Terrorismo es infundir terror. ¿Cómo se infunde terror? Con una sucesión de hechos de violencia. ¿Quiénes lo hacen? Bandas organizadas. ¿De qué manera? Crímenes indiscriminados, como los que ha sufrido Argentina en la década del 90.
Me permito subrayar: terror, banda organizada, crímenes indiscriminados, y hago doble marca en el concepto de los crímenes indiscriminados, la consecuencia central de los dos atentados que sufrimos en Argentina. Fueron masivos y si bien tuvieron un objetivo determinado, la mutual AMIA y la Embajada de Israel, fueron indiscriminados, como veremos enseguida.
Nombrar a las víctimas por su nombre y conocer al menos un rasgo de su historia puede ayudar a comprender lo que les sucedió, una por una, personas de vidas comunes como tantas, a quienes ni se les ocurriría esparcir la violencia y el terror.
En atentado a la Embajada murieron ciudadanos argentinos, israelíes, bolivianos, paraguayos, uruguayos e italianos. Es decir, de seis países. Y entre ellos, un taxista, un sacerdote, un albañil, un plomero, tres transeúntes, y tres señoras alojadas en el Hogar de enfrente. Además de diplomáticos y empleados.
Murieron más personas fuera que dentro del edificio de la sede diplomática:
Escorcina, Celia y Mausi, alojadas en el Hogar San Francisco de Asís. Carlos, albañil; Juan Carlos, presbítero de la Iglesia Mater Admirabilis; Carlos Baldelomar, Carlos Raúl y Fredy, albañiles; Anibal y Francisco, plomeros; Cayetano, taxista; Andrés y Alexis y Miguel Angel, peatones.
Escuché las voces en el vacío que dejaron mis compañeros en la Embajada. Soñé con esas voces durante años.
Marcela recién se ponía de novia, y me contaba tantos proyectos con ese entusiasmo que tenía.
Mirta estaba contenta porque había adelgazado y su hijo dejaba la adolescencia con buenas notas en el colegio.
Eliora proponía una nueva canción para nuestro coro, sus cinco hijos le dejaban tiempo, increíblemente. Con ella me crucé, en el segundo piso. Con ella y con Marcela, segundos antes de que la embajada volara por el aire, con nosotros adentro.
David había llegado a la Argentina hacía poco y quería enterarse de todo.
A Beatriz y a Graciela era difícil encontrarlas de mal humor.
Eli casi no hablaba castellano, se reía con nosotros cuando mezclaba las palabras.
A Zehava se la veía un poco tímida, siempre atenta y de buenos modales.
Raquel murió tras cuatro semanas de agonía en una clínica de Parque Centenario, pero uno de los pocos momentos de lucidez lo tuvo un miércoles a las siete de la tarde, justo cuando llegué a visitarla y hablé con ella.
Años atrás, la DAIA y la Cancillería argentina nos convocaron para exponer en la Ciudad de Buenos Aires y por primera vez en el mundo, a sobrevivientes de cuatro atentados emblemáticos: Amia, Embajada, Torres Gemelas y Atocha. Contamos lo qué nos sucedió y qué sentimos frente a un auditorio repleto y silencioso.
María López Camacho, a mi derecha en el panel, con su mano apretaba fuerte mi antebrazo, como una forma de anclar sus lágrimas. Me las transfería. Ella viajaba con su hijo en ese tren de cercanías hasta Atocha, y los terroristas se lo arrancaron para siempre: vaya forma de demostrar sus intenciones. Ella, que iba a trabajar, y su hijo, que iba a estudiar, eran -son- los enemigos.
María murió pocos años más tarde, no soportaba convivir con ese recuerdo, como repitió aquel día, para vaticinar su inminente final. El terror provoca víctimas más allá del tiempo y más acá del sufrimiento. El dolor, la marca del dolor. Esa sensación interior, fuerte, insostenible.
Therry Sears que encabeza la Fundación Tuesday’s Childrens (Los niños del Martes) y cuenta con el apoyo de la Universidad de Harvard, dijo, hablando también del después, que “desde el atentado a las Torres Gemelas, nacieron 125 niños relacionados con padres que fallecieron en el ataque y que aún hoy, junto con los que quedaron huérfanos en aquél momento, reciben contención y les explicamos lo que significó aquello”.
Bandas organizadas, crímenes indiscriminados que terminan con vidas de personas a quienes ni se les ocurriría esparcir la violencia y el terror.
El terror provoca víctimas más allá del tiempo y más acá del sufrimiento. Nombrarlas por su nombre es una de las formas de mantenerlas en la memoria a través de la historia y de luchar contra el avasallamiento que pretende el terrorismo.
Son atentados contra el progreso y la convivencia, a favor de la regresión. No se puede entender de otra manera la muerte del hijo de María, en el tren de Atocha.
Un regreso a las cavernas, a lo peor de las cavernas.
*Jorge Cohen es sobreviviente del atentado a la Embajada de Israel en Buenos Aires en 1992. Comparte sus palabras invitado por el Congreso Judío Latinoamericano en el marco del Día Internacional de Conmemoración y Homenaje a las Víctimas del Terrorismo.