Desde hace varios días las tapas de los medios masivos de comunicación y los posteos en redes sociales están inundados por denuncias de violencia que involucran a personajes resonantes del poder político local. Particularmente, la denuncia de Fabiola Yañez contra el ex presidente Alberto Fernández por violencia de género en el ámbito doméstico ha calado hondo en todos los intersticios de nuestra sociedad. Ese es uno de los tantos logros del feminismo: que la violencia de género sea un tema de debate público. Pero, quizás, también sea producto de que se trata de algo más fácil de comprender. Algo que, lamentablemente, resulta mucho más familiar para millones de personas que atravesamos, en alguna etapa de nuestras vidas, por este tipo de situaciones. No debatimos sobre hechos rimbombantes de corrupción que son difíciles de dimensionar. Sino de violencias en las que nos podemos encontrar de alguna manera representados.
Alberto Fernández ocupó, más allá de sus limitaciones y las consideraciones políticas que cada uno/a quiera adicionar, el lugar de mayor referencia institucional al que se puede aspirar: la presidencia de la Nación. Y fue una figura central en uno de los procesos más resonantes (quizás, de la historia de la humanidad) como lo fue la pandemia por COVID-19. Por eso desconcierta estruendosamente conocer que mientras nos hablaba de moralidad por cadena nacional, su comportamiento no sólo resultaba éticamente reprochable, sino muy probablemente repudiable también desde el punto de vista penal. Algo que no sorprende para quienes indagamos sobre su trayectoria política en los últimos 30 años.
Escandaliza también su doble discurso. Su gobierno impulsó políticas en favor de la igualdad y la lucha contra la violencia de género. La ley del aborto y el Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidades son claros ejemplos. Tampoco es algo novedoso para quienes trabajamos en ámbitos públicos, dado que es muy común que la promoción de estas políticas conviva con prácticas machistas y violentas hacia el interior de las instituciones, vinculadas con situaciones de maltrato laboral, injusticias asociadas a lógicas político-partidarias, entre otras. Lamentablemente, esto resta fuerza para sostener los avances alcanzados y, en particular, para resistir la afrenta que actualmente recibimos desde sectores envalentonados por discursos neo-conservadores y profundamente discriminatorios.
Precisamente, esto da pie para señalar que la violencia que la ex primera dama denuncia no es la única ejercida desde el poder que advertimos (y soportamos) en estos días. El actual presidente de la Nación, Javier Milei, también ha elegido el camino de la confrontación y la violencia para construir su legitimidad política.
Desde las más altas esferas, Milei construyó en este último tiempo un dispositivo comunicacional, sostenido por actores escudados en sus perfiles de redes sociales, que alimenta el odio y la intolerancia frente a quienes pensamos diferente. Bajo las banderas de una libertad ficticia, emerge un pensamiento profundamente conservador que juzga y pretende acabar con todo aquel plan de vida que se inscriba fuera de las líneas de un modelo misógino, racista y con altos niveles de desprecio por la diversidad.
Es cosa de todos los días que el actual Presidente haga propio mensajes cargados de odio y resentimiento contra las mujeres y las personas LGTBIQ (aspecto que no puede pasar desapercibido para cualquier profesional de la salud mental). Este discurso que opera desde la presidencia permite entender con mayor claridad por qué aún cuando las mujeres son las víctimas de la violencia, tienen que salir por los medios a aclarar que sus golpes son reales o que no forman parte de ningún video de tinte sexual (cuyo interés debe permanecer en el ámbito de la vida privada). O los varones gay, dando cuenta que sus prácticas sexuales no incluyen ni involucran la pedofilia.
No se trata de una confrontación con opositores político-partidarios. Es un ataque completamente desigual (en tanto cuentan con los recursos del Estado) contra quienes pensamos diferente, vivimos diferente y no tenemos la intención de ocultarlo. Es un intento de acallar las voces que creemos que una sociedad plural no sólo es posible, sino absolutamente necesaria para la existencia de la mismísima humanidad.
Se trata de un escenario que podría juzgarse como surrealista si sus consecuencias prácticas no tuvieran un impacto tan potente en la vida de miles de millones de personas. Alberto, Milei y sus secuaces son la manifestación local de un proceso global mucho más profundo. Un clima de época que expresa una respuesta a las transformaciones feministas que, en las últimas décadas, se convirtieron en los cuestionamientos más profundos de un orden que hace de la crueldad una lógica cotidiana.
Mientras los presidentes agreden, la pobreza y la desigualdad continúan creciendo y tal como informó UNICEF, 1 millón de niños en la Argentina se van a cenar sin comer. Esos son los resultados más devastadores de la violencia que circula entre nosotros. El devenir de la insensibilidad que se ha instalado en las prácticas sociales, políticas y económicas.
Como todo clima de época, esto también pasará. Y mientras tanto, debemos alzar las banderas más comunes pero, a la vez, más potentes. Frente a la violencia del poder, frente al poder de la violencia, opongamos nuestra resistencia. Y no hay mejor y más fuerte resistencia que el amor. Ante las agresiones, sembremos mucho amor. Ese es el acto más revolucionario.