cambio de dar prioridad a la Sputnik V enviada por Vladimir Putin desde Rusia, al que Fernández le ofrendó el país como “puerta de entrada” a América latina. Total, que Putin dejó rengos de dosis a miles de argentinos que recibieron la primera y vieron pasar de largo el lapso calculado, 84 días, para ser vacunados con la segunda.
Pero cuando el 12 de septiembre, en las PASO que consagrarían a los candidatos a renovar el Parlamento, el Gobierno perdió frente a Juntos por el Cambio, 41,53 contra 32,43 del Frente de Todos, lo que ayer era cárcel de pronto se hizo libertad; como si el aflojar las ataduras pudiera revertir el oscuro panorama electoral que se avecinaba.
Cifras. La cantidad de muertos por pandemia descendió, según los datos oficiales, de forma brusca no bien se conocieron los resultados de las PASO. De un promedio de entre 150 a 200 muertos diarios, (46 el día de la elección), pasó a 82 el sábado 18, a 61 el domingo 19, a 90 el lunes 20 y a 61 el martes 21. Los contagios también descendieron como por arte de magia. De los 5328 registrados el 1 de septiembre, pasaron a 2.493 el jueves 16, cuatro días después de las elecciones y a la fantástica cifra de 622 el domingo 19, la más baja desde junio de 2020.
El 1 de octubre, el gobierno de Alberto Fernández, tan celoso de la cuarentena, decidió que ya no era imprescindible el barbijo y su uso quedó a criterio de las autoridades de cada distrito del país. Después de las PASO, los estadios de fútbol se abrieron a los hinchas y, junto con los estadios, se abrieron las fronteras, “de forma gradual y cuidada”, según el comunicado oficial. También dejó de ser imprescindible el aislamiento de los argentinos que llegaban del exterior, una medida que daba la razón al disparate medieval del ministro de Seguridad de Santa Fe que en su momento había asegurado que el coronavirus era “una gripe de chetos” que había llegado al país en la piel de quienes viajaban al exterior.
Aquel 1 de octubre también terminó el aislamiento de los extranjeros de países limítrofes y, desde el 1 de noviembre, trece días antes de las elecciones legislativas, las fronteras estuvieron de par en par para todos los extranjeros en general. Nadie explicó cómo, medidas tan atinadas, no habían sido tomadas antes de condenar, como lo hicieron, a que centenares de argentinos quedaran varados en el exterior como apátridas.
El gobernador de Buenos Aires, Axel Kicillof, que había sido un Titán en la defensa a capa y espada, más a capa que a espada, de las clases virtuales, y que había impedido que los chicos de la provincia pisaran las aulas durante casi un año, comprendió de pronto, también por arte de magia, la importancia de las clases presenciales; ensalzó el valor de la relación directa entre maestro y alumno y, en especial, el intercambio social entre los chicos que antes se le había nefregado, y ahora se traducía como un imperioso retorno a las aulas. Incluso dispuso el dictado de clases los sábados para recuperar el tiempo perdido, lo que son las cosas.
El gobierno nacional también decidió, post PASO y pre elecciones legislativas, un aforo del cien por ciento en lugares cerrados, aun con medidas precautorias: distancia, tapaboca y ventilación, “para todas las actividades económicas, comerciales, de servicio, religiosas, culturales, deportivas, recreativas y sociales”. Vamos, que de la cárcel pasamos a un Viva La Pepa jocundo y verbenero, nadie les pedía tanto, al que se sumó el esperado retorno de los viajes de jubilados y de egresados; abrieron sus puertas las discotecas, con aforo del cincuenta por ciento y esquema de vacunación completa para sus feligreses; lo mismo empezó a regir para “salones de fiesta, bailes o cualquier otro tipo de actividad social”.
¿Adónde había quedado la férrea cuarentena que se llevó miles de vidas, arruinó otras tantas y dejó huellas imborrables y de alcances todavía indefinidos en el ADN de la sociedad? En el fondo de las urnas. Allí quedaron.
Hoy, cierto imbecilismo K respaldado por Cristina Fernández, en el kirchnerismo todos hablan después de que lo hace la ex presidente, sostiene: “No vimos venir a Fernández”. No es verdad. Sí lo vimos venir, quedó escrito, está cifrado en documentos, en artículos de prensa, en columnas de opinión, en ensayos y análisis, en entrevistas y hasta en la admisión acaso involuntaria de ex funcionarios de aquel desastre.
A propósito de restricciones, hoy rigen otras. Precisamente contra la prensa y contra el derecho a la información, que no es de la prensa sino de la sociedad. Las estableció por decreto el presidente Javier Milei, justo cuando es un enigma cómo, por qué, de qué manera y, sobre todo, adónde, fueron derivadas parte de las reservas en oro del Banco Central.
Que en el futuro nadie diga “no lo vimos venir”.