En agosto pasado se cumplieron treinta años de la mayor reforma que haya tenido nuestra Constitución Nacional desde su creación en el año 1853. El tiempo transcurrido desde la reforma de 1994 amerita la realización de un balance en el funcionamiento de nuestro sistema constitucional, en este caso, a través de un intercambio académico entre los profesores de derecho constitucional de la Universidad de Buenos Aires (UBA) Félix V. Lonigro y Guido Risso.
¿Cuál es su opinión sobre la reforma del 94?
FL: Si bien la reforma del 94 fue el resultado de un amplio consenso político de entonces, mi balance es negativo. Yo creo que, si bien se hicieron algunas reformas interesantes (como por ejemplo la simplificación del proceso de formación de las leyes, el acortamiento del mandato presidencial, la extensión de las sesiones ordinarias del Congreso, la elección de un senador por la minoría, la incorporación del derecho ambiental, de los usuarios y consumidores, o la acción de amparo y el habeas corpus, entre otras), la reforma redujo la “señal” del sistema republicano, al permitirle al presidente ejercer potestades legislativas por medio de los DNU, al permitirle al Congreso delegar sus atribuciones al presidente o al incluir a la corporación política en el ámbito del Poder Judicial, específicamente dentro del Consejo de la Magistratura.
La experiencia ha indicado que, lejos de haberse cumplido el objetivo de controlar el ímpetu permanente de los presidentes de invadir la función legislativa, ello se ha agravado; al mismo tiempo que el funcionamiento del Consejo de la Magistratura no ha servido para agilizar a la Justicia.
Por su parte, se ha creado una figura institucional inútil, como la del jefe de Gabinete, que nada ha aportado al funcionamiento institucional del país, y se ha regulado deficientemente el estatus de la Ciudad de Buenos Aires, a la que se le asignó una autonomía indescifrable, al tal punto que ha quedado posicionada como un “intermedio” entre un municipio y una provincia.
GR: Lo primero y más importante es recordar que una Constitución es un pacto político en el cual se fijan acuerdos y consensos básicos, especialmente sobre cuestiones organizativas e institucionales. Ese contrato en la historia argentina se celebró en el año 1853.
Ahora bien, no debe confundir al lector moderno y hacerle creer que dicho contrato constitucional fue el resultado de una amigable mesa de café, o que fue suscripto a partir de cordiales negociaciones de escritorios. Muy por el contrario, en el “ADN” de la Constitución está la violencia de los enfrentamientos y combates a sangre en los campos de batalla (muchos de los cuales dieron ligar a los denominados pactos prexistente). Es decir, recorriendo cada párrafo de sus 129 artículos, el lector descubrirá las cicatrices de un pueblo y sus luchas, y también los pactos y negociaciones de las elites políticas dominantes.
El asunto es que la matriz ideológica de la CN (propia del siglo XVIII) ha subsistido en todas y cada una de las reformas que se aplicaron a lo largo de los 171 años de historia constitucional.
Sin embargo, ese liberalismo primitivo -si bien posteriormente fue disimulado a partir de la incorporación del llamado constitucionalismo social en el año 1957- fue luego retocado con el reconocimiento de nuevos derechos e institutos mediante la reforma del año 1994, la cual -y esto es lo importante- mantuvo intacto el viejo sistema de poder, generándose tal asimetría entre los nuevos derechos y la tradicional organización del poder que finalmente funcionó como un boomerang contra la propia efectividad de todos estos nuevos derechos agregados.
Es decir, la reforma del 94 se neutralizó a si misma, convirtiéndose en la síntesis de todo lo que pudo haber sido y no fue. Por ello es que considero que desde hace 30 años, el derecho constitucional argentino inició la etapa que denomino “constitucionalismo contradictorio”, en tanto dicha reforma efectivamente modernizó y amplió una parte de la Constitución pero dejó intacta la otra mitad, acentuando así una contradicción interna tan fuerte que a partir de ese momento nuestro sistema constitucional propone dos modelos diferentes de democracia: una de tipo conservadora basada en estructuras de poder altamente cerradas, concentradas y tributarias de los siglos XVIII con pocas posibilidades reales de intervención popular en la gobernabilidad y control; y otra que a modo declarativo otorga a la ciudadanía nuevos derechos.
Esta tensión generada por la reforma del 94 explica la frustración de una Constitución que no consigue cumplir cabalmente con aquello que ella misma proclama.
¿Qué ha mejorado o empeorado en la institucionalidad y la vida de las personas a partir de la Constitución del 94?
FL: La institucionalidad no ha mejorado con la reforma de 1994. Veámoslo así: hasta 1994, nuestro sistema de gobierno era democrático representativo, republicano, federal y presidencialista. Desde 1994, los sistemas son los mismos, pero con algunas variantes. En materia de “democracia”, la reforma puede haberla acentuado, en cuanto a que se permitió que la gente vote en forma directa al presidente y al vice, así como también a los senadores; y se incorporaron mecanismos de participación popular (iniciativa y consulta popular). En materia de presidencialismo, todo sigue igual, más allá de que se haya querido crear una suerte de “primer ministro” con el jefe de Gabinete, cosa que no ocurrió.
En materia de federalismo hubo un retroceso, sobre todo con la constitucionalización de un régimen tributario paradoja y definitivamente unitario, como lo es el de la coparticipación federal de impuestos (a través del cual el gobierno nacional crea y recauda impuestos provinciales -como los directos, por ejemplo ganancias- y luego los distribuye entre las provincias). Y en materia de régimen republicano, por lo que expliqué en la pregunta anterior: su intensidad ha quedado debilitada desde la reforma del 94.
GR: Como dije antes, la reforma del 94, no solo no adecuó el arcaico esquema de poder al nuevo catálogo de derechos, sino que por el contrario mantuvo la vieja maquinaria fortaleciendo, por ejemplo, el presidencialismo mediante la habilitación de la relección presidencial y demás cargos legislativos nacionales y el reconocimiento -por vía de excepción- de los DNU, la delegación legislativa y el veto y promulgación parcial de las leyes, todos institutos típicos del hiper-presidencialismo.
El sistema constitucional argentino post reforma 1994 conservó todo lo peor de una organización del poder concentrada y cerrada, que en pleno siglo XXI aun responde a las ideas y estructuras de los siglos XVIII y XIX.
¿Cuál sería entonces la conclusión?
FL: Que si bien la reforma tuvo algunos aspectos positivos, quedaron cuestiones sin resolver (se podría haber aprovechado la oportunidad para, por ejemplo, mejorar el instituto de la intervención federal, el desafuero de los legisladores, del proceso de reforma constitucional, entre otras cuestiones), y en las cosas que se reformaron, el debilitamiento del sistema republicano que ha provocado me hace concluir que fue una reforma negativa.
GR: En conclusión, la reforma del 94, coherente con la filosofía que la inspiró (tendiente a proteger el sistema concentrado de poder) optó más por la representación que por la participación.