La política exterior desplegada por el presidente Joe Biden no ha dado los resultados que uno esperaba después de las erráticas y a veces sorpresivas definiciones del período de Donald Trump. La situación internacional muestra un nivel de conflictividad mucho más grave que la existente al asumir su mandato en 2021. La invasión rusa a Ucrania en 2022, la incursión de la organización terrorista Hamas el 7 de octubre y la ofensiva israelí en Gaza, sumado a las perennes amenazas de China para recuperar Taiwán, han elevado los riesgos de enfrentamientos de impredecibles consecuencias.
La Administración Biden definió desde sus inicios que la política exterior debía orientarse a fortalecer a la clase media y responder a los intereses de los trabajadores. El Memorándum del 4 de abril de 2021 dirigido a todas las instituciones relacionadas con este tema exhorta a priorizar las políticas que coadyuven al éxito de los “americanos en la economía global y asegurar que cada uno reciba su participación en los éxitos internamente”. Tanto Jake Sullivan y Anthony Blinken, como Katherine Thai en el USTR, en sus diferentes presentaciones subrayan la importancia de los programas económicos como el IRA, CHIPS y Ciencia y Empleo e Infraestructura.
El Asesor en Seguridad Nacional Jake Sullivan definió la coyuntura enfrentada por Biden de la siguiente manera: “El cambio en la economía global dejó muchos trabajadores y sus comunidades detrás. La crisis financiera choqueó a la clase media. La pandemia expuso la fragilidad de las cadenas de valor. El cambio climático amenaza vidas y el sustento” seguido por la afirmación “es necesario asegurar una fuerte y vibrante clase media y mayores oportunidades para los trabajadores alrededor del mundo”. La “reconstrucción de los Estados Unidos” constituiría, a partir de ese diagnóstico, la prioridad y la base de la política exterior.
Con el propósito de contrastar con el tono de Donald Trump, Estados Unidos se reincorporó a la UNESCO, continuó en la Organización Mundial de la Salud, retomó las negociaciones por el cambio climático, reingresó como observador al Consejo de Derechos Humanos, se involucró en las negociaciones con Irán en el marco del JCPOA y reinstituyó la ayuda a UNRWA. En este período, la administración Biden limó las discrepancias con la NATO y fortaleció los lazos con Japón, Australia y Corea. Todos estos actos indicaban la predisposición de trabajar reforzando el diálogo y mostrando un espíritu de condescendencia para granjearse simpatías.
Sin embargo, con esta visión superadora del slogan “Make América Great Again” desplegada por Donald Trump, las relaciones con China, Rusia e Irán se fueron deteriorando hasta llegar a la situación actual. China y Rusia forjaron una alianza “sin límites” y al mismo tiempo fraguaron una coalición abarcativa de países de desarrollo intermedios para acelerar la modificación del “orden mundial”. El BRICS, al cual se incorporó Irán, tiene el propósito de apurar el aislamiento de los Estados Unidos y Europa con una agenda propia tanto en el campo político como económico. La proclamada “desdolarización” sin contar aún con una moneda de reserva alternativa está dirigida a minar la influencia de los Estados Unidos a través de nuevas instituciones financieras para evitar la supervisión del movimiento de capitales y la aplicación de sanciones económicas.
La administración Biden continuó en su relación con China una política similar a la inaugurada por Donald Trump al señalarla como la causante del proceso de desindustrialización. La diferencia entre ambas fue la denominación de la etapa: la confrontación pasó a llamarse “competencia estratégica”, agregándole el adjetivo de cooperación en campos de interés común. La decisión de promover un mayor involucramiento alentó las visitas oficiales del más alto nivel con escasos resultados.
Estados Unidos intentó apaciguar el nivel de conflictividad: el retiro de las tropas de Afganistán, el apoyo a la construcción de oleoducto desde Rusia a Alemania, la devolución de fondos a Irán, el abandono de las propuestas para Medio Oriente, la provisión de armas solo defensivas a Ucrania y los acuerdos con el régimen de Nicolás Maduro se inscribieron en esa estrategia. Fueron esfuerzos tendientes a pacificar para ganar tiempo y avanzar con la reindustrialización. Los hechos muestran que las buenas intenciones de Sullivan y Blinken no hallaron reciprocidad ni en Rusia, China e Irán embarcando al mundo en un escenario de mayor fragilidad. La analogía de esta situación podría encontrarse en las relaciones con la Unión Soviética, donde la supuesta “coexistencia pacífica” alentó la agresividad por la falta de consenso sobre el significado de convivencia.
La política de “apaciguamiento” se justificaría cuando los actores comparten visiones comunes o no ven en los otros una barrera para sus objetivos. Pero en la actualidad, como fuera también en el pasado, los regímenes autoritarios perciben al contrincante como un obstáculo para sus objetivos.
Esta claro que tanto Putin como Xi Jinping consideran a los Estados Unidos como el enemigo que se interpone para establecer un nuevo orden mundial bajo su égida, mientras Jomeini quiere el control de Medio Oriente, para lo cual ha inventado ejércitos irregulares a través de toda la región para incitar la violencia. El próximo gobierno en los Estados Unidos estará obligado a rediseñar su estrategia para evitar que las frustraciones y la pérdida de poder en el escenario mundial terminen afectando sus exaltadas políticas para la clase media.