Violencia, abyección e hipocresía

Lo que se empieza a conocer de Alberto Fernández no se trata de la vida privada de un ciudadano, sino de la exhibición más grotesca del desprecio por su función de un presidente

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El supuesto liquidador del patriarcado se comportaba como un señor feudal, mientras su gobierno quería imponer el uso de la “e” como marca de un progresismo trasnochado y artificial (EFE/ Juan Ignacio Roncoroni)
El supuesto liquidador del patriarcado se comportaba como un señor feudal, mientras su gobierno quería imponer el uso de la “e” como marca de un progresismo trasnochado y artificial (EFE/ Juan Ignacio Roncoroni)

El descrédito público de Alberto Fernández ya era superlativo, cuando las revelaciones de las últimas horas lo transformaron en definitivo e irreversible. Porque ya no se trata de un gobernante mediocre, pusilánime, mentiroso y errático, sino de una persona abyecta.

Lo que resalta e indigna es el contraste entre la permanente y muchas veces desaforada insistencia de su gobierno en las políticas de género y la conducta, propia del más repudiable y arcaico machismo, de quien llegó a decir (ahora sabemos de qué forma cínica) que había terminado con el patriarcado.

La Argentina ha tenido presidentes de los que ciertamente no puede enorgullecerse, pero los hechos que se empiezan a conocer son de una gravedad inédita. Nadie se podía haber imaginado, por crítico que fuera del cuarto gobierno kirchnerista, que el presidente golpeaba a su mujer con una fuerza tal que le dejaba notorias marcas físicas y que la tenía virtualmente secuestrada en la Quinta de Olivos.

Por cierto, ante la densidad de la violencia física contra una mujer todo lo demás pasa a un segundo plano, pero el cuadro se completa (por ahora) con la difusión de un video, aparentemente filmado en un celular por el propio Alberto Fernández, en el que se ve a este dialogando en su despacho de la Casa de Gobierno con la actriz Tamara Pettinato. En la escena, ella, sentada en un sillón mientras toma una cerveza, responde como una adolescente al flirteo del presidente. Una imagen patética que los argentinos, de cualquier signo político, no podíamos creer. No se trata de la vida privada de un ciudadano, sino de la exhibición más grotesca del desprecio por su función de un presidente que dedicaba muchas horas del día y de la noche, y en lugares destinados al servicio público, a desarrollar el triste papel de “play boy” senil que usaba su posición de poder y los recursos del Estado para esa finalidad inmunda.

El supuesto liquidador del patriarcado se comportaba como un señor feudal, mientras su gobierno quería imponer el uso de la “e” como marca de un progresismo trasnochado y artificial. La hipocresía de esas políticas queda ahora al desnudo.

Uno de sus emblemas, el Ministerio de la Mujer, solo sirvió para que se dilapidaran enormes recursos que se podrían haber destinado a políticas sociales efectivas para los más necesitados en materia de alimentación, salud, vivienda, educación o agua potable. Mientras tanto, los femicidios siguieron en constante aumento. Ni siquiera quiso recibir, según el relato de Fabiola Yañez, la denuncia de esta sobre la agresión de Fernández.

No se trata de negar la desigualdad que tradicionalmente han padecido las mujeres, que en el plano jurídico ya fue largamente superada, pero se mantiene, en algunos sectores, en el ámbito social y cultural. Pero estos episodios indican la necesidad de combatir ese flagelo con políticas eficaces, no con desbordes ideológicos que no van más allá de batallas simbólicas, mientras las mujeres siguen padeciendo agresiones, violencia y femicidios.

No hay que olvidar, además, que este escándalo es el fruto inesperado de otro: la investigación del papel protagónico de Alberto Fernández en un caso de megacorrupción por la contratación de seguros por parte del Estado que favorecía a brokers amigos. Fernández se jactaba de haber sido un presidente decente, que no tenía en su contra denuncias de corrupción. Esa otra máscara, que solo podía engañar a quienes no hubieran tenido la menor idea sobre su turbia trayectoria, también se cayó.

El krichnerismo apura a toda máquina el operativo “Despegar”. Ya quedó muy mal parado por el manifiesto fraude de Venezuela. Ahora querrá despegarse de Alberto Fernández y lo usará de chivo expiatorio para hacer creer que su desastroso gobierno es obra exclusiva del “profesor de Derecho y fana del Bicho”, y que su abyección nada tiene que ver, diría Julio Bárbaro, con “el verdadero peronismo”. Menos con Cristina Kirchner, que es la víctima universal: Mayra Mendoza ya salió a decir que Fernández ejerció violencia también contra la ex vicepresidente. Si no fuera todo tan trágico, parecería una escena de alguna comedia italiana de Alberto Sordi.

Pero esa tarea, que emprenderán en cuanto salgan del estado de shock, es imposible. Las condiciones personales de Fernández le agregan al cuadro un condimento sórdido y patético, pero lo que vemos es el resultado de dos décadas de populismo autoritario, basado fundamentalmente en la mentira. Por estas horas, y con excesiva demora, se conoce también la condena a Guillermo Moreno por el falseamiento de las estadísticas del INDEC. Ese delito, cometido a la vista de todos, no ocurrió en el gobierno del defenestrado Fernández, sino en los de sus mentores, Néstor y Cristina Kirchner. Se quiso dominar la escalada de precios con los métodos de un matón, que además perseguía a las consultoras que osaban decir la verdad.

No aprenderíamos la lección si no advirtiéramos que, en el fondo, lo que facilitó estas aberraciones es el olvido o el menosprecio de los valores republicanos. La prepotencia no se cura con prepotencia de otro signo, sino con el más estricto apego a la ley, al Estado de Derecho y a la convivencia civilizada.

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