La campaña electoral en los EEUU parece haber experimentado un cambio bastante sensible desde el reemplazo de Joe Biden por Kamala Harris al tope de la candidatura demócrata. Todavía es prematuro para determinar si se trata sólo de la “espuma” normalmente consecuente a la celebración de una Convención que designa candidatos, y que en este caso tiende a dejar atrás los signos de obsolescencia que marcaban al oficialismo, o si se trata claramente de una mutación de las tendencias que apuntaban como prevalentes a favor de Donald Trump. Tendencias éstas claramente fortalecidas por el fallido atentado en su contra.
Lo que sí se puede advertir ya es que el eventual éxito de la hoy Vicepresidente no depende –o no depende tanto- de su capacidad de incorporar votantes independientes de clase media a su postulación, cuanto de su aptitud para llevar a votar a los integrantes de múltiples minorías que, como observase en su momento John Kennneth Galbraith, suelen ser renuentes, por escepticismo, a concurrir a las urnas en un país en que tal concurrencia no es legalmente obligatoria.
Esto es lo que logró Obama en 2008 y 2012, y lo logró mediante un uso habilidoso de las nuevas tecnologías de la comunicación política. Biden repitió el éxito en 2020, aunque con un rendimiento claramente decreciente, y este eventual respaldo estaba ya desvanecido en julio pasado.
Entendámonos: el Partido Demócrata siempre funcionó como una heteróclita confederación de minorías que en base a su convergencia fabricaban una mayoría. Allí estaban los hijos de los esclavos liberados por la Guerra de Sucesión, junto a los de sus amos; los inmigrantes católicos de Irlanda e Italia con los luteranos de Alemania; los obreros industriales sindicalizados de la AFL-CIO con los chicanos sumidos en el mercado laboral irregular, etc. etc. Pero lo que el Partido lograba , a través de Tammany Hall originalmente, y luego de programas como los incluidos en la Gran Sociedad de Lyndon Johnson, era insertarlos en las instituciones al menos mediante el ejercicio del voto. Estas múltiples minorías cumplían así su proceso de socialización política a través y en beneficio de los Demócratas y sin llegar nunca a constituir una fuerza disruptiva del sistema político.
Otra es la historia contemporánea, que ha venido configurándose particularmente desde fines del anterior milenio. Las minorías cuestionadoras actuales expresan una radicalización de las visiones políticas desencadenadas por el ultrafeminismo, la crítica racial, el rechazo de las fuerzas de seguridad, las demandas LGBTQ, la connivencia con el terrorismo jihadista y, en suma, todo lo que alimenta la llamada “conciencia woke”. Son estas corrientes las que tironean al Partido Demócrata desde la extrema izquierda planteándose como la llave cuya concurrencia a las urnas puede determinar el éxito o el fracaso del viejo Partido.
El cuadro que describimos parece poner en tela de juicio la tesis, que hemos reiteradamente sostenido, sobre la caracterización del nuestro como un “tiempo de la Derecha”. Creemos, sin embargo, que uno y otro elemento deben ser tenidos en cuenta, toda vez que la razonabilidad consiste, precisamente, en atender a la realidad en la totalidad de sus factores. El ascenso de la Derecha, tanto en Europa como en América, no ha tenido como consecuencia un movimiento de la Izquierda hacia el Centro a fin de contrapesar el primero. Al contrario –al menos en varios países- lo que está observándose es una radicalización de los sectores hasta aquí autodefinidos como “progresistas”. Así ocurrió en Francia, a través del Nouveau Front Populaire, con eje en Melenchon; igualmente en España, donde el PSOE de Sánchez reniega de la experiencia política de Felipe González y, por el camino del “zapaterismo” desemboca en la alianza explícita con fuerzas separatistas y la complacencia con los jihadistas; también en México, con la marcada tendencia del MORENA a la hegemonía, etc. Este deslizamiento hacia una polarización ideológica inimaginable hace apenas dos décadas explica la recurrencia de un lenguaje bélico en la escena política que pone crecientemente en duda la vitalidad de aquellos valores y prácticas comunes sin los cuales la república democrática tiende a autodestruirse, como oportunamente se demostró en la República de Weimar, la II República española, el Chile de los ‘70 y tantos casos similares.
Este “gran divorcio” (si se me permite tomar prestado el título de una obra del memorable Clive Lewis) puede reiterarse en los EEUU cualquiera fuere el resultado de la elección. Y las dinámicas centrífugas de ciertos Estados –sean ellos rojos o azules- son una de las modalidades en que más probablemente puedan asumir.