Según el último informe de UNICEF alrededor de un millón de niñas y niños en Argentina se van a dormir todos los días sin cenar y cerca de un millón y medio saltea alguna comida. Esto ocurre en un ambiente conceptual que, casi sin excepción, defiende al mérito como pauta central de distribución de los bienes.
Podemos acordar en que se afirme cierta relación de proporcionalidad entre el esfuerzo, el trabajo, la preparación, el tiempo dedicado a determinada tarea, y el beneficio que se obtiene por ella. Sin embargo, la noción de mérito que circula incuestionada no captura linealmente esta ecuación y, aunque lo hiciese, desconoce que esos factores, ubicados como justificación de desigualdades, reconocen una antesala, un momento previo sobre el que nada se dice.
Ante todo, la meritocracia es siempre una exigencia del mérito ajeno, es siempre el mérito del otro el que debe acreditarse. Entonces, se configura una épica del sacrificio y del sufrimiento para definir cuáles son las únicas razones de un bienestar debidamente ganado. Lo curioso, o lo hipócrita, es que quienes reclaman esas rendiciones de cuentas exhiben un mérito, por lo menos, dudoso.
Pero, la dimensión más álgida de estas posiciones radica en una negación, no ingenua sino ideológica, de los condicionantes. “Just do it”, “impossible is nothing” y toda la lógica del “si querés, podés”, borra las causas estructurales de las desventajas: nacer en un lugar o en otro, con un sexo u otro, con una discapacidad o sin ella, pertenecer a una etnia o a otra, tener un hogar o no tenerlo, comer todas las comidas o no hacerlo.
Allí no hay voluntad ni elección, ni mérito, ni esfuerzo no hecho que puede achacársele a nadie. La suerte acaba marcando este “punto de partida” y no hay manera de torcerla.
El denominado “igualitarismo de la suerte” distingue, a partir de esta detección, entre un tipo de suerte –la suerte “bruta”- vinculada con los riesgos que no son apuestas deliberadas, esto es, que no dependen enteramente de nuestra voluntad, de otro tipo de suerte –la suerte “opcional”- que se relaciona con la dosis de azar presente en los resultados que obtenemos al aceptar un riesgo del que somos conscientes –quien juega a la lotería sabe que puede perder-. La primera de estas suertes debería ser compensada, de un modo u otro, por el Estado y la segunda soportada, sin más, por el individuo. En definitiva, se introduce un elemento clave: la responsabilidad individual, fundante en la gramática liberal.
Según este criterio, las sería aceptable un acceso diferente, desigual, a los bienes -alimentación, vestimenta, vivienda, ocio, etc.- si las personas no pusieron suficiente de sí para ganárselos. Desde luego que se trata de un esquema que presupone una competencia “limpia”, en la que todos podrían disputar lo que hay para repartir en plena igualdad y sin elementos externos que condicionen.
Por eso, forman parte de este andamiaje narrativo algunas ideas, de nuevo, que se repiten dogmáticamente: si la educación es pública, las escuelas y universidades están abiertas para todos, entonces quienes no hacen uso de esas posibilidades son responsables de padecer un reparto menor o insignificante de bienes. En otros términos, las personas que no fueron a la escuela o a la universidad teniendo las puertas abiertas para hacerlo, deben soportar la pobreza -idéntico razonamiento aplica al mundo del trabajo-.
De tal modo, la remisión a la responsabilidad individual actúa como una manera de justificar un tipo de distribución que no hace más que consolidar los privilegios de pequeños grupos y apaciguar la culpa común por el hecho de que en una misma comunidad convivamos los que comemos las cuatro comidas diarias y los que no. Una estrategia habitual para reforzar este argumento es la de los ejemplos extraordinarios: el niño que camina decenas de kilómetros para ir a una escuela de montaña, el jugador de la champions ligue que nació en una villa de emergencia argentina, la ingeniera de la NASA que viene de una familia necesitada, y un larguísimo etcétera. El intento discursivo para que nos reflejemos en esos espejos apunta directamente a culpabilizar, desde la responsabilidad individual, y a desconocer la responsabilidad colectiva.
Sin rodeos: la posibilidad de que un puñado ínfimo de ese millón de niños y niñas que se acuestan sin comer lleguen a cumplir sus sueños, a realizarse, a tener una vida digna, existe y seguramente ocurrirá. Ahora bien, ¿los que se van a la cama con la panza llena pueden dormir sin pensar en que todos los otros, los que no serán ejemplos para noticias, están condenados de antemano a no cumplir sus sueños, a no realizarse, a no tener una vida digna?
Es momento de revisar la gramática de los “puntos de partida”, arrojar a todos en un mismo sitio, confiando en que allí reside la igualdad, en rigor, es la mejor forma de hacer desigualdades. La mejor forma porque siempre, siempre, es más eficiente hacer las cosas malas en nombre de las buenas. Soltar a todos, sin importan su origen, y decirles que allá están las oportunidades, que las busquen, que las conquisten, que las ganen, sólo legitima la victoria de quienes ya sabían que iban a ganar.
En definitiva, más que repartir puntos de partida, denominados “oportunidades”, la política y la justicia deberían responder al llamado de los derechos, asegurar derechos. Acordar que el Estado está convocado a realizar un concepto de lo justo comprende la urgencia de traerlo al centro de la conversación política, antes de la práctica, antes del hacer, antes de decidir.
Si un millón de niñas y niños tienen hambre y lo justo pasa por el mérito, por sacarle partido a las posibilidades, lo justo continuará funcionando como una pátina que ratifica que la vida en común es capaz de sostenerse, de soportarse, sin registrar la presencia del otro, en la medida en que encontremos una razón o más de una, que nos calme. Y lo curioso es que esas razones, esa calma, esas palabras, nos las ofrecen quienes deberían desarmarlas.
“Los pies en el barro y el grito en el cielo”, pero para tener los pies en el barro y no hundirlos hay que tener los conceptos en la cabeza y las palabras en la boca, en las bocas, en las que tienen hambre también. En las que tienen hambre, sobre todo.