En su novela Contact, de 1985, el astrónomo Carl Sagan imagina a la humanidad recibiendo mensajes de Vega, una estrella situada a 25 años luz de nuestro sol. Los extraterrestres nos envían lo que parece ser un plan para la construcción de una máquina capaz de transportar a cinco humanos a su planeta. La comunidad internacional decide trabajar en la construcción de esta máquina y se dispone a elegir a las personas que viajarán como representantes de la humanidad. La heroína de la novela, la astrónoma que descubrió y descifró estos mensajes (interpretada por Jodie Foster en la adaptación cinematográfica del libro), parecía una elección obvia para formar parte de la tripulación. Sin embargo, el comité de selección no la considera apta para la misión: sus creencias y valores no representan los de la inmensa mayoría de la humanidad, por lo que no puede ser una de sus emisarias.
El ficticio comité de selección de Carl Sagan comprende algo que el Comité Organizador de París 2024 ignora: una representación auténtica de la humanidad es la condición de su unión. Esto es precisamente lo que hace que los Juegos Olímpicos sean excepcionales: los atletas son representantes magistrales de la disciplina, la perseverancia, la excelencia y la autosuperación, que hacen comulgar a la humanidad en la fascinación, la admiración y el respeto hacia ellos.
Los atletas también consolidan la unidad de cada nación, porque cuando sus hazañas individuales se arropan con la bandera de su país, galvanizan a sus conciudadanos al representar la fuerza moral del sacrificio por el grupo. Los atletas olímpicos son emisarios de lo mejor de la naturaleza humana, uniéndonos en la fe en una aventura civilizatoria que no conoce más límites que los que se fija a sí misma.
En la gran narrativa que evocan los Juegos Olímpicos, el país y la ciudad anfitriones cuentan al mundo, a través de su ceremonia inaugural, cómo el genio nacional forma parte esencial de esta aventura civilizatoria compartida. Al igual que con las proezas de los atletas, inclinamos la cabeza ante la nación anfitriona cuando logra impresionarnos por la forma en que ha superado obstáculos que otros considerarían insuperables, cuando logra hacer realidad aspiraciones que de otro modo habrían quedado en meras veleidades, y cuando brilla en campos con los que la mayoría de la gente ni siquiera ha soñado. Es apelando a lo que todos compartimos como seres humanos que el país anfitrión muestra cómo su singularidad nacional es una fuerza ineludible de nuestra civilización.
Si hay un país en el mundo que ha contribuido de manera decisiva a hacer de Occidente la civilización más libre y próspera que ha conocido la humanidad, ése es Francia. Si hay una ciudad en el mundo que encarna el triunfo de la Ilustración, esa es París. Y sin embargo, la ceremonia de apertura de París 2024 logró una hazaña increíble: descuidó todo lo que, a los ojos del mundo, hace de Francia una fuente universal de inspiración. Durante la ceremonia, las opciones que los organizadores podrían haber elegido para rendir homenaje a Francia se torcieron en escenas para exhibir creencias y valores que no representan ni los de la mayoría de los franceses, ni los de la inmensa mayoría de la humanidad.
Sin embargo, sería un error considerar la Ceremonia de Apertura de París 2024 como un simple fracaso. En realidad, encarna algo mucho más grave: la fractura entre la mayoría de la población y la élite que, desde las instituciones hasta los medios de comunicación, pasando por la burocracia, la tecnología y las artes, dirige nuestras democracias. Una élite que desprecia a Occidente, desconectada de sus conciudadanos, ideológicamente enceguecida y contra la cual los electorados de sus propios países están ahora en pie de guerra.
La ceremonia de inauguración de París 2024 fue la consagración de la arrogancia de esta élite. Cuatro horas de carrera frenética para señalar su virtud, para exhibir lo que creen que es inclusión de la diversidad pero que en realidad no es más que condescendencia; lo que creen que es transgresión pero en realidad no es más que el conformismo más servil; lo que creen que es un ejercicio de libertad pero en realidad no es más que un ritual de sumisión para mantener su rango en el seno del grupo. También brindó la oportunidad a los espectadores que pertenecen a la élite, o que pretenden pertenecer a ella, de prestar juramento de lealtad expresando su satisfacción ante todo lo que se imponía a su vista. Y como coronación del orgullo y el exceso de la élite, esta ceremonia reviste otro significado, aun más crucial.
Como muchos animales, los grupos humanos exhiben su supremacía real o fingida. En la naturaleza, cuando dos machos están a punto de enfrentarse, emiten señales para mostrar su superioridad. Algunas de estas señales son infalsificables (como la musculatura), otras pueden ser engañosas (como la piloerección). La capacidad de detectar correctamente estas señales es crucial para ambos adversarios, para saber si deben entablar combate o evitarlo. Los grupos humanos hacen lo mismo: en la macabra exhibición de las atrocidades cometidas en la guerra, o incluso en el haka del rugby neozelandés, intentan transmitir a sus oponentes el mensaje de su crueldad en la batalla o su poder en el campo, es decir, su supremacía.
Tanto si los organizadores de París 2024 lo pretendían como si no, tanto si eran conscientes de ello como si no, su ceremonia fue una puesta en escena de la supremacía de las élites. El mensaje era claro: el poder es todo nuestro; la única opción para ustedes es someterse a nuestros valores, a nuestras aspiraciones y al futuro que pretendemos imponerles. Hay que decir que la élite tiene la hegemonía cultural. Pero, ¿es real su supremacía? ¿El mensaje lanzado durante la inauguración es el rugido de un león o los pelos erizados de un gato doméstico?
En la novela de Carl Sagan, el primer mensaje que recibimos proveniente de Vega es en realidad una referencia: se trata del discurso de Adolf Hitler en la inauguración de los Juegos Olímpicos de 1936. Estas imágenes tienen un significado diferente para los humanos y para los extraterrestres: ellos simplemente nos están haciendo saber que han recibido la primera emisión de nuestra especie lo suficientemente potente como para atravesar la ionosfera. Al igual que estos extraterrestres inconscientes de la importancia del mensaje que envían, los organizadores de la ceremonia de apertura de París 2024 probablemente ignoran que han legado a la posteridad un hito histórico: la escenificación de la batalla actual entre la élite y quienes se resisten a ella, entre los sepultureros y los defensores de Occidente. Queda por ver si los historiadores del futuro verán en esta ceremonia un signo del triunfo de estas élites, o de su ocaso.
[El autor es doctor en Ciencia Política y Relaciones Internacionales (Sciences Po, París) y pos-doctorado en Ciencias Cognitivas y Psicología Evolucionista (École Normale Supérieure de Paris)]
[Esta columna de opinión se publicó originalmente en francés en Le Journal du Dimanche]