En el debate público argentino, más de una vez han surgido cuestionamientos a la Iglesia por acciones cuyo contenido político se considera inadecuado. En realidad, es una cuestión que se ha planteado infinidad de veces en la historia. Los dos milenios de cristianismo están atravesados por su compleja relación con las instancias políticas de los pueblos en los que ha sido anunciado. Lo primero a considerar para pensar la relación de la Iglesia con la política es que su identidad más profunda, su razón de ser, es difundir el mensaje de Jesús que llama a construir una fraternidad como hijos e hijas de Dios. En Jesucristo, Dios se encarnó en la historia y nos señaló un camino para vivir una vida auténtica: el amor concreto, especialmente al que está caído al borde del camino, como en la parábola del Buen Samaritano. Esto hace que el cristianismo no pueda reducirse a actos de culto o a la profesión de doctrinas. Una espiritualidad sin prójimo, reducida a una ética privada, nunca será cristiana. La fe cristiana tiene una evidente dimensión política. El papa Francisco –en línea con toda la Doctrina Social de la Iglesia– llama permanentemente a crear una buena política que obre por grandes principios y piense en el bien común a largo plazo. Sostiene que a pesar de que para muchos la política sea mala palabra, se trata de “una altísima vocación, una de las formas más preciosas de la caridad porque busca el bien común” (Fratelli Tutti 180).
En la construcción del bien común hay cuestiones prioritarias. Por ejemplo, las que tienen que ver con el mundo de los pobres, en cuyas necesidades postergadas se juega la vida y la muerte cada día. Jesucristo se identificó con ellos cuando dijo “Tuve hambre y me diste de comer” (Mt 25,35), e hizo de la misericordia hacia ellos la llave para la felicidad eterna. Para el cristiano, el amor al pobre es parte de su identidad. Esto hace que, en una sociedad con una escandalosa injusticia social, donde dos de cada tres niños no tienen para comer bien cada día, la neutralidad sea un pecado de omisión. Por eso el tipo de acción política que pide el mensaje de Jesús tiene que atender con más urgencia las necesidades de los pobres.
Por otra parte, el compromiso cristiano no puede limitarse a adherir a los principios de la alta política. El mensaje de Cristo es encarnado, hay que vivirlo en la entraña de la historia. Esto hace que la Iglesia –acompañando la búsqueda del bien común– tenga que trabajar con todo tipo de actores sociales, con cada uno de los cuales tendrá sus diferencias y coincidencias. En tiempos de polarización ideológica y sofisticados mecanismos de manipulación mediática, la Iglesia siempre correrá el riesgo de quedar identificada con un sector partidario. El camino del compromiso con la historia está sembrado de riesgos: a equivocarse, a corromperse, a los ataques de quienes medran en la injusticia estructural, a la incomprensión de muchos, a la pérdida de la fuerza profética del Evangelio por temor o tibieza, etc. Hay una ley en la condición humana: nadie se encarna sin embarrarse. Los purismos no hacen justicia a la lógica de la encarnación.
Por último, el amor político que se desprende del Evangelio tiene un aporte único e indispensable: es un amor radical, que abraza a todos, incluso al enemigo. Vivir el Evangelio nunca va a fomentar divisiones. Lo que puede suceder es que su anuncio profético saque a luz divisiones que ya existían en la sociedad. En ese sentido pueden interpretarse las palabras de Jesús: “No vine a traer la paz, sino la espada” (Mat 10,34).
Sin embargo, por más apasionadas que sean las diferencias partidarias, el amor cristiano tiene en su horizonte una fraternidad donde nadie quede afuera. La Iglesia está llamada a ser el espacio de todos. No se trata de construir una unidad a cualquier precio sino de ofrecer un ámbito donde todos, cualquiera sea su posición política, puedan reconocerse hermanos, hijos de una misma patria.
*Enrique Ciro Bianchi es sacerdote y profesor de la Facultad de Teología de Buenos Aires.