La gravedad de la ineficacia del sistema nacional argentino para combatir el lavado de activos y la financiación del terrorismo es el aspecto crítico que evalúa en estos días el Grupo de Acción Financiera (GAFI) a efectos de determinar si la República Argentina debe quedar sometida a un monitoreo intensivo por parte de este mecanismo global, por lo menos, hasta que corrija sus deficiencias sistémicas (procedimiento comúnmente conocido como inclusión en la “lista gris”). Si este fuera el caso, nuestro país recibiría algo que los especialistas denominan sanción inteligente (smart sanction) que procura, por un lado, advertir a la comunidad internacional sobre las vulnerabilidades que posee la jurisdicción designada en este campo de acción tan relevante y, por otro, lado, coaccionar a las autoridades argentinas para que proceda al rápido fortalecimiento de los dispositivos institucionales a efecto de que los mismos obtengan resultados concretos sobre los circuitos ilegales de fondos ligados al crimen organizado y el terrorismo.
Los tres aspectos que más preocupan a los evaluadores al momento de definir los resultados de la evaluación de la Argentina son, primero, la baja cantidad de condenas sobre lavado de activos; segundo, el escaso volumen de bienes decomisados y la inconsistente administración de los mismos; y, tercero, la falta de procesamiento y sanciones en materia de financiación del terrorismo, lo que se suma a la carencia de un plan estratégico de nuestros servicios de inteligencia con relación a las amenazas terroristas. Por razones de variada índole, los representantes de GAFI que examinan a la Argentina han modificado su punto de vista desde el mes de abril, momento en que, si bien guardaban una posición crítica sobre el tenor de estas debilidades, no parecían estar decididos a incluirla en una nómina que hoy integran Burkina Fasso, Venezuela o Yemen. Lo cierto es que si la Argentina recibe una mala calificación en estas tres materias, su enlistamiento negativo sería prácticamente automático.
Hasta aquí una descripción lo más objetiva posible de la situación. Ahora mi opinión: es terriblemente cierto que la Argentina, en sus 24 años de membresía en GAFI, ha sabido adherirse formalmente a los estándares globales cada vez que se lo han exigido externamente, pero ha sido oscilante y ambivalente a la hora de definir una política sólida y efectiva para luchar contra los financistas del terror y los lavadores del narco, dos amenazas que se han hecho ostensibles y letales en el país (desde los atentados terroristas contra la Embajada de Israel y AMIA hasta la emergencia del narcotráfico), durante el periodo de normativización global que se inició en 1989. No haber actuado sobre la base de nuestros intereses nacionales en juego nos deja expuestos ante evaluadores internacionales que nos recuerdan que es necesario mostrar resultados concretos frente a amenazas ya identificadas.
Mi punto es que los funcionarios argentinos responsables de defender los destinos de la Argentina en plataformas globales como la del GAFI al operar sin el debido anclaje en los intereses nacionales quedan siempre expuestos a criterios de coyuntura que los evaluadores, al final de cuenta, usan a su saber y entender. Sabemos que el desarraigo no sólo produce tristeza, sino también incertidumbre. Quisiera detenerme un momento sobre estos aspectos de superficie, ocurridos en estos últimos meses, que tal vez explican lo que está pasando en este complejo metro cuadrado de alta densidad. Ya no se trata de analizar cuestiones de filosofía política, sino de asuntos de estricto pragmatismo: el profesionalismo al que nos obliga la larga y sinuosa relación con este organismo transgubernamental. Aquí podemos encontrar algunas de las causas por las que la Argentina nuevamente puede zozobrar ante la mirada expectante de la llamada comunidad internacional organizada.
Apenas comenzada la actual administración del Presidente Javier Milei, la Unidad de Información Financiera (UIF) volvió a la órbita del Ministerio de Justicia, donde se decidió otorgar a este organismo la representación nacional ante GAFI y la coordinación de todos los esfuerzos institucionales en esta materia. La decisión fue errónea ya que difícilmente una agencia que es parte del sistema -debe producir inteligencia financiera- se pueda ocupar del enlazamiento político de todos los esfuerzos institucionales en esta materia y, además, dar cuenta de una complejísima evaluación internacional que, a priori, planteaba un arduo desafío en sí misma. Esto terminó de la peor manera, ya que en julio pasado -un momento clave de la evaluación- el funcionario al que se le había asignado esta responsabilidad renunció a su cargo, por lo que el Estado argentino quedó sin interlocutor oficial ante GAFI. Un mes antes, fue renunciado el vicepresidente de la UIF por motivos que no corresponde examinar aquí, pero que evidenciaron la fragilidad de la cadena de mandos en esta materia. A ello se sumó, que el consejo asesor de este organismo, no fue aún designado, lo que puede generar una controversia sobre la legitimidad de las normas regulatorias dictadas sin quorum.
A estos episodios se sumó un hecho inédito, por lo menos para mí que trabajo hace más de veinte años en esta pequeña gran aldea de las políticas ALA-CFT: se procedió a la tercerización de la defensa de la Argentina ante GAFI al contratar a una consultora extranjera que supuestamente vende influencia en los organismos internacionales. Aunque el acuerdo resultó aparentemente cuestionado por su altísimo costo por parte de funcionarios del Ministerio de Justicia con verdadero poder de mando (que recordaron el ya aceptado aforismo “No hay plata”), lo cierto es que a los empleados de esta firma privada se les entregó información confidencial sobre insumos estratégicos de la Argentina. Ello sucedió a pesar de que la Auditoría General de la Nación notificó oportunamente los resultados de su informe recomendando gestionar con transparencia el manejo de sus recursos materiales y humanos. Como no podía ser de otra manera, este hecho, bastante patético, puso en cuestión si GAFI sería un organismo internacional permeable al lobby de agencias privadas, algo que corroería por completo su credibilidad ante los países miembros.
Estas erráticas prácticas son gravísimas para los intereses de la Argentina ya que desconciertan a los actores internacionales que hacen votos por el país y guardan fuertes expectativas en que el nuevo gobierno argentino transformará el curso de los sucesos que siempre nos hacen perder el partido, cuando tenemos todo para ganar. Como Director del Posgrado que dictamos en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires hace doce años puedo dar fe de la potencia profesional que tienen nuestros más de 600 alumnos que se han especializado en esta materia. Ellos son un notable reservorio del que deberían nutrirse los decisores políticos para evitar el amateurismo y los mercaderes de pólvora mojada que, en esta materia, hacen que el fracaso sea inevitable. Lo mismo me cabe decir sobre el funcionariado responsable de ese organismo que ha sobrevivido a años de políticas facciosas.
En una discusión que ocurrirá próximamente se saldarán las dudas sobre la gravedad de la ineficacia del sistema argentino para mitigar, prevenir o reprimir a lavadores de activos ilícitos y financistas del terrorismo. La decisión final se tomará en la Reunión Plenaria que tendrá lugar en octubre en París. En cualquier caso, lo sustancial volverá imponerse con toda su fuerza sobre lo episódico: en la lista gris o fuera de ella, para que la Argentina sea exitosa, el ataque a los delincuentes financieros internacionales debe estar en manos de profesionales que defiendan de manera incondicional los intereses de la Nación Argentina.