La escuela es una institución social fundada en la modernidad, propia de una sociedad disciplinaria. Al igual que la cárcel, el hospital, el convento o el manicomio, nacieron hace unos siglos y funcionaron ‒según Foucault‒ hasta ayer nomás con una estructura que trabajaba a partir de una sucesión de “círculos de encierro”, al interior de los cuales actuaba un conjunto de técnicas de vigilancia y control cuya operatoria positiva consistía en producir cuerpos dóciles para la producción y la obediencia.
Cada una de las instituciones disciplinarias obraba como una parte de la cadena de montaje de una gran fábrica en la cual se producían una serie de cuerpos individuales, los que circulaban en las distintas instituciones; todas ellas organizadas a partir de una matriz estructural analógica, de tal forma que el sujeto era disciplinado y obediente, en el pasaje de institución en institución, recorriendo una extendida red. Deleuze (1999) plantea que nuestras sociedades funcionaron hasta cierto momento a partir de un entramado complejo de dichas técnicas de encierro.
En tiempos fluidos, hay nuevos poderes que atraviesan los límites de los viejos: las paredes y los techos de los espacios cerrados ya no son obstáculo alguno y las instituciones se desarrollan a cielo abierto, con otra lógica muy diferente a la de la modernidad. Y esta destitución de la sociedad disciplinaria o de la solidez institucional lleva a un estado de desorientación general en nuestras percepciones y creencias personales y sociales.
Es entonces el momento oportuno para crear e inventar otras formas de estar en el aula con estas nuevas subjetividades contemporáneas, niñas, niños y jóvenes con vidas diferentes a las infancias o adolescencias de quienes les enseñan. En ese marco, el humor en la escuela, impensado en otras épocas, es una herramienta fundamental
Se podría definir el humor desde la óptica freudiana como un medio para reconciliar el principio del placer y el principio de la realidad, cumpliendo en la imaginación aquellos deseos frustrados en la vida real. Pero, fundamentalmente, el humor es una actitud humana, una forma de mirar la vida y, en la escuela, de posicionarse de manera más horizontal.
El docente ya no ocupa el lugar de poder, de saber, sino que es un mediador entre el conocimiento y el sujeto que aprende. Y, lejos de la visión tradicional de la enseñanza, donde un docente transmite el conocimiento a un alumno que aprende en una armonía aparente, podemos plantear que el aprendizaje es una emancipación intelectual provocada por un profesor formado en distintos saberes y lenguajes.
Entonces, humor mediante, podemos buscar estrategias adecuadas a los tiempos que corren: viñetas, canciones, lecturas alternativas, las cuales podrían ser otras opciones a la hora de enseñar, a decir de Larrosa (2002, p.171) “esa risa que se ríe precisamente de aquello que la pedagogía marca como no risible”.
En palabras de Gonzáles Ynfante (2011), el humor, el chiste o lo cómico, es una vía que los seres humanos tienen para relajar sus tensiones, hacer catarsis y, además, entretenerse. Pero también puede servir para transmitir ideas de una manera diferente, de modo que estas sean aceptadas y entendidas por el colectivo. Visto de este modo, el humor se convierte en una herramienta comunicativa y pedagógica que puede desempeñar un importante rol en la creación de otras formas de ser y estar en el mundo.
La escuela debe ser entretenida, debe incentivar las ganas de habitarla, tanto a estudiantes como a docentes, y debe ser el espacio de construcción de lo colectivo.
Y de eso se trata la educación, de liberar, de concientizar y de formar sujetos críticos que puedan transformar la sociedad en las que están insertos.